Brazofuerte (24 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico,

Se inició la desbandada.

Una tras otra las naves lanzaron amarras haciéndose a la vela, pues pese a que la mayoría de sus capitanes fuesen gente nueva en aquellas aguas y no tuviesen ni siquiera noticias de la terrible violencia que podía llegar a alcanzar un huracán, su olfato comenzaba a advertirles que «algo» verdaderamente amenazador se avecinaba.

El viento silbaba ya una estremecedora melodía hecha de llanto, las nubes del horizonte se disfrazaban de coágulos de sangre, y el azul del mar se transformaba en un gris metálico y fosforescente con miríadas de blancos mechones de espuma fugitiva.

Alcatraces y gaviotas buscaban refugio tierra adentro, aullaban los perros, se les erizaban los lomos a los gatos, y las loras del bosque discutían acaloradamente sobre la mejor forma de evitar el desastre.

El Gobernador Fray Nicolás de Ovando, que observaba desde el balcón del Alcázar la partida de la orgullosa flota que los reyes le habían confiado, comenzaba a sentir de igual modo una insufrible opresión en el pecho, sospechando que tal vez las previsiones del odiado Virrey estuvieran a punto de cumplirse, y es que ni siquiera a un hombre tan genuinamente mesetario y ortodoxo podía pasarle desapercibido el hecho de que la caprichosa Naturaleza de aquel mundo diferente estaba a punto de sufrir una radical transformación, por lo que a punto estuvo de ordenar que las naves regresasen para buscar refugio río arriba.

Su indecisión de aquel momento marcaría su vida para siempre.

Admitir ante Colón, Terreros, y De la Cosa, que se había equivocado, pesó sin embargo en su ánimo mucho más que las posibles consecuencias de su empecinamiento, y pese a que desde la orilla varios rostros ansiosos le observaban a la espera de una simple señal que tan poco esfuerzo le habría costado, consideró —con ese vicio tan español y tan nefasto— que un hombre de carácter jamás debe rebajarse a aceptar que se equivoca, permitiendo que la última de las hermosas carabelas levara anclas y se hiciera a la mar.

El pueblo en pleno asistía, ahora en silencio, a la partida.

Ningún pañuelo se agitaba y los saludos, los gritos e incluso los abucheos al ex Gobernador habían dado paso a un silencio agobiante, pues se diría que hasta el más indiferente espectador había caído ya en la cuenta de que estaba siendo testigo de una estúpida tragedia tanto más trágica cuanto más fácilmente hubiera podido ser evitada.

Cientos de hombres, mujeres y niños se arrojaban en brazos de una muerte que sin embargo avisaba su presencia con mil señas que hasta un imbécil captaría, y los pocos nativos que aún no habían corrido a buscar refugio a las cuevas del centro de la isla, asistían estupefactos al suicidio de unos locos que osaban desafiar «Al Espíritu del Mal» pese a que éste hubiera lanzado ya sus amenazadores rugidos de advertencia.

En popa de la
Capitana
, Don Francisco de Bobadilla observaba con mirada perdida cómo aquella ciudad que había sido suya iba quedando atrás, mientras bajo sus pies la cubierta comenzaba a temblar como un ser vivo que presintiera la catástrofe, y las jarcias chillaban como chillaba el mundo, negándose a aceptar que la voluntad de un inconsciente las estuviera condenando a una segura destrucción tan estúpidamente.

¿Cómo es que nadie se rebeló contra una suprema autoridad incompetente?

¿Cómo es que ninguno de los veintiocho capitanes, indiscutibles dueños de sus naves, fue capaz de anteponer la vida de su tripulación a los designios de un gobernador de tierra adentro cuyo poder terminaba justamente en la playa?

Hubiera bastado con que uno de ellos, ¡uno solo!, recordase que no existe mejor marino que quien rehuye la batalla con un enemigo que será siempre infinitamente superior, para que el resto hubiera seguido su ejemplo, pero el maldito orgullo, el miedo, o la simple negativa a que se le señalase como el primero en demostrar cordura, les obligó a contenerse a la hora de dar la difícil orden.

Grandes olas comenzaban a precipitarse sobre la playa lamiendo incluso el tronco de las altas palmeras que agitaban sus copas como si se hubieran lanzado a una danza macabra, y las rojizas nubes, ahora casi moradas, llegaban desde el Sur empeñadas en una loca carrera en la que podría creerse que igualmente pugnaban por escapar del diabólico monstruo que se estaba formando a sus espaldas.

Constituían sin embargo los primeros heraldos de la muerte, ya que convertían el luminoso mediodía en tétrico crepúsculo, barriendo la superficie del mar con una cortina de una agua densa y caliente que avanzaba una milla ante ellas de tan violenta como era la fuerza con que la empujaba el viento.

Incluso las gentes de tierra adentro cayeron pronto en la cuenta de que no era momento de continuar lamentándose por el triste destino de quienes se habían hecho a la mar, sino de empezar a preocuparse por su propio destino, amenazado como estaba por un desconocido fenómeno atmosférico de incalculables proporciones.

Las naves volaban hacia el Este mientras los dominicanos corrían a esconderse en unas casas donde los pesados techos se alzaban ya como impalpables plumones de paloma.

Una mujeruca de anchas faldas lanzó un grito de espanto al ser arrastrada por el viento, y el entarimado de un edificio en construcción voló calle abajo lanzando astillas.

Llegaba el huracán; el primero de los muchos que habría de sufrir a lo largo de su historia aquella ciudad fundada en plena ruta de los temibles ciclones tropicales, y llegaba anunciando que no era tan sólo la vida de las gentes que se habían hecho a la mar las que pensaba cobrarse, pues su sed de sangre iba mucho más lejos; tan lejos, que ni aun en el último de los rincones podían los dominicanos sentirse a salvo.

El capitán de la
Santa Marta
comprendió al fin que había puesto proa al desastre y fue el primero en dar la orden de regreso.

Los hombres treparon a las velas y el timonel viró en redondo, pero el viento quebró los gruesos mástiles como si se tratara de resecos mondadientes, y desarbolada y sin gobierno la nave hizo un extraño y mostró su quilla al aire para precipitarse al fondo del Caribe sin ofrecer apenas resistencia.

Cuarenta y siete tripulantes y catorce pasajeros dejaron de existir ante la atónita mirada de los últimos testigos de la playa.

Fray Nicolás de Ovando corrió a encerrarse en su recámara.

A la
Santa Marta
siguió muy pronto una pesada carraca dé torpes movimientos, con lo que cincuenta y seis vidas más engrosaron una lista que no había hecho más que iniciarse.

Los primeros bohíos indígenas y media docena de chozas de barro se hundieron con estrépito.

El pánico se apoderó del mundo.

El viento consiguió arrancar de raíz una vieja ceiba que corrió por la Plaza de Armas como un matojo por el desierto.

La torre norte de la temida «Fortaleza» desapareció como tragada por un invisible dragón y el cuerpo del centinela fue a parar a media legua de distancia.

Una gigantesca ola partió en dos al
Indomable
, y la siguiente fue la tumba de cincuenta y tres marineros. Las pesadas campanas de la iglesia tocaban solas el más espeluznante de los conciertos de difunto.

El morado de las nubes se hizo negro.

Apretujados en el sótano del Alcázar, hombres, mujeres y niños no tenían fuerzas más que para llorar y taparse los oídos para no seguir escuchando tanto estruendo de muerte.

El mar le iba ganando metros a la tierra y su espuma bañaba las copas de la primera fila de palmeras.

Dos navíos sin gobierno se abordaron con violencia para hundirse fundidos en un postrer abrazo.

El
San Patricio
vio cómo una ola de quince metros lo alzaba en volandas durante más de cuatro leguas para acabar depositándolo, despanzurrado, sobre un cañaveral de tierra adentro. Sobrevivieron trece hombres.

El
Buensuceso
no tuvo tanta suerte.

El ex Gobernador Don Francisco de Bobadilla, abrigó la certeza de que su vida, su honor y sus riquezas, seguirían muy pronto idéntico destino, preguntándose una vez más de qué le había servido cometer tantas y tan absurdas iniquidades.

La mayoría de los pasajeros rezaba.

Algunos maldecían.

Fray Nicolás de Ovando se esforzaba inútilmente por convencerse de que no le cabía aceptar culpa alguna en un desastre del todo punto imprevisible, y nadie podría nunca responsabilizarse por el hecho de que más de ciento cincuenta mil castellanos de oro, tantos barcos, y tantas vidas se hubieran perdido irremisiblemente.

En aquellos momentos llegó a la conclusión de que para gobernar no bastaba con ser honrado, justo y decidido. Se hacía necesario aliarse con Dios, y resultaba evidente que Dios se había puesto en contra suya.

La Guquía
, a la que un sensato capitán había dejado en las expertas manos de «Maese» Juan de la Cosa, avistaba las costas de Isla Saona cuando «El Espíritu del Mal» hacía gala ya de toda su potencia.

El resto de las naves no eran más que juguetes de un monstruo apocalíptico con las velas en jirones, los timones inútiles y sus tripulantes resignados a la muerte.

Nadie pensaba ya más que en sí mismo.

La lluvia, transformada en una cortina espesa y cálida, impedía la visión a más de cincuenta metros, y anegaba las cubiertas precipitándose en cascada al fondo de las bodegas de los navíos que aún conseguían mantenerse a flote.

Los arroyos se convertían en ríos y los ríos en mares que descendían arrasándolo todo.

Las olas lanzaban cuerpos humanos a tierra y las turbulentas aguas de tierra adentro cadáveres al mar. En la desembocadura del Ozama el agua dulce que bajaba en cascadas y las enormes olas que llegaban furiosas libraban una cruel batalla sin vencedores ni vencidos.

Era el caos.

La
Capitana
naufragaba lentamente, como si el destino quisiera regodearse en permitir que Don Francisco de Bobadilla sufriese una larga agonía viendo cómo los cofres con sus ingentes tesoros iban desapareciendo uno tras otro bajo las aguas.

Francisco Roldán se ató a un grueso madero para lanzarse al mar con la vana esperanza de que le empujara hacia la playa.

Encadenado en su calabozo, Guarionex agradeció una muerte que le igualaba a sus enemigos librándole de tanta humillación como sufría. Seguía el mismo destino que aquel otro mítico cacique: el feroz Canoabó, que también naufragara años atrás rumbo al exilio.

Cienfuegos
y Bonifacio Cabrera se acurrucaban en el fondo de una mina abandonada conscientes de que nada podían hacer contra las furias de la Naturaleza desatada.

Juan de la Cosa consiguió colocar su carabela a sotavento de Isla Saona.

El resto de las naves se perdieron, y con ellas novecientas veinticuatro vidas y el mayor tesoro que se había extraído hasta el momento del Nuevo Continente.

De la orgullosa «ciudad» de Santo Domingo quedaba ya en pie muy poca cosa.

Luego llegó la calma del ojo del huracán, y en ese intervalo los tiburones dieron buena cuenta de los escasos náufragos que, como Francisco Roldán, pugnaban por alcanzar la costa.

La engañosa calma hizo que muchos se decidieran a abandonar sus escondites para contemplar, horrorizados, lo que quedaba de lo que habían sido sus hogares.

Fray Nicolás de Ovando hizo su aparición en el balcón sólo un instante, para volver a ocultarse en su recámara.

Fray Bernardino de Sigüenza corrió a impartir la extremaunción a los moribundos.

Poco después aulló de nuevo el viento que continuó arrasando la isla hasta bien entrada la noche.

C
ienfuegos
comprendió de inmediato que el ciclón había cruzado directamente sobre Santo Domingo alejándose hacia el Norte, por lo que toda la parte oeste de la isla, en especial Xaraguá, había quedado a salvo del desastre y, tanto Ingrid como los niños no tenían por qué haber corrido peligro alguno.

Como también el
Milagro
se había alejado una semana atrás rumbo al Noroeste, dedicó los días que siguieron a la ardua labor de ayudar a una población que aún temblaba al recordar el cataclismo que se les había venido encima, y que no parecía tener siquiera las fuerzas necesarias como para enterrar a sus muertos y curar a sus heridos.

Algunos desaprensivos se dedicaban a saquear lo poco que quedaba en pie, mientras otros preferían recorrer las playas con la esperanza de recuperar una mínima parte de los tesoros que iban a bordo de los barcos, pero cuanto encontraron fueron cuerpos mutilados y restos de naufragio sin valor, pese a que resultaba evidente que allí, a menos de dos millas de distancia, descansaban las fortunas del malogrado Bobadilla y sus secuaces.

Existía la duda sobre si alguna de las naves había logrado mantenerse a flote, pero como no sería sino hasta cuatro meses más tarde cuando se confirmase que la carabela de Juan de la Cosa y Rodrigo de Bastidas había conseguido arribar al puerto de Cádiz, el gomero no pudo evitar dedicar en aquellos momentos un dolido recuerdo a unos hombres que tanto le habían enseñado y tan sincera amistad le demostraran siempre.

Bonifacio Cabrera era no obstante mucho más optimista sobre el futuro de
La Guquía
, ya que parecía íntimamente convencido de que ni tan siquiera aquel terrorífico huracán había conseguido acabar con el bravo piloto de Santoña.

Por su parte, Fray Nicolás de Ovando, tan errado en su juicio anteriormente, mostró de inmediato una encomiable capacidad de reacción al promulgar un bando por el que se concedía una amnistía total a cuantos no fueran culpables de saqueo, y otro por el que se ordenaba que la nueva ciudad se trasladara a la orilla opuesta del río buscando un mayor abrigo ante la eventualidad de sucesivos huracanes.

Abrió de par en par las despensas y las arcas reales, poniendo todos sus hombres y sus medios al servicio de la comunidad, y dando tal ejemplo de abnegación y capacidad de sacrificio, que consiguió hacer olvidar en parte que era el mismo hombre al que todos culpaban del desastre de la flota.

Una semana más tarde las naves del Almirante Colón cruzaron a lo lejos para perderse de vista hacia el Oeste, y como ya el mar estaba en calma, brillaba un sol radiante y las empujaba una suave brisa, nadie alcanzó a sospechar que corrían a enfrentarse a uno de los más increíbles temporales de que se tiene memoria; una interminable tormenta que los mantendría siete meses vagando sin rumbo ni descanso para concluir por arrojarlos a las costas de la vecina isla de Jamaica.

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