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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Bruja blanca, magia negra (84 page)

Era fácil imaginar lo que había sucedido. Sintiéndose morir por culpa de la sangre de no muerto que Kisten le había inoculado, Art llamó a su pupilo. La muerte de Denon se produjo, premeditadamente o no, mientras Art intentaba ganar la fuerza suficiente para combatir la sangre de Kisten. No me extrañaba que Ivy quisiera encontrar la manera de huir de aquello. Era espeluznante.

Edden apartó la linterna del camastro. Sus ojos mostraban una clara expresión de cansancio cuando la apagó dejando que fuera el farol de Mia la única luz que iluminara el lugar. Se quedó mirando la profunda desdicha de Ivy y se subió el cinturón para intentar recobrar su habitual compostura.

—Dejaremos abierto para que se ventile y después cogeremos un zapato para comparar las huellas. Y ahora vámonos. Aquí ya hemos terminado.

Ivy tenía la espalda apoyada en el muro, mirando la oscura puerta.

—De no ser por mí, jamás habría tocado a Kisten.

—No —aseguré con firmeza—. Kisten dijo que no fue culpa tuya. Lo dijo, Ivy. Y me pidió que te lo transmitiera. —En ese momento dejé el farolillo en el suelo y crucé el túnel, con mi sombra sobre Ivy—. Lo dijo —insistí apoyándole la mano en el hombro y descubriendo que estaba helada. Tenía los ojos negros, pero no me miraban a mí, sino que estaban fijos en el oscuro agujero frente a nosotras—. Ivy, si decides cargar con esto sobre tu conciencia, será una de las cosas más estúpidas que te habré visto hacer.

Aquella última frase le llegó, y desvió la mirada para dirigirla hacia mí.

—Él no te consideraba culpable —dije presionándole suavemente el brazo—. Si lo hubiera hecho, no hubiera sacrificado su vida para matar a ese cabrón en nuestro nombre. Me amaba, Ivy, pero tomó la decisión pensando en ti. ¡Lo hizo porque te quería!

En la expresión de Ivy se abrió una grieta y su rostro se contrajo por el dolor.

—¡Yo también lo quería! —gritó, haciendo retumbar su voz—. ¡Lo quería mucho, y no hay nada que pueda hacer para demostrarlo! ¡Art está muerto! —se lamentó, haciendo grandes aspavientos—. ¡Piscary está muerto! ¡Y yo no puedo hacer nada para demostrar que amaba a Kisten! ¡No es justo, Rachel! ¡Necesito hacerle daño a alguien pero no ha quedado nadie!

Edden se agitó incómodo. Yo tenía la garganta bloqueada. Quería abrazarla y decirle que todo se iba a arreglar, pero no era cierto. No había nadie con quien tomar represalias, nadie a quien señalar y decirle: «Sé lo que hiciste y te vas a cagar por ello». Que Piscary estuviera muerto y que Art se hubiera convertido en un cadáver retorcido no bastaba. Ni muchísimo menos.

—Señoritas… —dijo Edden de pronto, señalando el túnel con su linterna—. Mandaré a un equipo de la científica a examinar el lugar esta misma noche. En cuanto estemos seguros de sus identidades, os lo haré saber.

A continuación echó a andar con intención de marcharse, pero se detuvo para comprobar que lo seguíamos.

Exhausta, Ivy se apartó de la pared.

—Piscary utilizó a Kisten como regalo para compensar a Art porque yo lo había encarcelado. Era una cuestión política. ¡Dios! ¡Cuánto odio mi vida!

Me quedé mirando el oscuro agujero en la pared, sintiendo que me subía la tensión. Tenía razón. Kisten había muerto para mantener un equilibrio de poderes. Su lúcida alma estaba empezando a ser consciente de que su propia fuerza había sido extinguida de un soplo para alimentar un ego y derrotar a Ivy. Habría entendido que lo hubieran hecho por venganza, pero aquello…

Despidiéndose de Kisten con un susurro, Ivy bajó la cabeza y pasó por delante de mí. Yo permanecí inmóvil frente al sombrío vano, y la mano de Edden recayó sobre mi hombro.

—Necesitas entrar en calor.

Al sentir el tacto de sus dedos di un respingo. Entrar en calor. Buena idea. No estaba lista para marcharme. El alma de Kisten descansaba en paz porque había luchado y había ganado. Pero ¿y nosotras? ¿Qué pasaba con las que habíamos sobrevivido? ¿No teníamos derecho a resarcirnos?

El corazón empezó a latirme con fuerza y apreté la mandíbula.

—No pienso vivir con este dolor.

Ivy se detuvo en seco y Edden me miró de reojo con recelo.

Temblando, señalé con el dedo la oscura guarida.

—No permitiré que la SI lo oculte todo, los entierre con hermosas lápidas y dignas inscripciones y diga que Kisten fue asesinado para favorecer la agenda política de alguien.

Ivy sacudió la cabeza.

—Eso da lo mismo.

Pero a mí no me daba lo mismo. La habitación estaba a oscuras y ocultaba así la depravación de lo que sucedía cuando la vida transcurría temiendo la muerte, cuando se dedicaba toda la existencia a satisfacer los egoístas deseos del ego, cuando se reemplazaba el alma por el irreflexivo instinto de supervivencia. Se echaban a perder vidas auténticas y sinceras en aras de estas horribles caricaturas de poder. El alma de Kisten se había perdido apenas había descubierto la fuerza que se escondía en su interior, mientras seguía apretando el nudo en su intento de encontrar la paz. La oscuridad no taparía aquello. Quería iluminar aquella habitación. Iluminarla con la cruda verdad para que nunca encontraran protección al abrigo de la tierra.

—¿Rachel? —me llamó Ivy y, temblando, intercepté una línea. Esta me tocó, rasgando mi delgada aura como una llama. Entonces caí de rodillas, pero, apretando los dientes, me puse en pie, dejando que el dolor me atravesara, aceptándolo.

—¡
Celero inanio
! —grité, encauzando la energía a través de un gesto de magia negra. Había visto a Al hacerlo. No podía ser tan difícil.

La línea me atravesó con fuerza, atraída por el hechizo, y un dolor insoportable se apoderó de mí, provocándome fuertes convulsiones, pero me negué a soltarla mientras el hechizo estuviera funcionando.

—¡Rachel! —gritó Ivy.

Me vi impulsada hacia atrás por la explosión blanca que se produjo en medio de la habitación. Mi pelo salió disparado hacia atrás y después hacia delante cuando el aire de la estancia se consumió y entró uno nuevo para ocupar su lugar. Como si hubiera sido el mismísimo cielo, la gloria del fuego formó una llamarada blanca, con un minúsculo punto negro en el centro de mi ira.

Entonces caí de rodillas, con los ojos fijos en la entrada e ignorando la dura piedra que me quemaba la piel de las articulaciones. Y entonces Ivy me cogió. Sus brazos me sirvieron de almohada y solté un grito ahogado, no por su helada ternura, sino por la repentina desaparición del dolor que provenía de la línea. Me había vuelto a coger y su aura me protegía, filtrando la peor parte.

—¡Estúpida bruja! —me reprochó con amargura, mientras me sujetaba—. ¿Qué demonios estás haciendo?

Me quedé mirándola, mientras la línea me atravesaba, limpia y fría.

—¿Estás segura de que no sientes nada? —le pregunté, sin poder dar crédito a que su aura me estuviera protegiendo de aquello.

—Solo el corazón partido. Déjalo, Rachel.

—Todavía no —respondí, y con sus brazos rodeándome, apunté con el dedo hacia aquel antro de mala muerte—. ¡
Celero inanio
! —repetí.

—¡Para! —gritó Ivy, y solté un aullido cuando sus manos me desasieron y el dolor me dobló por la mitad. Tomé aire, quemándome los pulmones. Pero no podía dejarlo. Todavía no había terminado.

El catre empezó a arder, con una brillante llamarada de color naranja justo encima que le hacía parecer un cuerpo retorciéndose de dolor. La sangre del suelo se transformó en una vaharada negra que empezó a girar sobre sí misma conforme absorbía más aire para sustituir el que se estaba quemando. Las manos de Ivy me agarraron por detrás, y respiré aliviada cuando el dolor disminuyó de nuevo y volvió a hacerse soportable.

—Por favor, no me sueltes —le supliqué con los ojos llenos de lágrimas de dolor, tanto físico como psíquico, y sentí que asentía con la cabeza.

—¡
Celero inanio
! —grité de nuevo, y mis lágrimas empezaron a evaporarse al caer, formando brillantes chispas de sal, y aun así, la rabia siguió ardiendo en mí, latiendo al mismo ritmo que mi corazón. La línea luminosa fluía a raudales a modo de venganza, ardiendo e intentando arrastrarme con ella como un torrente sin capacidad para discernir. Podía oler mi pelo, que empezaba a arder y tenía la sensación de que los arañazos de mis mejillas echaban fuego.

—¡Para, Rachel! —gritó Ivy, pero yo veía la chispa de los ojos de Kisten en las llamas, sonriéndome, y no podía parar.

Inesperadamente, una sombra se interpuso entre el ensordecedor infierno y yo, haciendo que el calor me golpeara cuando pasó por delante de mí como una exhalación. Escuché a Edden maldiciendo y después el ruido de la puerta de piedra al moverse. Una astilla de sombra fría me tocó la rodilla, ascendió por mi pierna y me besó el borde de la mejilla. Me incliné hacia ella cuando la franja de venganza blanca se estrechó y, tras perder el equilibrio, me desplomé. Aun así no solté la línea. Era la única cosa limpia a la que podía recurrir.

Ivy me sacudió ligeramente para que le prestara atención. Sus ojos estaban negros por el miedo, y yo la amé.

—Suelta la línea —me suplicó mientras sus lágrimas ardían al entrar en contacto con mi piel—. Rachel, suelta la línea, por favor.

Parpadeé. ¿
Suelta la línea
?

El túnel se sumió en la más absoluta oscuridad cuando Edden consiguió, por fin, cerrar la puerta, y una ráfaga de aire frío me quemó la piel. Mis ojos lentamente reconocieron el perfil de su rostro mientras me abrazaba. La silueta de Edden se volvió más definida mientras un brillo rojo se aclaraba, mostrando el lugar en el que la pared era más delgada: la puerta. Mi fuego todavía ardía con furia al otro lado, y el resplandor del calor iluminaba el túnel con un tenue fulgor.

La figura de Edden se quedó mirando hacia la luz, con los brazos en jarras.

—¡Santa madre de Dios! —exclamó en un susurro. A continuación retiró la mano después de tocar las líneas que el hechizo había grabado en la puerta. Podía ver el luminoso anillo del círculo de hierro hechizado engastado en la superficie. Irradiando de él, había unos hilos negros formando un pentáculo en espiral con símbolos arcanos. Justo en medio se encontraba la huella de mi mano, amoldándose al hechizo, haciéndolo completamente mío. Nadie volvería a abrir aquella puerta nunca más.

—¡Se ha ido! ¡Déjalo! —gritó Ivy, y en esta ocasión obedecí.

Apenas la energía se bloqueó, solté un grito ahogado, dando un respingo cuando el frío entró en tropel reemplazando el calor. Entonces me hice un ovillo y susurré, antes de que el desequilibrio pudiera golpearme:

—Lo tomo. Lo tomo. Lo tomo.

Las lágrimas se abrieron paso a través de mis párpados cerrados y sentí que la horrible oscuridad trepaba por encima de mí como una fría sábana de seda. Se había tratado de una maldición negra, pero la había usado sin pensar. Aun así, las lágrimas no brotaban por mí, sino por Kisten.

No se oía ningún ruido, a excepción de mi respiración jadeante. Me dolía el pecho como si estuviera ardiendo. No había nada que fluyera de mi interior. Era como un cascarón chamuscado. No se oía nada, como si también los sonidos hubieran quedado reducidos a un montón de cenizas.

—¿Puedes ponerte de pie?

Era Ivy, y yo la miré parpadeando, incapaz de contestar. Edden se inclinó sobre nosotras, y cuando sus brazos se deslizaron entre nosotras y me alzaron como si fuera una niña, solté un aullido de dolor.

—¡Mierda, Rachel! —me reprochó mientras yo me esforzaba por no vomitar—. Parece que te hayas tirado varios días tostándote al sol.

—Ha merecido la pena —susurré. Tenía los labios cortados, y al tocarme los párpados, sentí que estaban achicharrados. La pared seguía brillando cuando Edden se puso en marcha. Una tela de araña negra se iba grabando a través de la puerta, haciendo que la roca adquiriera un color plateado conforme se enfriaba. Era la maldición que yo había pronunciado, iluminándose lentamente sus estrías al disminuir la temperatura. La puerta se fundió y mi marca haría desistir a quienquiera que considerara la posibilidad de forzarla. Y no es que pensara que pudiera quedar nadie al otro lado…

Con mucho dolor, contuve la respiración cuando Edden estuvo a punto de tropezarse y me raspé mi delicada piel. Ivy me tocó el brazo como si necesitara asegurarse de que me encontraba bien.

—¿Eso era una línea luminosa? —preguntó, dubitativa—. Has hecho eso canalizando la energía de una línea, ¿verdad?

Me dolía el pecho, y confié en que no me hubiera dañado los pulmones.

—Sí —respondí quedamente—. Gracias por amortiguar el impacto.

—¿Siempre has tenido esa capacidad? —inquirió entonces, casi en un susurro.

Estuve a punto de asentir con la cabeza, pero lo pensé mejor cuando sentí que la piel me tiraba.

—Sí.

El recuerdo del símbolo de magia negra grabado en la puerta se materializó en mi mente. De manera que se trataba de una maldición. Bueno, ¿y qué? Es posible que fuera una bruja negra, pero honesta, en cualquier caso.

Lentamente, Edden me llevó de vuelta a la superficie, en silencio excepto por el ruido de su respiración. Todos los que sabían que Kisten había muerto para favorecer una agenda política estaban muertos o en aquel pasillo. Mi amor sería recordado por sacrificar su vida para salvar la mía y la de Ivy. Esa era la razón de su muerte, no el capricho de nadie. Así era Kisten. O lo había sido.

Y nadie, nunca, podría decir lo contrario.

34.

A pesar de que por aquel entonces mi madre se encontraba ya a cientos de kilómetros de allí, mi habitación todavía olía a su perfume de lavanda, que emanaba de las cajas apiladas y cubiertas de polvo que Robbie había dejado junto a mi cama. Había sido todo un detalle por su parte traerlas hasta allí mientas mamá me enseñaba el folleto del apartamento que la esperaba en Portland.

Me arrodillé, agarré la primera caja y, tras leer mi caligrafía adolescente, la dejé a un lado para llevársela más tarde a los niños del hospital. La furgoneta de la mudanza había acudido a casa de mi madre el día anterior, y estaba harta de bolitas de porexpan y plástico de burbujas, deprimida como me encontraba por todas las veces que había tenido que decir adiós. Mamá y Robbie habían terminado de traerme mis cosas a primera hora de la tarde, despertándome y llevándome a un bar de mala muerte a tomar un desayuno de despedida ya que, según Robbie, su cocina debía de encontrarse ya a la altura de Kansas. Supuse que la razón por la que nos habían atendido tan mal era mi exclusión, pero no era fácil saberlo a menos que la camarera te escribiera «bruja negra» en la parte inferior de la servilleta. De todos modos, no importaba. Tampoco teníamos prisa, aunque había que reconocer que el café parecía agua de fregona.

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