Cada hombre es una raza (2 page)

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Authors: Mia Couto

Tags: #Cuentos y Relatos

Mientras se desabrochaba los zapatos, mi tío le explicó la gran concurrencia, multitudes pisando los arriates, todos despidiendo al enfermero, pobre, también él se murió.

—Pero ¿realmente se mató?

—Sí, el tipo se colgó. Cuando lo encontraron ya estaba tieso, parecía planchadito en la cuerda.

—Pero ¿por qué razón se mató?

—No lo sé. Dicen que fue por causa de mujeres.

Se callaron los dos, sorbiendo los vasos. Lo que más les dolía no era el hecho sino la causa.

—¿Morir así? Más vale fallecer

Mi viejo recibió los zapatos y los inspeccionó con desconfianza:

—¿Esta tierra viene de allá?

—¿A qué allá te refieres?

—Pregunto si viene del cementerio.

—Tal vez sí.

—Entonces vete a limpiarlos, no quiero polvo de los muertos aquí.

Mi tío bajo las escaleras y se sentó en el último escalón, a cepillar las suelas. Mientras tanto, contaba. La ceremonia transcurría, el cura recitaba las oraciones, confortando las almas. De repente, ¿qué sucede? Aparece Rosa Caramela, vestida de riguroso luto.

—¿Rosa ya salió de la prisión? —preguntó, atónito, mi padre.

Sí, ya había salido. En una inspección que hicieron en la cárcel, le dieron amnistía. Ella estaba loca, ése era su único crimen. Mi padre insistía sorprendido:

—Pero ¿ella, en el cementerio?

El tío prosiguió su relato. Rosa, por debajo de sus espaldas, iba toda de negro. Como un cuervo, Juca. Fue entrando, con andares de enterradora, espiando las fosas. Parecía que quería escoger un hoyo para ella. En el cementerio, tú sabes, Juca, allí nadie se demora visitando tumbas. Pasamos deprisa. Solamente esa jorobada, la tipa...

—Cuéntame lo demás —cortó mi padre.

Prosiguió la narración: Rosa allí, en medio de todos, empezó a cantar. Con educado asombro, los presentes se fijaron en ella. El cura continuaba con la oración pero ya nadie lo oía. Fue entonces cuando la jorobada comenzó a desvestirse.

—Mentira, hermano.

Te lo juró por Cristo, Juca, que me caigan dos mil cuchillos encima. Se desvistió. Se fue quitando las prendas, más despacio que este calor que hace hoy. Nadie se reía, nadie tosía, nadie hacía nada. Ya desnuda, sin nada encima, se acercó a la tumba de Jawane. Alzó sus brazos, arrojó sus ropas a la sepultura. La multitud temió la visión, retrocedió unos pasos. Entonces Rosa rezó:

—Llévate estas ropas, Jawane, te van a haver falta. Porque tú vas a ser piedra, como los otros.

Mirando a los presentes, ella levantó la voz, parecía más grande que una criatura:

—Y ahora: ¿lo puedo querer?

Los presentes retrocedieron, solo se oía la voz del polvo.

—¿Eh? ¡Puedo querer a este muerto! Ya no pertenece al tiempo. ¿O a éste también me lo prohiben?

Mi padre dejó la silla, parecía casi ofendido.

—¿Rosa habló así?

—Palabra.

Y el tío, inmediatamente, imitaba a la jorobada con su cuerpo oblicuo: ¿y a éste, lo puedo amar? Pero mi viejo se negó a oir.

—Cállate, no quiero oir más.

Brusco, lanzó el vaso por los aires. Quería vaciar la espuma pero, por un error improcedente, se le escapó todo el vaso de la mano. Como si pidiera una disculpa, mi tío se puso a recoger los añicos caídos de espaldas por el patio.

Esa noche, no pude dormir. Salí, senté mi insomnio en el jardín de enfrente. Miré la estatua, estaba fuera de su pedestal. El colono tenía las barbas en el suelo, parecía que era él mismo quien se había bajado, al cabo de grandes cansancios. Habían arrancado el monumento pero olvidaron retirarlo, la obra requería retoques. Sentí casi pena por el barbudo, sucio por las palomas y cubierto totalmente de polvo. Me encendí, entrando en razón: ¿estoy como Rosa, poniéndoles sentimientos a los pedruscos? Entonces vi a la misma Caramela, como atraída por mis conjuros. Me quedé casi helado, inmóvil. Quería huir, pero mis piernas se negaban. Me estremecí: ¿yo me convertiría en estatua volviéndome ahora blanco de las pasiones de la jorobada? Qué horror, que la boca huya de mí para siempre. Pero no. Rosa no se paró en el jardín. Atravesó la carretera y se aproximó a las pequeñas escaleras de nuestra casa. Se agachó en los escalones, limpió en ellos el claro de luna. Sus cosas se posaron en un suspiro. Después, ella se entortugó, disponiéndose, quién sabe, a dormir. O tal vez su impulso sólo obedecía a la tristeza. Porque la oí llorar, en un murmullo de aguas oscuras. La jorobada se deshacía en lágrimas, parecía que era su turno de convertirse en estatua. Me obcequé en ese espejismo.

Fue entonces cuando mi padre, con esmerado silencio, abrió la puerta de la terraza. Lento, se aproximó a la jorobada. Por unos instantes, se quedó inclinado sobre la mujer. Después, moviendo la mano como si fuera sólo un gesto soñado, le tocó los cabellos. Al principio, Rosa ni se delineaba. Pero, después, fue saliendo de sí, con su rostro a la mitad de la luz. Se miraron los dos, adquiriendo belleza. Entonces, él le dijo susurrante:

—No llores, Rosa.

Yo casi no oía, el corazón me llegaba a los oídos. Me aproximé, siempre detrás de la oscuridad. Mi padre hablaba todavía, nunca le había oído aquella voz.

—Soy yo, Rosa. ¿No te acuerdas?

Yo estaba en medio de las buganvillas, sus nudos me arañaban. Pero no los sentía. Me punzaba más el asombro que las ramas. Las manos de mi padre se hundían en el pelo de la jorobada, esas manos parecían personas, personas que se ahogaban.

—Soy yo, Juca. Tu novio ¿no te acuerdas?

Al rato, Rosa Caramela perdió realidad. Nunca había existido tanto, ninguna estatua le había merecido tantos ojos. Con la voz aún más dulce, mi padre le dijo:

—Vamos, Rosa.

Sin querer, yo me había apartado de las buganvillas. Ellos me podían ver, pero ya no me importaba. La luna pareció atizar su brillo cuando la jorobada se levantó:

—Vamos, Rosa. Recoge tus cosas, vámonos.

Y se fueron los dos, adentrándose en la noche.

El apocalipsis privado
del tío Gueguê

—Papá, enséñame la existencia.

—No puedo. Sólo conozco un consejo.

—¿Y cuál es?

—El miedo, hijo mío.

La historia de un hombre siempre se cuenta mal. Porque cada persona no deja nunca de nacer. Nadie sigue un vida única, todos se multiplican en diversos y transmutables hombres.

Ahora, cuando desentraño mis recuerdos, aprendo mis muchos idiomas. Ni así me entiendo. Porque mientras me descubro, yo mismo me vuelvo noche, a no ser que haya cosas sólo visibles en plena ceguera.

No nací de nadie, fui yo el que me concebí. Mis padres me negaron la herencia de sus vidas. Manchado aún de sangre me dejaron en el mundo. No me quisieron ver yendo de animal a niño, moqueando baba, débil hasta en la tos.

Sólo tuve a Gueguê, mi tío. Fue él quien siguió mi crecimiento. Sólo a él se lo debo. Nadie más puede contar como fui yo. Gueguê es el solitario guardián de esa infinita caja donde voy a buscar mis tesoros, pedazos de mi infancia.

Sin embargo, él me traía poco: un mendrugo de pan, unas sobras limpias. De dónde extraía el sustento, él no lo decía. Su conversación era siempre menuda, lluvia que ni mojaba, agua arrepentida de haber caído. Utilizaba los sueños.

—Mañana, mañana.

Esa fue la instrucción que me dio: lecciones de esperanza cuando ya había empezado a desaparecer el futuro. Pues yo surgí en un tiempo de caminos cansados. Mi tío me protegía el porvenir, sugiriendo que otros colores brillaban a lo lejos.

—Nos levantamos temprano y nos vamos para allá. Mañana.

No había ni temprano ni allá. Y mañana seguía siendo el mismo día. El tío inventaba misiones. Un pobre no puede sobornar el destino. El mismo se engañaba con expectativas, con tiempos y lugares imposibles.

Un día me trajo una bota de militar. Grande, de tamaño excesivo. Miré aquel calzado soltero, tardé en meter el pie. Dudaba entre ambos, izquierdo o derecho. ¿Un zapato sin su par tiene algún pie correcto?

—¿No te gusta, verdad?

—Sí claro.

—¿Entonces?

—Es que le falta el cordón —mentí.

Gueguê se encorajinó. La paciencia de él era muy quebradiza.

—¿Tú sabes de dónde viene esa bota?

El borceguí llevaba la garantía de la historia: había recorrido los gloriosos tiempos de lucha por la independencia.

—Esas son botas veteranas.

Entonces, él me maldijo: yo era un irrespetuoso, sin subordinación a la patria. Yo habría de llorar con tropezones y pisotones. ¿O estaba a la espera de que las carreteras se ablandaran para andar de un lado al otro a gusto?

—¿No te la quieres poner, no es así?

Agarró la bota y la alejó lejos. Sucedió entonces algo extraño: lanzada al aire adquirió capacidad volátil. La cosa revoloteaba con veloces remolinos. ¿El tío Gueguê había desafiado a los espíritus de la guerra?

Esa noche, no sé si como resultado del enojo, yo tiritanteaba en la oscuridad. La fiebre me sofocaba el cuerpo, abrasándome el pecho. Soñaba con los ojos abiertos. Más que abiertos: encendidos. Soñaba con mi madre, sé que era ella, aunque nunca la llegué a ver. Pero era ella, no hay dulzura semejante. Me tomó los brazos y me llamó: hijo, mi hijo. Sentí escalofrío, aquellas palabras nunca antes se habían posado en mi alma. ¿Qué quería? Nada, sólo venía a pedirme bondad. Que no le diese la espalda al corazón. Mi comportamiento sería su recompensa. Madre, la llamé, madre, sáqueme de aquí. Pero ella no me escuchaba, parecía que mis palabras se caían antes de tocarla. Ella seguía con sus consejos, insistiendo en el valor de la bondad. Madre, tengo mucho frío, lléveme a su lado. Entonces ella me ofreció el cariño en el hueco de sus manos. En aquel instante, como por arte de encantamiento, yo dejaba de ser huérfano.

De repente, un ruido me devolvió a mi cuerpo. Era el tío Gueguê. Sus manos estaban sobre las mías, ahí abandonadas. Aquel respaldo era su tratamiento, el remedio más grande que él conocía: atraía recuerdos más remotos que mi propio nacimiento.

—Tío, ¿no estaba mi madre aquí?

—Cállate, bebe esta agua.

Aquella ilusión hizo que me diera más fiebre: me faltaba aquella presencia, sufría yo la tardanza de una nueva aparición. Mientras yo bebía, sentía que el sudor me escurría por dentro, que mi sangre se volvía agua. En ese río interior me ahogué, se extraviaron mis sentidos. Al final de todo, en la frontera de la luz, había un pero, una nada sin fin: mi madre. ¿Por qué motivo ella había surgido de mis fiebres? ¿Y qué aviso era ese contra la maldad?

A la mañana siguiente, desperté lejos de la víspera. Miré el azul alrededor. El tío Gueguê hasta tenía razón: existía un mañana. Allí estaba, con el sol estrenando color y belleza. Quise compartir el sentimiento pero Gueguê ya se había ido. Así, sólo yo me festejé. Había vencido a la enfermedad, había regresado después de visitar los infiernos. Miré el cielo, buscando a Dios. Pero mis ojos no llegaban tan lejos. Resonaban las palabras de mi madre, como si ella revelase lo divino. ¿Cómo pudo suceder esa voz? Ella era nadie, sólo podía usar silencios.

Dejé el asunto. Quien me encendió la pregunta habría de darme la respuesta. Salí por el atajo dando tropezones. ¿Adónde iba, con los pasos tan débiles? Sería mejor quedarme cuidando mis fuerzas. Pero había un motivo secreto que me empujaba hacia el camino. Sin rumbo alguno, yo acabé a la
mafurreira
,

lugar en donde había dejado la bota. Pero ésta ya no dormía allí. Un viandante me explicó: pasó por aquí un tío, junto con el camarada secretario. Tuvieron una pequeña reunión, discutieron la temática de la bota. El secretario se pronunció: esta bota es demasiado histórica, no puede tener como destino la basura. Gueguê estuvo de acuerdo, no se podía tirar tamaña herencia. Pero el camarada secretario corrigió:

—No se engañe, Gueguê: es necesario tirar esta porquería.

—¿Tirarla? Pero ¿no es muy histórica la bota?

Por eso mismo, contestó el secretario. Pero no podemos llamar la atención pública. Cuanto menos entendía, más razón le daba Gueguê.

—Claro, claro.

—¿Sabe qué es lo que haremos, Gueguê?

—¿Qué, camarada jefe?

—Vamos a ahogar esta bota en los pantanos.

Y se fueron. El viandante no supo más de los dos. Volví a casa para esperar a Gueguê. Llegó la noche y él sin regresar. Me afligí: ¿había ocurrido algo? ¿Se habrían llevado a mi tío, el que había dado sombra a mi vida? El nunca dio golpe, ¿lo habían trasladado a Nyassa, en la campaña contra los improductivos?

En la angustia de la demora, yo me daba ánimos. Al fin y al cabo, aquel hombre me era ya muy paternal. Y yo con él me sentía como un hijo, como si fuera verdad que hubiera salido de su cuerpo. Así pensaba cuando lo vi llegar. Como de costumbre, rodeó la casa. Comentaba el porqué: el escarabajo da dos vueltas antes entrar en su agujero. Cuando se aproximó a la luz, vi la sorpresa: en su brazo llevaba un brazal rojo, en el que se leía con letras negras: G.V.

—Grupo de Vigilancia, sí, Señor. Ahora también lo soy.

Mi tío, ¿vigilante? No era posible. Un vigilado, querrá decir. Porque, con justicia, él únicamente merecía desconfianza. Su sustento era digno de gran sospecha. Yo no le preguntaba nada para que no se empañase mi sentimiento de hijo. Prefería no saber. Pero ¿ahora él desempeña el servicio de vigilancia popular? Sin duda estaría sólo a prueba. Sin embargo, él lo confirmó: era uno de ellos. Con el paño rojo sobre la camisa andrajosa, mi tío daba órdenes:


Shote-kulia, shote-kulia
.

Y viendo como llenaba la vanidad su flacura, marchando a nobles tropzones, redoblé la risa. El reaccionó serio:

—Me van a dar entrenamiento, ¿sabes?

Hablaba. Aún así, me asaltaron más dudas. ¿Sería posible que se entregara la llave de la puerta al propio ladrón? ¿Cómo podía ser él un defensor de la Revolución?

—¿Y ahora —pregunté—, lo llamo camarada, tío?

Debes comprender, respondió. No se pude quedar uno pequeño toda la vida. ¿Sabes quién me escogió? Fue el secretario, él mismo. Me conoce desde pequeño, somos primos, casi familiares. Y terminó con amenazas: ahora esos tipos van a saber quién soy yo, Fabião Gueguê.

En la tarde siguiente, él partió. Fue al entrenamiento, al cuartel de los milicianos. Se quedó allí algunas semanas, volvió sin saber mayores artes. Ni disparar sabía. Sólo marchaba:
shote-kulia, shote-kulia
.

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