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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (15 page)

Un hecho cuya importancia difícilmente puede exagerarse es que en una sociedad en régimen de competencia la mayoría de las cosas pueden obtenerse por un precio; aunque a menudo sea un precio cruelmente alto el que deba pagarse. La alternativa no es, sin embargo, la libertad completa de elección, sino órdenes y prohibiciones que deben obedecerse y, en último extremo, el favor de los poderosos.

Significativo de la confusión predominante en estas cuestiones es que se haya convertido en un motivo de reproche la posibilidad de lograrse por un precio casi todo, en una sociedad competitiva. Cuando las gentes que protestan contra el hecho de estar los más altos valores de la vida ligados al «bolsillo», lo cual nos impide sacrificar nuestras necesidades inferiores para preservar los valores más altos, reclaman que se nos dé hecha la elección, plantean una exigencia bastante peculiar que escasamente testimonia un gran respeto por la dignidad del individuo. A menudo, la vida y la salud, la belleza y la virtud, el honor y la tranquilidad de espíritu sólo pueden preservarse mediante un considerable coste material, y alguien tiene que decidir la opción. Ello es tan innegable como el que no todos estamos siempre preparados para hacer el sacrificio material necesario a fin de proteger contra todo daño aquellos valores más altos. Para tomar un solo ejemplo: podríamos reducir a cero las muertes por accidentes de automóvil si estuviésemos dispuestos —de no haber otra manera— a soportar el coste de suprimir los automóviles. Y lo mismo es cierto para otros miles de casos en que constantemente arriesgamos vida y salud y todos los puros valores del espíritu, nuestros y de nuestros semejantes, para conseguir lo que a la vez designamos despectivamente como nuestro confort material. Pero no puede ser de otra manera, puesto que todos nuestros fines contienden entre sí por la posesión de los mismos medios; y sólo nos afanaríamos por estos valores absolutos si nada pudiera comprometerlos.

No es para sorprender que la gente desee verse relevada de la penosa elección que la dura realidad impone a menudo. Pero pocos desean verse descargados de la misma, si es de manera que otros decidan por ellos. Lo que la gente desea es que no haga falta elección alguna, y está demasiado inclinada a creer que la elección no es realmente necesaria, que únicamente le está impuesta por el particular sistema económico bajo el cual vivimos. Lo que en realidad la irrita es que exista un problema económico.

El anhelo de la gente de creer que realmente no hay ya un problema económico lo ve confirmado en las irresponsables manifestaciones acerca de la «plétora potencial»; la cual, si fuera cierta, significaría evidentemente la inexistencia de un problema económico que hace la elección inevitable. Pero aunque este cepo ha servido bajo diversos nombres a la propaganda socialista desde que el socialismo existe, sigue siendo una falsedad palpable como lo fue cuando se utilizó por vez primera hace más de cien años. En todo este tiempo, ninguno de los muchos que lo han empleado supo ofrecer un plan realizable para lograr el incremento de la producción necesario a fin de abolir, siquiera en la Europa occidental, lo que consideramos como pobreza, para no hablar del mundo entero. El lector puede tener por seguro que todo el que habla de la «plétora potencial» es deshonesto o no sabe lo que dice
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.

Y, sin embargo, es esta falsa esperanza, tanto como cualquier otra cosa, lo que nos lleva por el camino de la planificación.

Mientras las corrientes populares todavía sacan partido de esta falsa creencia, la pretensión de que una economía planificada permitiría un producto sustancialmente mayor que el sistema de la competencia va siendo progresivamente abandonada por la mayoría de los que estudian este problema. Incluso muchos economistas de tendencia socialista que han estudiado seriamente los problemas de la planificación central se contentan ahora con esperar que una sociedad planificada sea tan eficiente como un sistema de competencia; ya no defienden la planificación por su superior productividad, sino porque permitiría asegurar una distribución más justa y equitativa de la riqueza. Éste es, por lo demás, el único argumento en favor de la planificación en que puede insistirse seriamente. Es indiscutible que si deseamos asegurar una distribución de la riqueza que se ajuste a algún patrón previamente establecido, si deseamos decidir expresamente qué ha de poseer cada cual, tenemos que planificar el sistema económico entero. Pero queda por averiguar si el precio que habríamos de pagar por la realización del ideal de justicia de alguien no traería más opresión y descontento que el que jamás causó el tan calumniado libre juego de las fuerzas económicas.

Sufriríamos una seria desilusión si para estos temores buscásemos consuelo en considerar que la adopción de un plan central no significaría más que un retorno, tras una breve etapa de economía libre, a las ataduras y regulaciones que han gobernado la actividad económica a través de la mayoría de las edades, y que, por consiguiente, las violaciones de la libertad personal no tendrían por qué ser mayores que lo fueron antes de la edad del
laissez faire
. Es una peligrosa ilusión. Incluso durante los períodos de la historia europea en que la reglamentación de la vida económica llegó más lejos, apenas si pasó de la creación de un sistema general y semipermanente de reglas dentro del cual el individuo conservó una amplia esfera de libertad. El mecanismo de control entonces disponible sólo habría servido para imponer directivas muy generales. Y aun allí donde la intervención fue más completa, sólo alcanzó a aquellas actividades de la persona por las que ésta participaba en la división social del trabajo. En la esfera, mucho más amplia entonces, en que vivía de sus propios productos, era libre para actuar conforme a su elección.

La situación es ahora diferente por completo. Durante la era liberal, la progresiva división del trabajo ha creado una situación en la que casi todas nuestras actividades son parte de un proceso social. Se trata de una evolución sin posible retorno, porque sólo gracias a ella puede una población tan acrecentada mantenerse en unos niveles como los actuales. Por consiguiente, la sustitución de la competencia por la planificación centralizada requeriría la dirección central de una parte de nuestras vidas mucho mayor de lo que jamás se intentó antes. No podría detenerse en lo que consideramos como nuestras actividades económicas, porque ahora casi toda nuestra vida depende de las actividades económicas de otras personas
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. La pasión por la «satisfacción colectiva de nuestras necesidades», con la que nuestros socialistas tan bien han preparado el camino al totalitarismo, y que desea vernos satisfacer nuestros placeres, lo mismo que nuestras necesidades, en el tiempo preceptuado y en la forma prescrita, tiene, por supuesto, la intención de ser, en parte, un medio de educación política. Pero es también un resultado de las exigencias de la planificación, que consiste esencialmente en privarnos de toda elección, para darnos lo que mejor se ajuste al plan y lo determinado en aquel momento por el plan.

Se dice a menudo que la libertad política carece de significado sin libertad económica. Esto es muy verdad, pero en un sentido casi opuesto al que dan a la frase nuestros planificadores. La libertad económica que es el requisito previo de cualquier otra libertad no puede ser la libertad frente a toda preocupación económica, como nos prometen los socialistas, que sólo podría obtenerse relevando al individuo de la necesidad y, a la vez, de la facultad de elegir; tiene que ser la libertad de nuestra actividad económica, que, con el derecho a elegir, acarrea inevitablemente el riesgo y la responsabilidad de este derecho.

8. ¿Quién, a quién?

La más sublime oportunidad que alguna vez tuvo el mundo se malogró porque la pasión por la igualdad hizo vana la esperanza de libertad.

LORD ACTON

Es significativo que una de las objeciones más comunes contra el sistema de la competencia consiste en decir que es «ciega». No es inoportuno recordar que para los antiguos la ceguera era un atributo de su diosa de la justicia. Aunque la competencia y la justicia tengan poco más en común, es un mérito, tanto de la competencia como de la justicia, que no hacen acepción de personas. El hecho de ser imposible pronosticar quién alcanzará la fortuna o a quién azotará la desgracia, el que los premios y castigos no se repartan conforme a las opiniones de alguien acerca de los méritos o deméritos de las diferentes personas, sino que dependan de la capacidad y la suerte de éstas, tiene tanta importancia como que, al establecer las leyes, no seamos capaces de predecir qué personas en particular ganarán y quiénes perderán con su aplicación. Y no pierde rigor este hecho porque en la competencia la ocasión y la suerte sean a menudo tan importantes como la destreza y la sagacidad en la determinación del destino de las personas.

Los términos de la elección que nos está abierta no son un sistema en el que todos tendrán lo que merezcan, de acuerdo con algún patrón absoluto y universal de justicia, y otro en el que las participaciones individuales están determinadas parcialmente por accidente o buena o mala suerte, sino un sistema en el que es la voluntad de unas cuantas personas la que decide lo que cada uno recibirá, y otro en el que ello depende, por lo menos en parte, de la capacidad y actividad de los interesados y, en parte, de circunstancias imprevisibles. No pierde esto importancia porque en un sistema de libertad de empresa las oportunidades no sean iguales, dado que este sistema descansa necesariamente sobre la propiedad privada y (aunque, quizá, no con la misma necesidad) la herencia, con las diferencias que éstas crean en cuanto a oportunidades. Hay, pues, un fuerte motivo para reducir esta desigualdad de oportunidades hasta donde las diferencias congénitas lo permitan y en la medida en que sea posible hacerlo sin destruir el carácter impersonal del proceso por el cual cada uno corre su suerte, y los criterios de unas personas sobre lo justo y deseable no predominan sobre los de otras.

El hecho de ser mucho más restringidas, en una sociedad en régimen de competencia, las oportunidades abiertas al pobre que las ofrecidas al rico, no impide que en esta sociedad el pobre tenga mucha más libertad que la persona dotada de un confort material mucho mayor en una sociedad diferente. Aunque, bajo la competencia, la probabilidad de que un hombre que empieza pobre alcance una gran riqueza es mucho menor que la que tiene el hombre que ha heredado propiedad, no sólo aquél tiene alguna probabilidad, sino que el sistema de competencia es el único donde aquél sólo depende de sí mismo y no de los favores del poderoso, y donde nadie puede impedir que un hombre intente alcanzar dicho resultado. Sólo porque hemos olvidado lo que significa la falta de libertad, despreciamos a menudo el hecho patente de que, en cualquier sentido real, un mal pagado trabajador no calificado tiene mucha más libertad en Inglaterra para disponer de su vida que muchos pequeños empresarios en Alemania o un mucho mejor pagado ingeniero o gerente en Rusia. En cuanto a cambiar de quehacer o de lugar de residencia, a profesar ciertas opiniones o gastar su ocio de una particular manera, aunque a veces pueda ser alto el precio que ha de pagar por seguir las propias inclinaciones y a muchos parezca demasiado elevado, no hay impedimentos absolutos, no hay peligros para la seguridad corporal y la libertad que le aten por la fuerza bruta a la tarea y al lugar asignados por un superior.

Es cierto que el ideal de justicia de la mayor parte de los socialistas se satisfaría con abolir tan sólo las rentas privadas procedentes de la propiedad, aunque las diferencias entre las rentas ganadas por las diferentes personas siguieran como ahora
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. Lo que estas personas olvidan es que, al transferir al Estado toda la propiedad de los medios de producción, le colocan en una posición en que sus actos determinan, de hecho, todas las demás rentas. El poder dado así al Estado y la demanda de que el Estado lo utilice para «planificar» no significa sino que éste lo use con pleno conocimiento de todos estos efectos.

Creer que el poder así conferido al Estado supone simplemente transferírselo de alguien, es un error. Se trata de un poder de nueva creación, que nadie poseería en una sociedad en régimen de competencia. En tanto que la propiedad esté dividida entre muchos poseedores, ninguno de ellos, actuando independientemente, tiene poder exclusivo para determinar la renta y la posición de alguien en particular; nadie está ligado a él si no es porque él puede ofrecer mejores condiciones que ninguna otra persona.

Nuestra generación ha olvidado que el sistema de la propiedad privada es la más importante garantía de libertad, no sólo para quienes poseen propiedad, sino también, y apenas en menor grado, para quienes no la tienen. No hay quien tenga poder completo sobre nosotros, y, como individuos, podemos decidir, en lo que hace a nosotros mismos, gracias tan sólo a que el dominio de los medios de producción está dividido entre muchas personas que actúan independientemente. Si todos los medios de producción estuvieran en una sola mano, fuese nominalmente la de la «sociedad» o fuese la de un dictador, quien ejerciese este dominio tendría un poder completo sobre nosotros. Nadie pondrá seriamente en duda que un miembro de una pequeña minoría racial o religiosa sería más libre sin propiedad, si sus compañeros de comunidad disponían de ella y estaban, por tanto, en condiciones de darle empleo, que lo sería si se hubiera abolido la propiedad privada y se le hiciese propietario de una participación nominal en la propiedad común. Y el poder que un multimillonario, que puede ser mi vecino y quizá mi patrono, tiene sobre mí, ¿no es mucho menor que el que poseería el más pequeño funcionario que manejase el poder coercitivo del Estado, y a cuya discreción estaría sometida mi manera de vivir o trabajar? ¿Y quién negará que un mundo donde los ricos son poderosos es, sin embargo, mejor que aquel donde solamente puede adquirir riquezas el que ya es poderoso?

Es patético, pero a la vez alentador, ver a un viejo comunista tan prominente como Mr. Max Eastman redescubrir esta verdad:

Me parece evidente ahora [escribe en un reciente artículo] —aunque he tardado, debo decirlo, en llegar a esta conclusión— que la institución de la propiedad privada es una de las principales cosas que han dado al hombre aquella limitada cantidad de libertad e igualdad que Marx esperaba hacer infinita aboliendo esta institución. Lo extraño es que Marx fue el primero en verlo. Él fue quien nos enseñó, mirando hacia atrás, que el desarrollo del capitalismo privado, con su mercado libre, ha sido una condición previa para el desarrollo de todas nuestras libertades democráticas. Jamás se le ocurrió, mirando hacia adelante, que si fue así, estas otras libertades pudieran desaparecer con la abolición de la libertad de mercado
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