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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (30 page)

Hay un aspecto en el cambio de los valores morales provocado por el avance del colectivismo que ahora ofrece especial alimento para la meditación. Y es que las virtudes que cada vez se tienen menos en estima y que, consiguientemente, se van enrareciendo son precisamente aquellas de las que más se enorgullecía, con justicia, el pueblo británico y en las que se le reconocía, generalmente, superioridad. Las virtudes que el pueblo británico poseía en un grado superior a casi todos los demás pueblos, exceptuando tan sólo algunos de los más pequeños, como el suizo y el holandés, fueron independencia y confianza en sí mismo, iniciativa individual y responsabilidad local, eficaz predilección por la actividad voluntaria, consideración hacia el prójimo y tolerancia para lo diferente y lo extraño, respeto de la costumbre y la tradición y un sano recelo del poder y la autoridad. La energía, el carácter y los hechos británicos son, en una gran parte, el resultado del cultivo de lo espontáneo. Pero casi todas las tradiciones e instituciones en las que el genio moral británico ha encontrado su expresión más característica y que, a su vez, han moldeado el carácter nacional y el clima moral entero de Inglaterra, son aquellas que el avance del colectivismo y sus inherentes tendencias centralizadoras están destruyendo progresivamente.

La perspectiva con un trasfondo extranjero es útil, a veces, para ver con más claridad a qué circunstancias se deben las peculiares excelencias de la atmósfera moral de una nación. Y, si puede decirlo una persona que, diga lo que diga la ley, será siempre un extranjero, uno de los espectáculos más desalentadores de nuestro tiempo está en ver hasta qué punto algunas de las más preciadas cosas que Inglaterra ha dado al mundo son despreciadas ahora por Inglaterra misma. Difícilmente comprende el inglés hasta qué punto difiere de la mayoría de los demás pueblos por defender él, en mayor o menor medida, cualquiera que sea su partido, las ideas que, en su forma más pronunciada, se conocen por liberalismo. Comparados con casi todos los demás pueblos, hace sólo veinte años la mayoría de los ingleses eran liberales, por muy alejados que pudieran estar del Partido Liberal. Y aún hoy día, el inglés conservador o socialista, no menos que el liberal, que salga al extranjero, aunque puede encontrar las ideas y los escritos de Carlyle o Disraeli, de los Webbs o H. G. Wells, sobremanera populares, lo será en círculos con los que tiene poco en común, entre nazis y otros totalitarios; pero si encuentra una isla intelectual donde viva la tradición de Macaulay y Gladstone, de J. S. Mill o John Morley, hallará espíritus hermanos que «hablan la misma lengua», por mucho que él pueda diferir de los ideales que aquellos hombres concretamente defendían.

En ninguna parte se manifiesta tanto esta pérdida de fe en los valores específicos de la civilización británica y en ninguna parte ha ejercido un efecto más entorpecedor para la prosecución de nuestro gran objetivo inmediato, como en la fatua ineficacia de casi toda la propaganda británica. El primer requisito para el éxito de la propaganda dirigida a otros países es el ufano reconocimiento de los valores característicos y los rasgos distintivos por los que el país que la hace es conocido en los otros pueblos. La principal causa de la ineficacia de la propaganda británica es que quienes la dirigen parecen haber perdido su propia fe en los valores peculiares de la civilización inglesa o ignorar completamente los principales puntos en que ésta difiere de la de otras naciones. Los intelectuales de izquierdas, además, han adorado tanto tiempo a los dioses extranjeros, que parecen haberse hecho casi incapaces de ver algo bueno en las instituciones y las tradiciones característicamente inglesas. Estos socialistas no admiten, por supuesto, que los valores morales de los cuales se enorgullecen la mayoría de ellos mismos sean, en gran parte, el producto de las instituciones que tratan de destruir. Mas, por desgracia, esta actitud no se confina a los socialistas declarados. Aunque tenía que esperarse que éste no fuese el caso de los ingleses cultos, menos habladores pero más numerosos, si se juzga por las ideas que encuentran expresión en la discusión política ordinaria y la propaganda, parece haberse casi desvanecido el inglés que no sólo «habla la lengua que Shakespeare habló», sino que también «sostiene la fe y la moral que Milton sostuvo»
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Creer, por consiguiente, que la clase de propaganda producida con esta actitud puede ejercer el efecto deseado sobre nuestros enemigos, y especialmente los alemanes, es un desatino fatal. Los alemanes conocen Inglaterra, no bien, quizá, pero lo suficiente para distinguir los valores tradicionales característicos de la vida británica y lo que ha provocado la creciente separación, durante las dos o tres últimas generaciones, de las mentalidades de los dos países. Si deseamos convencerlos, no sólo de nuestra sinceridad, sino también de que podemos ofrecerles una alternativa real a la vía que han seguido, no será mediante concesiones a su sistema de ideas. No debemos desilusionarlos con una añeja reproducción de las ideas de sus padres, tomadas de ellos en préstamo; sea el socialismo de Estado, la Realpolitik, la planificación «científica» o el corporativismo. No los persuadiremos siguiéndolos hasta la mitad del camino que conduce al totalitarismo. Si los mismos ingleses abandonan el ideal supremo de la libertad y la felicidad del individuo; si implícitamente admiten que no vale la pena conservar su civilización y no se les ocurre nada mejor que seguir la senda por la que han marchado los alemanes, nada tienen que ofrecer. Para los alemanes, todo esto es simplemente un tardío reconocimiento de que los ingleses han equivocado por completo el camino y que son ellos, los alemanes, quienes marchan hacia un mundo nuevo y mejor, por espantoso que pueda ser el período de transición. Los alemanes saben que sus propios ideales actuales y lo que ellos consideran todavía como la tradición británica son criterios de vida fundamentalmente opuestos e irreconciliables. Puede convencérseles de que el camino que eligieron era equivocado; pero jamás les convencerá nadie de que los ingleses serán mejores guías para la senda alemana.

Menos que a nadie atraerá este tipo de propaganda a aquellos alemanes con cuya ayuda debemos contar en última instancia para reconstruir Europa, por ser sus valores los más próximos a los nuestros. Porque la experiencia los ha hecho más prudentes y pesimistas; han aprendido que ni las buenas intenciones ni la organización eficiente pueden mantener el honor en un sistema donde se han destruido la libertad y la responsabilidad individuales. Lo que el alemán y el italiano que han aprendido la lección necesitan ante todo es protección contra el Estado monstruo, no grandiosos proyectos de organización en una escala colosal, sino oportunidad pacífica y libre para construir una vez más su propio mundo en torno. Si podemos esperar el apoyo de algunos ciudadanos de los países enemigos, no es porque ellos crean que ser mandados por los británicos es preferible a ser mandados por los prusianos, sino porque creen que en un mundo donde los ideales británicos han triunfado serán menos mandados y se les dejará más en paz para conseguir sus propios designios.

Si hemos de alcanzar la victoria en la guerra de ideologías y atraernos los elementos honrados de los países enemigos, tenemos ante todo que recobrar la fe en los valores tradicionales que Inglaterra defendió en el pasado y el coraje moral para defender vigorosamente los ideales que nuestros enemigos atacan. No ganaremos confianza y apoyo con tímidas apologías y con seguridades de que nos estamos rápidamente reformando, ni con manifestaciones de estar buscando un compromiso entre los valores tradicionales ingleses y las nuevas ideas totalitarias. Lo que cuenta no son las últimas mejoras efectuadas en nuestras instituciones sociales, que significan poco comparadas con las básicas diferencias de los dos opuestos criterios de vida, sino nuestra resuelta fe en aquellas tradiciones que han hecho de Inglaterra un país de gentes libres y rectas, tolerantes e independientes.

15. Las perspectivas de un orden internacional

De todos los frenos a la democracia, la federación ha sido el más eficaz y el más adecuado… El sistema federal limita y restringe el poder soberano, dividiéndolo y asignando al Estado solamente ciertos derechos definidos. Es el único método para doblegar, no sólo el poder de la mayoría, sino el del pueblo entero.

LORD ACTON

En ningún otro campo ha pagado el mundo tan caro el abandono del liberalismo del siglo XIX como en aquel donde comenzó la retirada: en las relaciones internacionales. Sin embargo, sólo hemos aprendido una pequeña parte de la lección que la experiencia debió enseñarnos. Más todavía en ésta que en ninguna otra cuestión, las opiniones comunes acerca de lo deseable y practicable son quizá de las que pueden muy bien producir lo contrario de lo que prometen.

La parte de la lección del pasado reciente que va siendo lenta y gradualmente estimada es que muchos tipos de planificación económica, si se conducen independientemente a escala nacional, provocan de manera inevitable un efecto global pernicioso, incluso desde un punto de vista puramente económico, y, además, serias fricciones internacionales. No es ya menester subrayar cuán pocas esperanzas quedan de armonía internacional o paz estable si cada país es libre para emplear cualquier medida que considere adecuada a su interés inmediato, por dañosa que pueda ser para los demás. En realidad, muchas formas de planificación económica sólo son practicables si la autoridad planificadora puede eficazmente cerrar la entrada a todas las influencias extrañas; así, el resultado de esta planificación es inevitablemente la acumulación de restricciones a los movimientos de personas y bienes.

Menos obvios, pero no menos reales, son los peligros que para la paz surgen de la solidaridad económica artificialmente reforzada entre todos los habitantes de un país cualquiera, y de los nuevos bloques de intereses opuestos creados por la planificación a escala nacional. No es ni necesario ni deseable que las fronteras nacionales marquen agudas diferencias en el nivel de vida, o que los miembros de una colectividad nacional se consideren con derecho a una participación muy diferente en la tarta que la que les ha correspondido a los miembros de otras colectividades. Si los recursos de cada nación son considerados como propiedad exclusiva del conjunto de ésta: si las relaciones económicas internacionales, de ser relaciones entre individuos pasan cada vez más a ser relaciones entre naciones enteras, organizadas como cuerpos comerciales, inevitablemente darán lugar a fricciones y envidias entre los países. Una de las más fatales ilusiones es la de creer que con sustituir la lucha por los mercados o la adquisición de materias primas por negociaciones entre Estados o grupos organizados se reduciría la fricción internacional. Pero esto no haría sino sustituir por un conflicto de fuerza lo que sólo metafóricamente puede llamarse la «lucha» de competencia, y transferiría a Estados poderosos y armados, no sujetos a una ley superior, las rivalidades que entre individuos tienen que decidirse sin recurrir a la fuerza. Las transacciones económicas entre organismos nacionales, que son a la vez los jueces supremos de su propia conducta, que no se someten a una ley superior y cuyos representantes no pueden verse atados por otras consideraciones que el interés inmediato de sus respectivos países, han de terminar en conflictos de fuerza
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Si no hiciéramos de la victoria otro uso mejor que el impulso de las tendencias existentes en este campo, demasiado visibles antes de 1939, pudiéramos encontrarnos con que habíamos derrotado al nacionalsocialismo tan sólo para crear un mundo de múltiples socialismos nacionales, diferentes en el detalle, pero todos igualmente totalitarios, nacionalistas y en recurrente conflicto entre sí. Los alemanes habrían resultado, como ya lo piensan algunos
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, los perturbadores de la paz, sólo porque fueron los primeros en tomar el camino que todos los demás acabaron por seguir.

Los que, por lo menos en parte, se hacen cargo de estos peligros, llegan de ordinario como consecuencia a la necesidad de plantear la planificación económica «internacionalmente», es decir, a cargo de alguna institución supranacional. Pero aunque esto evitaría algunos de los peligros evidentes que surgen de la planificación a escala nacional, parece que quienes defienden tan ambiciosos proyectos se dan poca idea de los todavía mayores peligros y dificultades que contienen sus proposiciones. Los problemas que plantea la dirección consciente a escala nacional de los asuntos económicos adquieren inevitablemente aún mayores dimensiones cuando aquélla se intenta internacionalmente. El conflicto entre la planificación y la libertad no puede menos de hacerse más grave a medida que disminuye la semejanza de normas y valores entre los sometidos al plan unitario. Pocas dificultades debe haber para planificar la vida económica de una familia, y relativamente pocas para una pequeña comunidad. Pero cuando la escala crece, el nivel de acuerdo sobre la gradación de los fines disminuye y la necesidad de recurrir a la fuerza y la coacción aumenta. En una pequeña comunidad existirá unidad de criterio sobre la relativa importancia de las principales tareas y coincidencia en las normas de valor, en la mayoría de las cuestiones. Pero el número de éstas decrecerá más y más cuanto mayor sea la red que arrojemos, y como hay menos comunidad de criterios, aumenta la necesidad de recurrir a la fuerza y la coerción.

Se puede persuadir fácilmente ala gente de cualquier país para que haga un sacrificio a fin de ayudar a lo que considera como «su» industria siderúrgica o «su» agricultura, o para que en el país nadie caiga por debajo de un cierto nivel de vida. Cuando se trata de ayudar a personas cuyos hábitos de vida y formas de pensar nos son familiares, o de corregirla distribución de las rentas o las condiciones de trabajo de gentes que nos podemos imaginar bien y cuyos criterios sobre su situación adecuada son, en lo fundamental, semejantes a los nuestros, estamos generalmente dispuestos a hacer algún sacrificio. Pero basta parar mientes en los problemas que surgirían de la planificación económica aun en un área tan limitada como Europa occidental, para ver que faltan por completo las bases morales de una empresa semejante. ¿Quién se imagina que existan algunos ideales comunes de justicia distributiva gracias a los cuales el pescador noruego consentiría en aplazar sus proyectos de mejora económica para ayudar a sus compañeros portugueses, o el trabajador holandés en comprar más cara su bicicleta para ayudar a la industria mecánica de Coventry, o el campesino francés en pagar más impuestos para ayudar a la industrialización de Italia?

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