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Authors: Friedrich A. Hayek

Tags: #Ensayo, Filosofía, Otros

Camino de servidumbre (8 page)

La idea de una centralización completa de la dirección de la actividad económica espanta todavía a mucha gente, no sólo por la tremenda dificultad de la tarea, sino aún más por el horror que inspira el pensamiento de que todo sea dirigido desde un centro único. Si a pesar de ello nos movemos rápidamente hacia tal estado, es principalmente porque la mayoría aún cree posible encontrar una «vía intermedia» entre la competencia «atomística» y la dirección centralizada. Nada, por lo demás, parece a primera vista más plausible, o tiene más probabilidades de atraer a la gente razonable, que la idea de que nuestro objetivo no debe ser ni la descentralización extrema de la libre competencia ni la centralización completa de un plan único, sino alguna prudente mezcla de los dos métodos. Pero el simple sentido común se revela como un engañoso guía en este campo. Aunque la competencia puede soportar cierta mezcla de intervención, no puede combinarse con la planificación en cualquier grado que deseemos si ha de seguir operando como una guía eficaz de la actividad productiva. Tampoco es la «planificación» una medicina que, tomada en dosis pequeñas, pueda producir los efectos que cabe esperar de su aplicación plena. Competencia y dirección centralizada resultan instrumentos pobres e ineficientes si son incompletos; son principios alternativos para la resolución del mismo problema, y una mezcla de los dos significa que ninguno operará verdaderamente, y el resultado será peor que si se hubiese confiado sólo en uno de ambos sistemas. O, para expresarlo de otro modo, la planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia.

Es de la mayor importancia para la comprensión de este libro que el lector no olvide que toda nuestra crítica ataca solamente a la planificación contra la competencia; a la planificación encaminada a sustituir a la competencia. Ello es de la mayor importancia, dado que no podemos, dentro del alcance de este libro, entrar a discutir la indispensable planificación que la competencia requiere para hacerse todo lo efectiva y beneficiosa que puede llegar a ser. Pero como, en el uso corriente, «planificación» se ha convertido casi en sinónimo de aquella primera clase de planificación, será a veces inevitable, en gracia a la brevedad, referirse a ella simplemente como planificación, aunque esto signifique entregar a nuestros contrincantes una muy buena palabra merecedora de mejor suerte.

4. La «inevitabilidad» de la planificación

Fuimos los primeros en afirmar que conforme la civilización asume formas más complejas, más tiene que restringirse la libertad del individuo.

B. MUSSOLINI

Es un hecho revelador lo escasos que son los planificadores que se contentan con decir que la planificación centralizada es deseable. La mayor parte afirma que va no podemos elegir y que las circunstancias nos llevan, fuera de nuestra voluntad, a sustituir la competencia por la planificación. Se cultiva deliberadamente el mito de que nos vemos embarcados en la nueva dirección, no por nuestra propia voluntad, sino porque los cambios tecnológicos, a los que no podemos dar vuelta ni querríamos evitar, han eliminado espontáneamente la competencia. Rara vez se desarrolla con alguna amplitud este argumento; es una de esas afirmaciones que un escritor toma de otro hasta que, por simple iteración, llega a aceptarse como un hecho establecido. Y, sin embargo, está desprovisto de fundamento. La tendencia hacia el monopolio y la planificación no es el resultado de unos «hechos objetivos» fuera de nuestro dominio, sino el producto de opiniones alimentadas y propagadas durante medio siglo hasta que han terminado por dominar toda nuestra política.

De los diversos argumentos empleados para demostrar la inevitabilidad de la planificación, el que con más frecuencia se oye es que los cambios tecnológicos han hecho imposible la competencia en un número constantemente creciente de sectores, y que la única elección que nos queda es: o que los monopolios privados dominen la producción, o que la dirija el Estado. Esta creencia deriva principalmente de la doctrina marxista sobre la «concentración de la industria», aunque, como tantas ideas marxistas, se la encuentra ahora en muchos círculos que la han recibido de tercera o cuarta mano y no saben de dónde procede.

El hecho histórico del progresivo crecimiento del monopolio durante los últimos cincuenta años y la creciente restricción del campo en que juega la competencia no puede, evidentemente, discutirse; pero, a menudo, se exagera mucho la extensión de este fenómeno
[21]
. Lo importante es saber si este proceso es una consecuencia necesaria del progreso de la tecnología, o si se trata simplemente del resultado de la política seguida en casi todos los países. Veremos ahora que la historia efectiva de esta evolución sugiere con fuerza lo último. Pero antes debemos considerar hasta qué punto el desarrollo tecnológico moderno es de tal naturaleza que haga inevitable en muchos campos el crecimiento de los monopolios.

La causa tecnológica alegada para el crecimiento del monopolio es la superioridad de la gran empresa sobre la pequeña debido a la mayor eficiencia de los métodos modernos de producción en masa. Los métodos modernos, se asegura, han creado, en la mayoría de las industrias, condiciones por las cuales la producción de la gran empresa puede aumentarse con costes unitarios decrecientes; y el resultado es que las grandes empresas están superando y expulsando de todas partes a las pequeñas; este proceso seguirá hasta que en cada industria sólo quede una, o, a lo más, unas cuantas empresas gigantes. Este argumento destaca un efecto que a veces acompaña al progreso tecnológico, pero menosprecia otros que actúan en la dirección opuesta, y recibe poco apoyo de un estudio serio de los hechos. No podemos investigar aquí con detalle esta cuestión, y tenemos que contentarnos con aceptar los mejores testimonios disponibles. El más amplio estudio de estos hechos emprendido recientemente es el del
Temporary National Economic Committee
americano sobre la «Concentración del poder económico». El dictamen final de esta Comisión (que no puede, ciertamente, ser acusada de desmedidas preferencias liberales) concluye que la opinión según la cual la mayor eficiencia de la producción en gran escala es causa de la desaparición de la competencia, «encuentra insuficiente apoyo en todos los testimonios disponibles en la actualidad»
[22]
, y la detallada monografía que sobre este problema preparó la Comisión resume la respuesta de esta manera:

La superior eficiencia de las grandes instalaciones no ha sido demostrada; en muchos campos, no han podido ponerse de manifiesto las ventajas que se supone han destruido la competencia. Ni tampoco exigen, inevitablemente, el monopolio las economías de escala donde éstas existen… La dimensión o las dimensiones de eficiencia óptima pueden alcanzarse mucho antes de quedar sometida a tal control la mayor parte de una oferta. La conclusión de que la ventaja de la producción en gran escala tiene, inevitablemente, que conducir a la abolición de la competencia, no puede aceptarse. Téngase, además, presente que el monopolio es, con frecuencia, el producto de factores que no son el menor coste de una mayor dimensión. Se llega a él mediante confabulaciones, y lo fomenta la política oficial. Si esas colusiones se invalidan y esta política se invierte, las condiciones de la competencia pueden ser restauradas.
[23]

Una investigación de las condiciones en Gran Bretaña conduciría a resultados muy semejantes. Todo el que ha observado cómo los aspirantes a monopolistas solicitan regularmente, y obtienen muchas veces, la asistencia de los poderes del Estado para hacer efectivo su dominio, apenas dudará que no hay nada de inevitable en este proceso.

Confirma enérgicamente esta conclusión el orden histórico en que se ha manifestado en diferentes países el ocaso de la competencia y el crecimiento del monopolio. Si hubieran sido el resultado del desarrollo tecnológico o un necesario producto de la evolución del «capitalismo», podríamos esperar que apareciesen, primero, en los países de sistema económico más avanzado. De hecho, aparecieron en primer lugar durante el último tercio del siglo XIX en los que eran entonces países industriales comparativamente jóvenes: Estados Unidos y Alemania. En esta última, especialmente, que llegó a considerarse como el país modelo de la evolución necesaria del capitalismo, el crecimiento de los cárteles y sindicatos ha sido sistemáticamente muy alimentado desde 1878 por una deliberada política. No sólo el instrumento de la protección, sino incitaciones directas y, al final, la coacción, emplearon los gobiernos para favorecer la creación de monopolios, con miras a la regulación de los precios y las ventas. Fue allí donde, con la ayuda del Estado, el primer gran experimento de «planificación científica» y «organización explícita de la industria» condujo a la creación de monopolios gigantescos que se tuvieron por desarrollos inevitables cincuenta años antes de hacerse lo mismo en Gran Bretaña. Se debe, en gran parte, a la influencia de ios teóricos alemanes del socialismo, especialmente Sombart, generalizando la experiencia de su país, la extensión con que se aceptó el inevitable desembocar del sistema de competencia en el «capitalismo monopolista». Que en los Estados Unidos una política altamente proteccionista haya permitido un proceso en cierto modo semejante, pareció confirmar esta generalización. Como quiera que sea, la evolución de Alemania, más que la de Estados Unidos, llegó a ser considerada como representativa de una tendencia universal; y se convirtió en un lugar común hablar de una «Alemania donde todas las fuerzas políticas y sociales de la civilización moderna habían alcanzado su forma más avanzada»
[24]
, por citar un reciente ensayo político muy leído.

Qué poco había de inevitable en todo esto, y hasta qué punto es el resultado de una política preconcebida, se pone de manifiesto cuando consideramos la situación británica hasta 1931 y la evolución a partir de aquel año, cuando Gran Bretaña se embarcó también en una política de proteccionismo general. Si se exceptúan unas cuantas industrias, que habían logrado antes la protección, hace no más que una docena de años la industria británica era, en su conjunto, tan competitiva, quizá, como en cualquier otro tiempo de su historia. Y aunque en la década de 1920 sufrió agudamente las consecuencias de las incompatibles medidas tomadas respecto a los salarios y el dinero, los años hasta 1929 no resultan desfavorables, comparados con los de la década de 1930, si se atiende a la ocupación y a la actividad general. Sólo a partir de la transición al proteccionismo y el cambio general en la política económica británica que le acompañó, ha avanzado con una velocidad sorprendente el crecimiento de los monopolios, que ha transformado la industria británica en una medida que, sin embargo, el público apenas ha advertido. Argumentar que este proceso tiene algo que ver con el progreso tecnológico durante este período, que las necesidades tecnológicas que operaron en Alemania en las décadas de 1880y 1890 se hicieron sentir en Inglaterra en la de 1930, no es mucho menos absurdo que el pretender, como está implícito en la frase de Mussolini (citada a la cabeza de este capítulo), ¡que Italia tuvo que abolir la libertad individual antes que ningún otro pueblo europeo porque su civilización había largamente sobrepasado a la de los demás países!

En lo que a Inglaterra se refiere, la tesis según la cual el cambio en la opinión y la política no hace sino seguir a un cambio inexorable en los hechos, puede lograr cierta apariencia de verdad precisamente por haber seguido a distancia Inglaterra la evolución intelectual de los demás. Pudo así argüirse que la organización monopolística de la industria creció, a pesar del hecho de mostrarse todavía la opinión pública en favor de la competencia, pero que los acontecimientos exteriores frustraron esta inclinación. La verdadera relación entre teoría y práctica se aclara, sin embargo, en cuanto contemplamos el prototipo de esta evolución: Alemania. No puede dudarse que allí la supresión de la competencia fue cuestión de una política preconcebida, que se emprendió en servicio del ideal que ahora llamamos planificación. En el progresivo avance hacia una sociedad completamente planificada, los alemanes, y todos los pueblos que están imitando su ejemplo, no hacen más que seguir la ruta que unos pensadores del siglo XIX, en su mayoría alemanes, prepararon con tal fin.

La historia intelectual de los últimos sesenta u ochenta años es ciertamente ilustración perfecta de una verdad: que en la evolución social nada es inevitable, a no ser que resulte así por así creerlo.

Cuando se afirma que el progreso tecnológico moderno hace inevitable la planificación puede esto interpretarse de otra manera diferente. Puede significar que la complejidad de nuestra moderna civilización industrial crea nuevos problemas que no podemos intentar resolver con eficacia si no es mediante la planificación centralizada. En cierto modo esto es verdad, pero no en el amplio sentido que se pretende. Es, por ejemplo, un lugar común que muchos de los problemas creados por la ciudad moderna, como muchos otros problemas ocasionados por la apretada contigüidad en el espacio, no pueden resolverse adecuadamente por la competencia. Pero no son estos problemas, ni tampoco los de los «servicios públicos» y otros semejantes, los que ocupan la mente de quienes invocan la complejidad de la civilización moderna como un argumento en pro de la planificación centralizada. Lo que, generalmente, sugieren es que la creciente dificultad para obtener una imagen coherente del proceso económico completo hace indispensable que un organismo central coordine las cosas si la vida social no ha de disolverse en el caos.

Este argumento supone desconocer completamente cómo opera la competencia. Lejos de ser propia para condiciones relativamente sencillas tan sólo, es la gran complejidad de la división del trabajo en las condiciones modernas lo que hace de la competencia el único método que permite efectuar adecuadamente aquella coordinación. No habría dificultad para establecer una intervención o planificación eficiente si las condiciones fueran tan sencillas que una sola persona u oficina pudiera atender eficazmente a todos los hechos importantes. Sólo cuando los factores que han de tenerse en cuenta llegan a ser tan numerosos que es imposible lograr una vista sinóptica de ellos, se hace imperativa la descentralización. Pero cuando la descentralización es necesaria, surge el problema de la coordinación; una coordinación que deje en libertad a cada organismo por separado para ajustar sus actividades a los hechos que él sólo puede conocer, y, sin embargo, realice un mutuo ajuste de los respectivos planes. Como la descentralización se ha hecho necesaria porque nadie puede contrapesar conscientemente todas las consideraciones que entran en las decisiones de tantos individuos, la coordinación no puede, evidentemente, efectuarse a través de una «intervención explícita», sino tan sólo con medidas que procuren a cada agente la información necesaria para que pueda ajustar con eficacia sus decisiones a las de los demás.

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