—Tonterías —dijo Anelin—. Es sencillo. Para hacer sumamente hermoso a un grouno, tápalo.
—¿Taparlo?
—Sí. Con salsa de setas.
Y Vermillar sonrió, y después rió entre dientes, aunque no quería hacerlo, y fue un momento magnífico. Excepto que…, excepto que…, en ese mismo momento el enorme grouno cobró vida, los persiguió por el túnel y devoró a Vermillar, mientras Anelin huía lanzando gritos.
Los grounos rodeaban a Anelin, cerraban el cerco poco a poco, con sus largas y finas patas extendidas hacia él, y agitándolas diabólicamente mientras avanzaban a pesar de la antorcha.
—No —repetía sin cesar Anelin—, no, no pueden acercarse más, no pueden, los asusta la luz.
Pero los grounos, los ciegos grounos sin ojos, no prestaron atención a sus ruegos y a su antorcha. Se acercaron, se acercaron, agazapados y bamboleándose, gimiendo rítmicamente. En el último momento Anelin recordó que tenía un pellejo de salsa de setas en el cinto, que seguramente dispersaría a los aterrorizados grounos, ya que todo el mundo sabía qué opinaban ellos de la salsa de setas. Pero antes que él pudiera tomarla y arrojársela, las blandas y blancas manos lo asieron, lo levantaron y lo llevaron hacia la oscuridad.
Estaba atado a una mesa de ruedas, con gruesos grilletes en muñecas y tobillos, y había dolor, dolor, horrible dolor. Anelin levantó la cabeza, lentamente y con gran dificultad, y vio que se hallaba en la Cámara de los Maestros Cambiadores. El Carnicero, inundado por la tenue luz púrpura, estaba arrodillado junto a la mesa, mordisqueándole el tobillo. La capa que vestía se parecía extrañamente a Vermillar.
Las visiones se esfumaron. Anelin se hallaba de nuevo a oscuras. Yacía en un rugoso suelo de rocas, tierra y suciedad, y afilados fragmentos de piedra le pinchaban de forma desagradable en cien puntos. Le dolía el tobillo. Se incorporó y lo tocó, y por fin quedó satisfecho: sólo se lo había torcido, no estaba roto. Luego examinó el resto de su cuerpo. Todos sus huesos parecían intactos, y las cerillas seguían allí, gracias al Gusano. Pero su cuchillo había desaparecido, se había perdido en algún momento de la huida o de la caída.
¿Dónde se encontraba?
Se levantó, y notó que su cabeza rozaba un techo bajo. El tobillo le chilló, y Anelin cargó su peso sobre el otro pie tanto como pudo, y extendió la mano para apoyarse en la pared. Ésta era blanda y desmoronadiza, se deshizo con el contacto. Era una extraña madriguera, de tierra en vez de piedra o metal. Y desigual… Anelin tentó con vacilación, dio un par de pasos y descubrió que techo y suelo eran lastimosamente irregulares.
¿Dónde se encontraba?
Sin saber cómo, había caído allí, recordó. Había un agujero en el suelo de la inmensa cámara, él estaba huyendo del grouno y de pronto se encontró allí. Quizá los grounos lo habían localizado y trasladado a ese lugar, pero eso parecía imposible. Lo habrían matado. No, con más seguridad el agujero debía tener una inclinación en algún punto, y él había perdido el conocimiento y rodado por la pendiente. Algo así. En cualquier caso, no había agujero alguno sobre su cabeza en ese momento. Sólo un seco techo que se desmoronaba, y fragmentos de roca que rociaban su cabeza en cuanto se movía.
Un nuevo temor le sobrecogió entonces. Esa madriguera era blanda, muy blanda y muy seca. ¿Y si se derrumbaba? En ese caso él estaría realmente atrapado, sin salida, sin poder irse nunca. Pero ¿adónde ir?
Una cosa era cierta: no podía quedarse allí. El ambiente era más caluroso y opresivo que lo que le habría gustado, y no había notado conductos de aire en aquellas paredes de seca tierra. Y además, tenía hambre. ¿Cuánto tiempo llevaba allí abajo? ¿Había sido esa mañana cuando él, Riess y Vermillar partieron Túnel Inferior abajo? ¿O hacía una semana? ¿Cuándo había comido, o bebido por última vez? Anelin no estaba seguro.
Echó a caminar, renqueando y cuidando su dolorido tobillo, abriéndose paso a tientas, agachado casi siempre cuando el techo bajaba. Dos veces se golpeó la cabeza con suspendidas lanzas de roca, pese a su atento avance. Los chichones le hicieron olvidar su dolorido tobillo.
Al poco rato, el pasadizo empezó a cambiar. Las paredes, antes resecas, adquirieron suave humedad y acabaron claramente mojadas. Pero seguían siendo blancas… Anelin podía meter los puños en ellas, estrujar la fría tierra entre los dedos. Sus botas se hundían en el suelo paso a paso, y chapoteaban y hacían ruidos de succión al sacarlas. Pero el ambiente no era más saludable. Cada vez era más opresivo y denso, y Anelin empezó a considerar la idea de invertir su dirección. Creyó oler algo.
Decidió encender una cerilla.
La llama ardió sólo un minuto, pero suficiente para Anelin. Algo oscuro y feral chilló detrás de él, y Anelin se volvió a tiempo de verlo fugazmente mientras se escabullía hacia la oscuridad: una sombra sin ojos y peluda, con muchas patas. Había una telaraña colgada del techo a la pared, detrás de él; la había roto al pasar con su torpe y errante mano. La araña no estaba, tal vez la había devorado otro habitante de la madriguera. Las paredes, a ambos lados, estaban llenas de agujeros parecidos a madrigueras de lombriz de todos los tamaños. Anelin alzó un pie, y vio que su bota estaba cubierta de una decena de pequeñas babosas grisáceas, que se afanaban en perforar el duro cuero. Antes que la cerilla se apagara, Anelin consiguió arrancarlas casi todas. Los animalillos se aferraron a su carne y produjeron tenues chasquidos cuando los arrancó, y los aplastó entre el pulgar y el índice. Después se los comió. El sabor era amargo, nada parecido al sutil gusto de las gruesas lombrices que los
yaga-la-hai
servían en las mascaradas, y pensó agriamente que podían envenenarle. Pero estaba hambriento, y el jugo humedeció su reseca garganta.
La cerilla se apagó, y Anelin decidió continuar. Allí, por lo menos, había encontrado vida. Detrás de él sólo había reseca muerte. Siempre podía dar media vuelta más tarde, si el ambiente empeoraba mucho.
Y empeoró, igual que el olor, que pronto llenó la madriguera de una empalagosa dulzura y estuvo a punto de hacer vomitar a Anelin. La dulzura de la podredumbre. Por delante, había algo muerto en el túnel.
Siguió avanzando dando tumbos, ciego, con la nariz arrugada y esforzándose en no respirar por la boca. Rogó al Gusano Blanco que le permitiera pasar más allá de la criatura muerta.
Luego tropezó con ella.
En un momento dado estaba caminando sobre húmeda tierra que se aferraba a sus botas; un instante después notó que algo correoso se partía bajo su bota, y se hundió hasta el tobillo en un líquido pastoso y viscoso. El olor le acometió con renovado vigor, fresco y horriblemente intenso. Anelin vomitó las babosas que acababa de comer, y retrocedió tambaleante para sacar el pie.
En cuanto terminó de vomitar, se apoyó en el muro de la madriguera con la nariz tapada, jadeante, y con la mano libre sacó y encendió una cerilla. Después se inclinó, para comprobar qué era aquello. Su pulso no era firme; al principio apenas vio algo aparte de la llama. Se acercó.
El mismo Gusano Blanco yacía putrefacto en la madriguera.
Anelin se echó hacia atrás, horrorizado, y el fósforo se apagó. Pero encendió otro y recobró su valor. Antes de acabar, había usado diez cerillas como mínimo. Cada una sirvió para iluminar solamente una parte del alargado cadáver.
El gusano (no era el Gusano Blanco, decidió por fin Anelin, aunque ciertamente era mayor que cualquier cosa que él había encontrado) se hallaba muy avanzado en su corrupción, más allá del máximo de madurez, detalle que Anelin agradeció profundamente. Incluso el fantasma de la putrefacción era espantoso. Aunque encogido por la muerte, el cuerpo ocupaba tres cuartas partes del ancho de la madriguera, por lo que Anelin tuvo que abrazar la pared para pasar encogido. Un millar de gusanos más pequeños y otros serpenteantes animales habían celebrado un festín con el inmenso cadáver, y algunos seguían allí. Anelin los vio reptando dentro, entre la enorme piel lechosa y translúcida del gusano.
La piel formaba parte del terror. Casi toda la carne del monstruo se había descompuesto en nocivos fluidos, o había sido consumida por los carroñeros, pero la piel permanecía intacta. Era similar a grueso cuero, agrietada y débil en ese momento, pero a pesar de todo formidable. No era fácil que un enemigo la atravesara. Eso formaba parte del terror, sí.
La boca era otra parte. Anelin la vio fugazmente a la luz de la cerilla, y gastó otro fósforo para asegurarse. Tenía dientes. Anillos de dientes, cinco anillos concéntricos que iban estrechándose en una boca circular lo bastante grande para tragar la cabeza y los hombros de una persona. Los anillos internos eran de hueso, de hueso ordinario, y eso ya era horrible de por sí, pero el anillo más externo, el mayor…, tenía unos dientes negroazulados que relucían como…, como…, ¿metal?
Ésa era la segunda parte del terror.
La parte final la constituía el tamaño del gusano. Anelin lo midió, cerilla tras cerilla, paso a paso, mientras se esforzaba en pasar, en no asfixiarse. El gusano medía al menos seis metros.
Anelin no desperdició más fósforos en cuanto el cadáver quedó detrás de él. Se lanzó hacia delante con la máxima rapidez posible, anduvo a tropezones en la oscuridad hasta que el hedor fue sólo un desagradable recuerdo y pudo respirar de nuevo. En algún momento de su precipitado avance, Anelin comprendió por qué era tan extraña aquella madriguera. Era la vivienda de un gusano. Rió entre dientes como un loco. Debía ser la morada de un gusano.
Cuando la negrura volvió a ser una negrura limpia, Anelin aflojó el paso. No había otra cosa que hacer aparte de seguir caminando, al fin y al cabo.
Recordó algo extraño que el Carnicero dijo cuando parloteó de los Maestros Cambiadores. Algo sobre «enormes gusanos devoradores blancos, que se multiplican y son más terribles día tras día». Entonces el comentario no había tenido significado especial. Ahora, ahora sí. El Carnicero había hablado de los Maestros Cambiadores, de seres que se introducían en el mundo para afligir a los grounos. La criatura que yacía detrás de Anelin era realmente una aflicción. Por primera vez en su vida, Anelin sintió pena por los grounos.
La madriguera se curvaba. Anelin avanzó tanteando la pared y siguió el recodo.
Y entonces vio una luz.
Parpadeó, pero la luz no se esfumó. Era pequeña, un fulgor purpúreo tan oscuro que casi se confundía con la negrura, pero los ojos de Anelin estaban muy preparados para ver cualquier vestigio de luz. Sin apresurarse, caminó hacia allí, sin atreverse a abrigar esperanzas.
La luz no desapareció. Fue agrandándose conforme Anelin se acercaba, se hizo cada vez mayor aunque apenas más brillante. Anelin no logró ver nada junto a ella, nada aparte de la luz, tan débil era su fulgor.
Al cabo de un rato vio que la luz era redonda. El fin de la madriguera. La morada del gusano salía a alguna parte.
Cuando la abertura creció hasta tener el tamaño de un hombre y siguió allí, sólo entonces se animó Anelin y empezó a temblar. Corrió los últimos metros, hacia el brillante círculo violeta de libertad, el portal mágico que le devolvería la vista. Se agarró a las paredes de la madriguera con ambas manos para mirar hacia el otro lado, y hacia abajo.
Y se quedó totalmente inmóvil.
Por debajo había una inmensa cámara, mayor que la Cámara de los Maestros Cambiadores. La madriguera del gusano acababa a gran altura sobre el suelo, un redondo boquete en una dura pared de piedra. Anelin vio otras cien madrigueras de gusano a primera vista, y cosas que se movían en algunas, e imaginó que debía haber otro centenar. El techo, los muros, el suelo…, todo estaba cubierto de gruesos hongos, igual que en el salón del trono del Carnicero. Púrpura, púrpura, espeso como neblina y horrible; el lugar estaba bañado por el vago fulgor de la omnipresente vegetación.
Anelin apenas reparó en ello.
Había un gran tanque, además, lleno de cierto líquido, globos en el techo en los que goteaba otra sustancia, y conductos de aire donde cuerdas de hongos se bamboleaban con la cálida brisa, pero Anelin prestó escasa atención a todo eso. Estaba contemplando los gusanos.
Devoradores. Gigantes de diez metros de largo, otros más pequeños como el cadáver que había encontrado, gusanos muertos y un millón de serpenteantes crías. La cámara era un nido de gusanos devoradores, un tanque para criar y alimentar monstruos. Pero no una prisión. No para criaturas capaces de taladrar la roca a mordiscos, no para esas pesadillas de transparente carne y férreos dientes. Anelin hizo la señal del gusano. Luego comprendió lo que acababa de hacer, y rió entre dientes. Era hombre muerto.
Continuó desesperándose mientras las sombrías formas se deslizaban debajo, por la húmeda penumbra púrpura.
Pero finalmente Anelin pensó de nuevo. Ninguna de las criaturas parecía venir hacia él. Había escapado a su atención, al menos de momento, y eso avivó la minúscula hoguera de sus esperanzas. Aprovecharía los instantes que le quedaban, pocos o muchos. Aguzó los ojos mientras examinaba la cámara en forma de cuenco.
Vagamente, al otro lado, vio líneas que iban de un lado a otro de las paredes, sobresalientes bajo los hongos, para cruzar el techo y ramificarse en los globos. Tuberías, pensó Anelin, tuberías de agua. Los
yaga-la-hai
conocían las tuberías de agua. Pero el conocimiento era inservible para él.
Otras formas, que la distancia y la capa de hongos harían vagas y luminosas, permanecían inmóviles en el suelo. Los gusanos se movían sobre ellas, entre ellas. Anelin creyó ver metal, cubierto de sustancia púrpura, pero la visión se esfumó con rapidez. No importaba; de nada iba a servirle.
En la curva de la pared, a la derecha, distinguió un fulgor bajo una capa de hongos. Sus ojos lo siguieron. Había perfiles. ¿Más tuberías? No. Un dibujo. Claro. Era una theta, rodeada de madrigueras de gusano.
Anelin tocó la theta bordada en su pechera. Tal vez por eso no le habían atacado los devoradores. ¿Qué había dicho el Carnicero? Que los Maestros Cambiadores crearon los grandes gusanos y otros horrores, que los Maestros Cambiadores lucían la theta, que eran los mejores paladines de los
yaga-la-hai
, y los peores enemigos de los grounos… ¿Sería posible que los monstruos comieran solamente grounos? ¿Que le tomaran por un Maestro Cambiador, y por eso le dejaban en paz?
Anelin no podía creerlo. Era imposible que unas hebras de oro mantuvieran a raya a esos seres. Observó de nuevo la pared derecha, y apartó la idea de su mente.