Carmilla (2 page)

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Authors: Joseph Sheridan Le Fanu

Tags: #Terror

Recuerdo que, en el curso de aquel día, un venerable anciano, con sotana negra, vino a mi habitación con la niñera y el ama de llaves, y que habló un poco con ellas, y conmigo muy amablemente; tenía una cara muy dulce y afable, y me contó que iban a rezar, y me unió las manos y quiso que yo dijera, mientras ellos rezaban: «Señor, escucha todas las buenas plegarias por nosotros, en el nombre de Jesús». Creo que eran ésas las palabras precisas, ya que a menudo las repetí para mí, y mi niñera, durante años, me las hizo decir en mis rezos.

Recuerdo perfectamente el dulce rostro pensativo de aquel anciano de cabello blanco, con su sotana negra, de pie en aquella tosca habitación marrón, de techo alto, rodeado por el basto mobiliario de la moda de trescientos años atrás, y la escasa luz que entraba en aquella atmósfera sombría a través de la pequeña celosía. Se arrodilló, y las tres mujeres con él, y rezó en voz alta, con una voz vehemente y temblorosa, durante lo que me pareció un largo rato. He olvidado toda mi vida anterior a aquel acontecimiento, y algún tiempo posterior me resulta también oscuro; pero las escenas que acabo de describir permanecen vívidas como las imágenes aisladas de la fantasmagoría rodeada de tinieblas.

La invitada

Voy a contarles ahora algo tan extraño que será precisa toda su fe en mi veracidad para que crean mi historia. Sin embargo, no tan sólo es cierta, sino que es una verdad de la que yo he sido testigo ocular.

Era un hermoso atardecer de verano, y mi padre me invitó, como hacía a veces, a un pequeño paseo con él por aquel hermoso mirador del bosque que, como he dicho, había frente al
schloss
.

—El general Spielsdorf no puede venir a visitarnos tan pronto como yo esperaba —dijo mi padre, mientras paseábamos.

El general iba a hacernos una visita de algunas semanas, y esperábamos su llegada el día siguiente. Iba a traer consigo a una joven dama, sobrina y pupila suya, Mademoiselle Rheinfeldt, a la que yo jamás había visto, pero a la que había oído describir como una muchacha realmente encantadora, y con cuyo trato me prometía yo muchos días felices. Me sentí más decepcionada de lo que una joven dama que viva en una ciudad o en un vecindario animado puede siquiera imaginar. Esa visita, y la nueva amistad que prometía, me habían hecho soñar despierta durante varias semanas.

—¿Y cuándo vendrá? —pregunté.

—No podrá hasta el otoño. No antes de dos meses, diría yo —respondió él—. Y ahora estoy realmente encantado, querida, de que no hayas conocido a Mademoiselle Rheinfeldt.

—¿Y eso por qué? —pregunté, a un tiempo mortificada y curiosa.

—Porque la pobre damita ha muerto —me repuso—. Me había olvidado por completo de que no te lo había dicho, pero no estabas en la sala cuando recibí la carta del general, esta tarde.

Aquello me afectó mucho. El general Spielsdorf había mencionado, en su primera carta, cinco o seis semanas antes, que la muchacha no se encontraba todo lo bien que él desearía; pero nada sugería ni la más remota sospecha de un peligro.

—Aquí está la carta del general —me dijo mi padre, tendiéndomela—. Me temo que está muy apenado; la carta me parece haber sido escrita en un estado muy parecido al desvarío.

Nos sentamos en un tosco banco, a la sombra de unos magníficos tilos. El sol se ponía, con todo su melancólico esplendor, tras el selvático horizonte, y el riachuelo que fluye junto a nuestra casa y pasa bajo el empinado puente viejo que he mencionado serpenteaba a través de muchos grupos de nobles árboles, reflejando en su corriente, casi a nuestros pies, el escarlata desvaneciente del cielo. La carta del general Spielsdorf era tan extraordinaria, tan vehemente, y, en algunos puntos, tan contradictoria consigo misma, que la leí dos veces (la segunda de ellas en voz alta a mi padre) y seguí viéndome incapaz de comprenderla, como no fuera suponiendo que el dolor le había trastornado la mente. Decía:

«He perdido a mi amada hija, porque como tal la quería. Durante los últimos días de la enfermedad de mi querida Bertha no pude escribirle. Antes no tenía yo idea de su peligro. La he perdido, y ahora lo sé todo, pero demasiado tarde. Murió en la paz de la inocencia, y con la gloriosa esperanza de una eternidad de bendición. El diablo que traicionó nuestra ciega hospitalidad lo ha hecho todo. Pensé que recibía en mi casa a la inocencia, la alegría, a una compañera encantadora para mi perdida Bertha. ¡Cielo santo! ¡Qué loco he sido! Doy gracias a Dios de que mi niña muriera sin la menor sospecha de la causa de sus sufrimientos. Se ha ido sin ni siquiera conjeturar la naturaleza de su mal y la maldita pasión del agente de toda esta desgracia. Dedicaré lo que me quede de vida a perseguir y aniquilar a un monstruo. Me dicen que puedo esperar el cumplir mi legítimo y piadoso propósito. En este momento, apenas tengo un leve destello de luz para guiarme. Maldigo mi arrogante incredulidad, mi despreciable actitud de superioridad, mi ceguera, mi obstinación… Todo… demasiado tarde. Ahora no puedo escribir o hablar concentradamente. Desvarío. En cuanto esté un poco recobrado, pienso dedicarme durante un tiempo a investigar, y eso posiblemente me lleve a Viena. En algún momento, en otoño, dentro de dos meses, o antes si vivo, le veré… Es decir, si usted me lo permite. Entonces le contaré todo lo que apenas me atrevo ahora a poner por escrito. Adiós. Rece por mí, querido amigo».

De este modo terminaba aquella extraña carta. Aunque yo jamás había visto a Bertha Rheinfeldt, los ojos se me llenaron de lágrimas ante la súbita noticia; me sentí muy afectada, y también profundamente desilusionada.

El sol se había puesto ahora, y era el crepúsculo en el momento en que le devolví a mi padre la carta del general.

Era un anochecer dulce y claro, y nos demoramos, especulando sobre los posibles significados de las frases violentas e incoherentes que yo acababa de leer. Teníamos que caminar casi una milla para llegar al camino que pasa por delante del
schloss
, y, por entonces, la luna brillaba espléndidamente. En el puente levadizo nos encontramos a Madame Perrodon y Mademoiselle De Lafontaine, que habían salido, con la cabeza descubierta, a disfrutar de la exquisita luz lunar.

Oímos sus voces parloteando en animado diálogo mientras nos acercábamos. Nos unimos a ellas en el puente levadizo, y nos volvimos para admirar con ellas el hermoso panorama.

El claro por el que acabábamos de pasar se abría delante de nosotros. A nuestra izquierda, el estrecho camino serpeaba debajo de grupos de árboles soberbios, y se perdía de vista dentro del bosque allí donde se espesaba. A la derecha, el mismo camino cruza el empinado y pintoresco puente, cerca del cual se yergue una torre en ruinas que, en otro tiempo, guardó aquel paso; y, al otro lado del puente, se alza una abrupta eminencia cubierta de árboles entre cuyas sombras asoman algunas rocas cubiertas de apiñada hiedra gris.

Sobre el césped y la tierra baja, una delgada película de bruma se deslizaba como humo, marcando las distancias con un velo transparente; y, aquí y allí, podíamos ver el río relumbrar débilmente a la luz de la luna.

No es posible imaginarse una escena más suave y dulce. Las noticias que acababa de recibir la hacían melancólica; pero nada podía turbar su carácter de profunda serenidad y la hechizada gloria y vaguedad del panorama.

Mi padre, que apreciaba lo pintoresco, y yo, mirábamos en silencio la extensión frente a nosotros. Las dos buenas institutrices, un poco detrás de nosotros, charlaban sobre la escena, y eran elocuentes respecto a la luna.

Madame Perrodon era gorda, de mediana edad, y romántica, y hablaba y suspiraba poéticamente. Mademoiselle De Lafontaine, como digna hija de su padre, que era un alemán supuestamente psicólogo, metafísico y un tanto místico, declaró al poco que, cuando la luna brillaba con una luz tan intensa, ello indicaba una especial actividad espiritual. El efecto de la luna llena sobre aquella situación de resplandor era múltiple. Actuaba sobre los sueños, actuaba sobre la locura intermitente, actuaba sobre la gente nerviosa; tenía maravillosas influencias físicas relacionadas con la vida. Mademoiselle narró que su primo, que era piloto de un buque mercante, tras descabezar un sueñecito en cubierta, tendido boca arriba, dándole de lleno en la cara la luz de la luna en una noche como aquélla, se había despertado, después de soñar en una vieja que le arañaba la mejilla, con las facciones horriblemente distorsionadas hacia un lado; y su fisonomía no había jamás recobrado enteramente su equilibrio.

—La luna, esta noche —dijo—, está llena de influencias astrales y magnéticas… Y vean, si miran hacia atrás, hacia la fachada del
schloss
, cómo todas sus ventanas brillan y titilan con el esplendor plateado, como si manos invisibles hubieran iluminado las habitaciones para recibir a invitados fantásticos.

Existen estados de espíritu indolentes en los que, poco inclinados nosotros mismos a hablar, la charla de otros resulta agradable para nuestros oídos desatentos; y yo miraba, complacida por el retiñir de la conversación de aquellas damas.

—Esta noche he entrado en uno de mis humores de adormilamiento —dijo mi padre, tras un silencio; y, citando a Shakespeare, al que, en aras a la conservación de nuestro inglés, solía leer en voz alta, dijo—: «En verdad no sé por qué estoy tan triste. Esto me cansa; tú dices que te cansa; mas el cómo me ha dado… ha venido, tan sólo…» He olvidado el resto. Pero siento como si alguna gran desventura pendiera sobre nosotros. Supongo que la afligida carta del pobre general tiene algo que ver con esto.

En aquel momento llamó nuestra atención el inusual sonido de las ruedas de un carruaje y muchos cascos de caballo.

Parecía acercarse por la elevación de terreno que domina el puente, y pronto el cortejo emergió de aquel punto. Primero cruzaron el puente dos jinetes; luego vino un carruaje tirado por cuatro caballos, y, detrás, cabalgaban dos hombres.

Parecía tratarse del tren de viaje de alguna persona de rango; y quedamos todos absortos, inmediatamente, contemplando aquel espectáculo infrecuente. Se hizo, en unos pocos momentos, muchísimo más interesante, ya que, justo cuando el carruaje había llegado al punto más alto del empinado puente, uno de los caballos que iban delante, cobrando miedo, comunicó su pánico a los demás, y, tras una o dos embestidas, todo el tiro rompió en un salvaje galope, y, abalanzándose por entre los jinetes que iban delante, se lanzaron con un ruido atronador por el camino, en dirección nuestra, a la velocidad del huracán.

La excitación de aquella escena era todavía más penosa por los nítidos y largos chillidos de una voz femenina a través de la ventana del carruaje. Avanzamos todos, llenos de curiosidad y horror; mi padre en silencio, nosotras con distintas exclamaciones de terror.

Nuestra ansiedad no duró mucho. Justo antes de alcanzar el puente levadizo del castillo, en el camino por el que venían, se alza, junto a la calzada, un magnífico tilo; al otro lado se yergue una vieja cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que iban ahora a un paso realmente aterrador, se desviaron de tal modo que llevaron la rueda hacia las raíces salientes del árbol.

Yo sabía lo que iba a ocurrir. Me tapé los ojos, sin poder mirar, y aparté la cara; en el mismo instante oí un grito de mis dos amigas, que habían avanzado un poco más.

La curiosidad me hizo abrir los ojos, y vi una escena de total confusión. Dos de los caballos estaban en el suelo, el carruaje se apoyaba sobre un costado, con dos ruedas girando en el aire; los hombres estaban ocupados desenganchando a los caballos, y una dama, de aire y figura dominadores, había salido del carruaje, y permanecía inmóvil, con las manos enlazadas, llevándose de vez en cuando a los ojos el pañuelo que sostenía en ellas. Por la puerta del carruaje, ahora abierta, izaban a una joven dama que parecía sin vida. Mi viejo y querido padre se encontraba ya al lado de la dama de más edad, sombrero en mano, indudablemente ofreciéndole su ayuda y el amparo del
schloss
. La dama parecía no oírle ni tener ojos más que para la delgada muchacha que estaba siendo tendida sobre la pendiente de la ribera.

Me acerqué; la joven dama estaba, aparentemente, conmocionada, pero, indudablemente, no muerta. Mi padre, que se jactaba un poco de tener algo de médico, le había puesto los dedos en la muñeca y aseguraba a la dama que declaraba ser su madre que su pulso, aunque débil e irregular, era todavía, indudablemente, percibible. La dama juntó las manos y miró hacia arriba, como en un momentáneo transporte de gratitud; pero al instante recayó en esa actitud teatral que, según pienso, es la natural en algunas personas.

Era lo que se llama una mujer de buena presencia para sus años, y debía haber sido hermosa; era alta, pero no delgada, iba vestida de terciopelo negro, y se veía un tanto pálida, pero con un rostro de expresión imperiosa, aunque ahora extrañamente agitado.

—¿Hubo jamás un ser nacido de este modo para la desgracia? —le oí decir, con las manos juntas, mientras me acercaba—. Aquí estoy, en un viaje de vida o muerte, en cuyo curso la pérdida de una hora puede significar la pérdida de todo. Mi hija no se habrá recobrado lo suficiente para proseguir viaje en quién sabe cuánto tiempo. Debo dejarla; no puedo demorarme, no me atrevo. ¿A qué distancia, caballero, si puede decírmelo, se encuentra el pueblo más cercano? Debo dejarla allí; y no veré a mi niña, ni siquiera sabré de ella, hasta mi regreso, dentro de tres meses.

Me así a la chaqueta de mi padre, y le susurré vehemente al oído:

—¡Oh, papá! Dile que la deje con nosotros… Sería delicioso. Hazlo, por favor.

—Si Madame acepta confiar a su hija al cuidado de mi hija y de su buena
gouvernante
, Madame Perrodon, y le permite quedarse como huésped nuestra, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, nos estaría otorgando con ello una distinción y una obligación, y la trataríamos con todo el cuidado y la devoción que merece tan sagrada confianza.

—Yo no puedo hacer esto, caballero; sería abusar demasiado cruelmente de su amabilidad y caballerosidad —dijo la dama, aturulladamente.

—Sería, por el contrario, concedernos un gran favor en el momento en que más lo necesitamos. Mi hija acaba de sufrir la contrariedad de una cruel desgracia en relación a una visita de la que, desde hacía tiempo, esperaba obtener una gran felicidad. Si confía a esta joven dama a nuestro cuidado, será su mejor consuelo. El pueblo más cercano en su ruta está lejos, y no posee ningún hospedaje donde usted pueda pensar en dejar a su hija; no puede dejar que prosiga su viaje durante un largo trayecto sin ponerla en peligro. Si, como dice, no puede suspender su viaje, debe usted separarse de ella esta noche, y en ningún sitio podrá hacerlo con mayores y más honestas garantías de cuidados y ternura que aquí.

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