Alis no se hace de rogar y empieza a grabarme con su teléfono, que es mejor que todas las cámaras del mundo juntas. Y mientras bailo delante de ella, comienzo a agitarme como una loca, muevo las manos, mejor que Eminem y 50 Cent., abro los dedos y rapeo que da gusto.
—«Y yo lo beso, y sí que lo besé en una noche de luna llena con un deseo ardiente de él y, sobre todo, de su culo».
Alis y Clod se ríen como locas. Alis sigue grabándome mientras Clod baila siguiendo el ritmo y yo continúo con mi canción.
—«Y qué beso largo e irresistible, en la barca, con el salvavidas…».
Sin embargo, se interrumpen de repente y se quedan boquiabiertas como si sólo en ese momento se hubiesen dado cuenta de que, por fin, he dado el gran salto. Pero yo no me detengo.
—«Sí, lo he lamido por todas partes, Le he mordido los labios e incluso lo he chupado un poco».
Sin embargo, de repente me percato de que su sorpresa se debe a otra cosa. En efecto…, el profe Leone está detrás de mí. De manera que yo también me quedo boquiabierta y me imagino en un instante todo lo que puede haber oído. Me sonríe.
—Ha sido un bonito verano, ¿verdad, Carolina? Te veo muy morena y, sobre todo, muy contenta.
—Sí, profe.
—Sólo que ahora empieza de nuevo el colegio y éste es el último año. Y el último año tenéis que esforzaros… Pero tú ya lo sabes, Carolina, ¿verdad que sí?, siempre te he dicho que todo tiene su momento…
—Claro, profe.
—Bien, pues, por ejemplo, ahora no podéis seguir aquí; tenéis que entrar en clase.
Alis vuelve a meter el móvil en su Prada último modelo. Clod se acomoda los pantalones y las tres nos dirigimos a nuestra fantástica aula, la III-B.
Aquí estoy, en mi nuevo pupitre junto a la ventana. El paisaje que puedo contemplar desde él no es, lo que se dice, gran cosa, ¡pero al menos entra luz! Alis y Clod están a mi lado. Por el momento. Porque en mi clase tenemos la manía de cambiar de sitio cada dos meses, echando a suertes los pupitres y las filas. Es una costumbre que los profes impusieron en primero para obligarnos a relacionarnos más. Y luego, cuando apenas empezábamos a conocernos, zas, te cambiaban otra vez de sitio. De todas formas, ahora las filas son de tres, menos mal; a veces incluso los bedeles se enteran de algo.
Último año de secundaria. Tengo un poco de miedo. ¿El examen? Bah. Lo que me asusta es, sobre todo, lo que viene después. Pero es fantástico pensar que el verano próximo seré libre, libre, ¡libre! ¡Sin deberes! Tres meses completos para hacer lo que me venga en gana. Dentro de un momento entrará el profe Leone. Nos preguntará si hemos leído los cinco libros que nos encargó antes de las vacaciones, si hemos hecho las redacciones, si hemos acabado el cuaderno de ejercicios. Y, además, como es habitual, fijará la fecha del examen que hace cada inicio de curso. Qué palo. Seguro que es mañana, de modo que esta noche también me tocará volver antes a casa para que mi madre no se cabree. Miro de nuevo por la ventana…, querría estar posada sobre ese árbol, ahí delante. Observar a los que pasan por debajo, el tráfico, este colegio, mofándome de los que ahora están sentados aquí, en el aula. La ventana. Como la canción de Negramaro: «Si te llevas el mundo contigo, llévame también a mí».
Mientras esperábamos al profe traté por todos los medios de robarle el móvil a Alis, pero no hubo nada que hacer. Ella me juró que había borrado el vídeo.
—Te lo juro, Caro, ¿por qué no me crees?
—Si es así, dámelo que lo compruebe.
—Pero ¿por qué no me crees, eh? Entre nosotras tiene que haber confianza.
—Y yo la tengo, pero esta vez me gustaría además que me dieses el móvil para poder comprobarlo, ¿vale?
—Está bien, en ese caso, te diré lo que pasa, ¿eh? No puedo dártelo porque tengo unos mensajes que no quiero que leas, ¿de acuerdo?
—¿Y eso? ¿No puedo leer tus mensajes? ¿Y por qué, perdona? ¿No acabas de decir que tenemos que tener confianza?… y, además, ¿de quién son?
En fin, que proseguimos con la discusión hasta la hora de tecnología, y yo estaba tan nerviosa que, por primera vez, serré y pegué todos esos trozos de madera directamente del dibujo, sin mirar siquiera, ¡y al final esa extraña muesca que debía ser un portaplumas lo fue de verdad! ¡Increíble, el primer bien que saco en mi vida! Únicamente tuve una experiencia similar en tecnología el año pasado, cuando me corté el dedo índice de la mano izquierda con una especie de escalpelo. El escalpelo es la herramienta que sirve para hacer grabados sobre una tabla de plástico verde. Sí que graba, sí… ¡pero también graba dedos! Resultado: llamaron a mi madre, que me llevó a urgencias. Tres puntos de sutura. Vi Saturno con todos sus anillos, después Marte, Júpiter e incluso Neptuno. ¡Otra vez los planetas! Y tras la panorámica astronómica, volví al colegio. Sí, justo así. Cualquier otra persona habría vuelto a casa, pero yo no, mi madre dijo que con eso bastaba. En cualquier caso, ¡perdí una hora de mates!
Bueno. Por lo demás, a propósito del vídeo en el que aparecía el profe Leone a mis espaldas, nada de nada, ni siquiera la posibilidad de volver a verlo, cuando menos para reímos un poco. Nada. Y esa historia de la grabación… una prueba de lo que has hecho… Quiero comprar una caja, una de ésas de cartón rígido con dibujos de flores. Grande, grandísima, para meter dentro las cosas que dejaré de usar a partir de este año. Porque me siento un poco más mayor. Son una infinidad. Por ejemplo, las Bratz, las Winx, los libros de Lupo Alberto, las camisetas de Pinko Pallino, que mi madre me compraba siempre sin importarle que yo me enfadase, los diarios secretos con su candadito que he llenado de adhesivos y de frasecitas de todo tipo, los libros de Geronimo Stilton, los DVD de dibujos animados, las fotografías de primaria, el calendario con la cara que tenía a los cinco años disfrazada para Carnaval, fea a más no poder, la caja con las cuentas para hacer pulseritas, el enorme lápiz de plástico de las Bratz, el estuche con los lápices de cera, las diademas para el pelo con flores de plástico. Todo lo que ahora me parece inútil. ¡A pesar de que tengo casi catorce años! Me siento diferente del momento en que esas cosas lo eran todo para mí.
Esa tarde. Alis y Clod están sentadas delante de mí. Se niegan a creerme.
—En ese caso, os voy a contar…
Es justo que sea yo la que invite, por otro lado, la mayor parte de las veces lo hace Alis, y es incluso natural, y las llevo a Ciòccolati, un pequeño local que se encuentra en la via Dionigi, junto a la piazza Cavour, donde está el Adriano, que, entre otras cosas, no conocían y que, además, hace horario continuado.
Clod se pone en seguida a comer, pide el Trilogy, que es peor que el anillo de Bvlgari en cuanto a precio, pero mejor como exquisitez. Se lo zampa en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Nos puede traer también dos granizados de chocolate y una tisana?
Alis está en ascuas, la veo que se agita, ella ha nacido para el cotilleo incesante sin importar por qué parte se empiece y dónde se acabe. ¡Y tienen que suceder muchas cosas! A estas alturas, las aventuras de París Hilton o de Britney Spears casi la aburren.
—¡Bueno, Caro! ¿Nos cuentas algo o no? ¡Venga!
Clod asiente con la cabeza y se lame los dedos como si quisiera comérselos también. A continuación se seca con un pañuelo de papel, ¡y poco falta para que éste acabe también entre sus fauces!
Pero Clod es así siempre. Recuerdo cuando nos inscribimos las tres a catequesis para hacer la comunión. Comprábamos bolsitas con hostias dentro y ella, con la excusa de que tenía que entrenarse, se las comía una detrás de otra. ¡Las guardaba en el pupitre del colegio y parecía una especie de ametralladora al revés! Tum-tum-tum…, se las disparaba en la boca como si nada y de vez en cuando se quedaba bloqueada, pero no porque la hubiese pillado el catequista…, ¡noooo! Lo que sucedía era que se le quedaba una pegada al paladar, y entonces trataba de realizar una extraña intervención quirúrgica para «extraerla» valiéndose únicamente de dos dedos rechonchos manchados de pintura, porque le gustaba el dibujo, la única asignatura en la que se las arreglaba sin problemas, pues bien se llevaba los dedos al paladar y excavaba sin cesar. Mirarla era un espectáculo similar a
La celda
o
The ring
, en fin, ¡que incluso Wes Craven habría dudado sobre si contratarla o no para uno de sus horrores!
—Pero ¡¿a qué esperas, Caro?! ¡Vamos, ya no resisto más!
¡Alis no tiene pelos en la lengua, y eso me encanta! ¿Es posible que ese modo de comportarse se deba al dinero? Porque el dinero nos hace libres. Bah, tal vez me estoy volviendo demasiado filósofa.
—¿La tisana?
La camarera se acerca a nuestra mesa con una bandeja.
—Es para mí, gracias.
Levanto la mano a una velocidad increíble, igual que las pocas veces en las que el profe Leone hace una pregunta general y por casualidad, digo, por pura casualidad, resulta que sé la respuesta.
—Así que los granizados son para vosotras dos.
La miro y sonrío para mis adentros. La tipa no debe de ser un as en matemáticas. La resta es tan evidente que me quedo patidifusa. Pero, aun así, todas sonreímos y le decimos que sí; al menos nos la quitamos de encima y puedo empezar con mi relato. Por fin se marcha.
—¿Y bien?
—Lore, como lo llamo yo, es un chico muy dulce. Lo conozco desde que éramos niños y nos hemos ido viendo desde entonces, pese a que él tiene dos años más que yo… —Bebo un poco de tisana—. ¡Ay, quema!
Alis me pone la mano en el brazo.
—Precisamente por eso, déjala estar, ¡sigue!
Incluso Clod está tan intrigada con la historia que se ha quedado con un trozo de chocolate suspendido en el aire y me mira pasmada.
—Sí, vamos, Caro, no te detengas…
De modo que dejo definitivamente mi taza en el plato y sonrío a mis dos mejores amigas.
—¡Venga, adelante! ¡No te hagas de rogar!
Está bien. Y en un instante regreso allí.
Anzio. Agosto. El verano está a punto de acabar. Un gran pinar, Villa Borghese, un camino que atraviesa unos bosques llenos de hojas, de agujas de pinos y de cigarras. Y, además, el calor de ese sol que se prolonga durante todo el día. Un eco a lo lejos, el rumor de las olas del mar.
—Esto es peligroso, ¿verdad?
Avanzamos en grupo. Somos cinco. Stefania, yo, Giacomo, Lorenzo e Isabella, a la que siempre hemos llamado Isafea, entre otras cosas porque lo es. Estamos en medio de la senda del pinar, tenemos que caminar medio escondidos porque está prohibida traspasar la gran verja de la villa. Y, en cambio, nosotros lo hemos hecho, hemos decidido correr el riesgo y aventurarnos. Vamos a ver el castillo de Villa Borghese.
—Pero es peligroso…
—¡Qué peligroso ni qué ocho cuartos! Lo único que puede pasar es que el vigilante nos ponga una multa si nos pilla.
—Sí, pero ¡está lleno de víboras!
—¡Qué va! ¡Las víboras no salen de noche!
—Cómo que no. ¡Salen al atardecer porque tienen hambre!
—Que no, te digo que no.
Stefania está obsesionada. Se cree que lo sabe todo. No la soporto cuando se comporta así. Pero su madre hace una torta de ensueño y a la hora de comer nos la trae a la playa, de manera que nos conviene tenerla de nuestra parte. Lorenzo guía el grupo, es el más valiente. Gíacomo, que, desde siempre o, al menos, desde que lo conozco, es amigo suyo, parece tener miedo de nosotros, quizá porque es el más pequeño.
Trac. Lorenzo separa los brazos y todos nos paramos en seco. Hemos oído un ruido sordo a la derecha del arbusto.
—Quietos, podría ser un animal… Parece grande.
—Puede que sea un erizo —apunta Stefania.
Pero acto seguido oímos unas carcajadas. Nos volvemos todos. Isafea está al final de la fila y se ríe como una loca, es más, se deja llevar por la hilaridad, se ríe a mandíbula batiente. Debe de haber tirado algo que ha causado ese ruido. Giacomo entorna los ojos.
—Eres… ¡eres una estúpida!
Lorenzo se encoge de hombros. Yo corrijo la frase como se debe.
—Haz el favor de hablar como es debido… Es una imbécil, una gilipollas, nos ha dado un susto de muerte.
Stefania cabecea.
—Bueno, ha sido lista, ha tirado la piña justo al arbusto con las bolitas rojas…
—¿Qué quieres decir?
—¿No lo sabéis? ¡Las víboras precisamente comen esas habitas rojas!
No sé que llegará a ser Stefania en la vida, ¡pero si no se dedica a la botánica o al estudio del mundo animal, cometerá un gran error! ¡Como el que hemos cometido nosotros dejando que nos acompañase! Sin embargo, no consigo reírme de mi ocurrencia porque justo en ese momento…
—¡Eh, vosotros! ¿Adónde se supone que vais?
Un vozarrón interrumpe de repente nuestras carcajadas. Lo diviso a lo lejos, avanzando amenazador entre los árboles. A sus espaldas, a un lado del camino, está su viejo Seiscientos gris con una de las puertas delanteras abiertas. No cabe ninguna duda.
—¡Es el vigilante! ¡Huyamos!
Y echamos a correr a toda velocidad entre las plantas, entre los árboles. Lorenzo me coge de la mano y tira de mí.
—¡Vamos, venga, corre lo más de prisa que puedas! Vayamos por aquí, que están las cuevas.
—¡Tengo miedo!
—¿Miedo de qué? ¡No debes tener miedo, estás conmigo!
De manera que echamos a correr entre las plantas altas, en el bosque, en medio de los arbustos, cada vez a más velocidad, en línea recta.
Giacomo y Stefania, en cambio, se han desviado a la izquierda, mientras que Isafea corre más despacio, casi se tambalea detrás de nosotros. Esa chica no tiene remedio, es un alfeñique.
—Venga, de prisa, vamos.
Lorenzo me arrastra al interior de una de las cuevas. Tienen una altura de, al menos, diez metros y de repente se tornan frías y oscuras, tan oscuras que tras dar dos pasos no vemos nada. Es un buen escondite, y nos apretujamos contra la pared. El silencio es absoluto y se percibe un extraño olor a verde, como si todo estuviese húmedo, mojado. Después vislumbramos al vigilante que pasa a lo lejos, a través de los tablones de madera que hacen las veces de puerta de la cueva, de esas que apenas las rozas se te clava una astilla y te hace un daño horrible.
Se divisa un poco de luz y el verde del bosque con los reflejos del sol en las hojas más grandes. Pero en la cueva hace frío y, cuando respiramos, se forman unas pequeñas nubecitas delante de nuestras botas, como si estuviésemos fumando.