Casas muertas (12 page)

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Authors: Miguel Otero Silva

Tags: #Narrativa Latinoamericana

Por la tarde fue el entierro. Seguía lloviendo reciamente como en la noche anterior. Y se sabía que seguiría lloviendo al mismo ritmo durante mucho tiempo porque el cielo era una gran nube pizarra sin una sola grieta azul. No estaba Sebastián en Ortiz, ni pasó por la carretera, ¡quién iba a pasar bajo aquel diluvio!, un ser humano a caballo o en vehículo que quisiera llevarle la noticia a Parapara. El padre Pernía asumió íntegramente la difícil tarea de dar sepultura al cadáver bajo un cielo volcado en el furor del agua, en un suelo convertido en espeso barrizal.

Al principio no había quien cargara la urna. La noticia de la muerte de don Casimiro tardó en atravesar la tempestad. El primero en llegar fue Panchito, con Marta deshecha en lágrimas, ambos chorreando agua, con las huellas de fango más arriba de los tobillos. Luego se acercaron cuatro o cinco hombres del vecindario. Pero la urna pesaba más bajo aquel diluvio indeclinable, sobre aquella tierra pegajosa. El propio padre Pernía, tuvo que meter el hombro en la cuesta que conducía al portal del cementerio, con la sotana arremangada y sujeta a la cintura por la correa del pantalón.

Lo enterraron de prisa en la entraña del lodazal y volvieron todos a las casas destilando pantano, con los pies deformados por las pelladas gredosas, ya habituadas las espaldas caladas al repiqueteo de los goterones que seguían cayendo. Habían entregado para siempre al agua turbia de los charcos, al corazón plomizo de las nubes, al llanto diagonal de la lluvia, la sombra vaga que restaba de don Casimiro Villena.

29

Fueron días, noches, semanas de lluvia. Cuando escampaba, el río intentaba regresar lentamente a su lecho y dejaba un rosario de charcas a ambos lados. Se estancaba el agua en los barrancos, en los altibajos de la sabana, en los corrales de las casas. Los nuevos aguaceros salpicaban sobre esas pupilas de aguas tranquilas y tejían una huella como de pájaro invisible que pasase sin posarse.

Al cristal fangoso de los charcos, al limo verdoso de los pozos, al caldo sucio y, más aún, a la linfa clara, siempre que estuviese quieta la superficie, llegaban los mosquitos. Venían de todas partes, del norte y del sur, del este y del oeste, a vivir su breve vida de veinte días, a nutrirse, a reproducirse y a morir en aquel anegado recodo de tierra llanera.

Sobre una hoja inmóvil, detenida en mitad del agua muerta, se paraba una brizna imperceptible provista de alas y de vida. Era una hembra que venía a poner sus huevos. Los huevitos caían por centenares, hermanados en una cinta finísima, y se esparcían luego sostenidos en flor de charca por flotadores microscópicos. Nutriéndose de substancias misteriosas de la naturaleza, o de despojos de insectos muertos, o comiéndose a la propia madre, se desarrollaban las larvas que de las cáscaras de los huevos surgían. Las larvas eran largos gusanitos de anillos peludos que en su madurez se enroscaban en negros signos de interrogación antes de transformarse en mosquitos recién nacidos. Entonces, ya briznas con alas y vida, abandonaban el agua de la poza en la curva del primer vuelo, los machos hacia los árboles en demanda de jugos vegetales, las hembras hacia las casas en busca de sangre humana.

En el rincón más oscuro de los ranchos, nacidos con el instinto alevoso de ocultarse para el asalto, voraces filamentos alados, las hembras acechaban al hombre, a la mujer y al niño. Ávidas agujas de la noche, caían sobre los cuerpos dormidos, clavaban los empuntados estiletes y sorbían la primera ración de sangre. El silencio se cruzaba de agudos zumbidos y una pequeña voz gimoteaba en el catre:

—¡Mamá, que me pica la plaga!

Se hundía el aguijón aquí y allá, una y mil veces, en la piel del niño sano y del niño enfermo, en la choza del hombre sano y del hombre palúdico. La sangre contaminada irrumpía en el organismo del insecto, estallaba en flameantes rebenques, copulaban hasta fusionarse las células machos y hembras, se enquistaban en las paredes del diminuto estómago y se rompían luego en menudos globos estriados que se esparcían por el pequeño cuerpo y se estancaban en el pocito mínimo de la saliva.

Cumplido proceso tan complicado en tan exiguo espacio, volvía una y otra vez el mosquito en busca del hombre, de la mujer, del niño, pero llevaba entonces la trompa envenenada. Sepultaba con el espolón las células malignas que se diseminaban carne adentro, se albergaban en una víscera e irrumpían finalmente en la sangre humana. En el de la sangre cada núcleo se estrellaba en cien núcleos, en cien protoplasmas cada protoplasma y todos a un tiempo se nutrían de rojas substancias vitales, segregaban pigmentos que eran gérmenes de fiebre y hacían arder el cuerpo entero en la llama estremecida del paludismo.

30

Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se sintió invadido en pleno trabajo por pastosas oleadas de pereza, de lasitud, de abandono, sacudido por breves latigazos de frío.

—Tengo el cuerpo cortado —dijo y caminó hacia la sombra.

Pero Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, sabía que ya venía a su encuentro el ramalazo de un acceso palúdico y se dispuso a recibirlo. Acurrucado sobre los hilos del chinchorro sintió llegar a su piel, a la pulpa de su carne, a la raíz de sus cabellos, a la masa blanca de sus huesos, un frío que iba creciendo como un río y haciéndose más hondo como una puñalada. Se estremeció el chinchorro bajo el temblor de sus miembros y el entrechocar de sus dientes. Arrebujado en la cobija, en la sábana, en el mantel, en lo que topó a mano para cubrirse, Celestino era un espectro pálido, sacudido por trémolos furiosos de hielo y de angustia.

El frío se extinguió al rato. En su lugar surgieron aletazos de calor cada vez más intensos, cada vez más frecuentes, cada vez más febriles. Celestino se despojó de la cobija, de la sábana, de los trapos todos que lo cubrían y comenzó a arder como una lámpara, encendido el rostro como la flor de la cayena, de arcilla los labios resecos, de espejo brillante las pupilas dilatadas. Breves globitos de sudor, que se hicieron poco a poco más amplios hasta unirse los unos a los otros en un solo sudor total, cubrieron la frente, las manos, el cuerpo entero de Celestino. Era un sudor a raudales que traspasaba las ropas, diseñaba manchones en el tejido del chinchorro y goteaba en el suelo como el rocío.

Después descendió la fiebre y Celestino experimentó una extraña, inesperada sensación de ternura, un injustificado bienestar de sentirse liviano y con vida, no obstante que le dolían los músculos de la espalda, las coyunturas de los brazos, los huesos de la cabeza.

También, lentamente, desaparecieron los dolores. Y Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se alzó del chinchorro y caminando en silencio, con la frente baja y los ojos cansados, volvió al trabajo que había dejado abandonado cuatro horas antes.

31

La salida de aguas arrojó sobre Ortiz y sobre Parapara, sobre todos los caseríos contiguos, una implacable marea de fiebre y muerte que amenazó con borrar para siempre el rastro de aquellos pueblos.

—¡Qué perniciosa tan terrible! —decía el señor Cartaya—. Si no fuera porque aquí no queda gente, sería la más mortífera que hubiera visto Ortiz en toda su historia. Pero es que ya no encuentra a quien matar...

Encontraba a quien matar. Hombres ya enflaquecidos por el paludismo crónico, ya sepultados en un fatalismo indefenso, recibían en el cuero apergaminado el alfilerazo mortal del mosquito que escupía la perniciosa. Ésta no era la fiebre que bajaba a las pocas horas sino un continuo arder, día y noche, entre contorsiones y delirios.

—¡Es la económica! —sollozaba una mujer aterrada al borde de un chinchorro.

Era, en efecto, «la económica», la que mataba en menos de cuatro días, sin dar tiempo a gastar en quinina, ni en curanderos, ni en médico, que tampoco había ya por esos lados.

Nada podían hacer Cartaya, ni el padre Pernía, ni Carmen Rosa, ni la señorita Berenice, ni Sebastián cuando estaba presente en Ortiz, frente al coro de alucinaciones y estertores, frente a los cuerpos que se consumían como leños en la penumbra de los ranchos.

—Entren para que lo vean. ¡Se va a carbonizar, Dios mío!

Al entrar hallaban a un hombre, o a una mujer, o a un niño, un rostro iluminado por el rosetón infernal de la fiebre, un pecho respirando a duras penas, unos ojos semicerrados como si eludieran el resplandor ausente del sol.

—¡Es la económica! —asentía amargamente el señor Cartaya.

Y morían. Morían en la zona confusa que sucedía al delirio, entre desacoplados estremecimientos y un impotente, desesperado afán de atrapar un trago de aire que ya no llegaba a los pulmones.

Se fueron muchos de los pocos que quedaban vivos, inclusive Epifanio, el de la bodega. Epifanio se vanagloriaba a menudo:

—A mí nunca me ha pegado el paludismo. Ni me pega ya.

—Mi sangre le hace daño a los mosquitos.

—La plaga pasa de lejos sin saludarme.

Y así parecía realmente. Desaparecieron varias generaciones de orticeños, llegaron y se marcharon bandadas de insectos, entraron y salieron sesenta veces las lluvias, y Epifanio seguía en pie con sus sesenta años lozanos, barrigón y refunfuñante, despachando papeletas de quinina y velas de a medio en la bodega o tocando el arpa el día de Santa Rosa. No conocía más enfermedad que un dolor de cabeza que lo tumbaba de cuando en cuando y que él llamaba, «la jaqueca», para presumir de refinado.

Un día cayó Epifanio. El cura Pernía acudió a su llamado y lo encontró tumbado en la trastienda de la bodega, inmóvil sobre la tela tensa del catre, entre ristras de cebollas que colgaban del techo y el arpa que callaba agazapada en un rincón.

—Me fuñí, padre. Es la fiebre fría —masculló sombríamente.

Pernía puso su mano sobre la frente de mármol. Dentro del rostro pálido resaltaba el tinte violeta de los labios y atisbaban los ojos, los ojos taladrantes, acorralados, como pugnando por escapar de aquel incendiado navío de hielo.

—Es la fiebre fría, padre. Yo la conozco porque vi morirse con ella a la comadre Jacinta, a Encarnación Rodríguez, al sargento Romero. Y ahora me toca a mí.

Las palabras eran un soplo glacial, brisa de sierra, aire de ventisquero que batía sobre el dorso de la mano del cura. Epifanio soportaba el peso de las vigas del techo sobre las costillas y percibía la llegada de la muerte con certeros pasos de nieve.

Cuando aparecieron los otros, Epifanio había enmudecido. La hoguera fría en que se consumía le había quemado el don de la palabra, le había entumecido el movimiento de las manos. Apenas los ojos taladrantes seguían mirando a los que entraban, al perfil familiar del arpa, al caliente lustre de sol que se tendía inútil, inaccesible, sobre los ladrillos del aposento. Y al cabo, en brusca extinción, como se apagan las llamitas de las velas, se apagó también la mirada y un frío inexorable, esta vez el de la muerte, se extendió sobre el cuerpo de Epifanio.

Los hombres, sombras escuálidas, rostros cetrinos, pómulos aguzados, desfilaron frente al cadáver de Epifanio arrastrando los pasos con desesperanza de condenados a muerte. «Hoy Epifanio, mañana tú, luego yo, después el otro, todos somos apenas sangre caliente para la baba del mosquito que lleva la fiebre perniciosa en el espolón».

—Nos estamos quedando solos —dijo melancólicamente el padre Pernía.

—¡Dios mío, haz un milagro! —gimió la señorita Berenice.

—Mándanos, al menos, un médico —gruñó el señor Cartaya.

Capítulo XI

H
EMATURIA

32

N
O VOLVIÓ
a llover. Ahora era sol y sequedad, sol y sudor, sol y sabana, sol y silencio. El caballo de Sebastián, no su viejo caballo alazano de cola rubia y estrella en la frente, sino un rucio prestado y mañoso, hacía de mala gana el camino de Parapara a Ortiz, la última vez que Sebastián cruzó sus andurriales habituales, un domingo caliente y blanco. El rucio se espantaba ante la huida verde de las lagartijas y ante el grito del aguaitacaminos. El jinete lo sujetaba con mano dura y lo increpaba en la soledad del monte:

—¡Rucio cobarde!

El día comenzó a entibiarse más temprano que de costumbre y Sebastián apuró el caballo para amenguar la dosis de sol llanero que estaba destinada a su cabeza. El sudor le mojaba la franela, le corría en goticas por entre los pelos del pecho y de las axilas.

En aquel trayecto, más cuando iba de Parapara a Ortiz que cuando regresaba, le era grato soltar la imaginación y tejer una historia fantástica que de tanto forjarla y precisar sus detalles ya le parecía haberla vivido realmente y ello le causaba un pueril deleite porque en realidad la historia valía la pena de ser vivida. Eso sucedía cuando no pensaba en Carmen Rosa. Porque cuando iba pensando en Carmen Rosa —los ojos de Carmen Rosa, la boca de Carmen Rosa, la voz de Carmen Rosa, el cuerpo de Carmen Rosa—, le colmaban de tal manera la mente y los sentidos, que aún no había comenzado a reconstruir su apasionante leyenda cuando ya aparecían ante su vista las siluetas de las primeras casas derrumbadas de Ortiz.

Su fantasía era hazañosa y justiciera. Sebastián no se detenía en Ortiz sino continuaba de largo hasta El Sombrero, hasta Valle de la Pascua. Su voz iba levantando hombres de a caballo, en los ranchos, en los hatos, en los caseríos, en las ciudades. A su lado marchaban en caballos blancos, negros alazanos, manos, moros, zainos, mosqueados, castaños, canelos, caretos, estrellados, patiblancos, en mulas claras y prietas, en burros trotones, a pie. Llevaban fusiles, máuseres, carabinas, pistolas, revólveres, chopos viejos, escopetas de caza, lanzas, machetes, puñales, hojas de bayoneta, banderas. Pasaban, con Sebastián al frente, cantando por las sabanas y asaltaban las ciudades dando vivas a la justicia. Las huestes crecían, liberaban presos, fusilaban verdugos y marchaban hacia el centro por las trochas de Boves y Páez, de Monagas y Crespo. Sebastián imaginaba minuciosamente las batallas, escuchaba el estruendo de los disparos, los quejidos de los heridos, los alaridos de triunfo, el cobre de la cometa tocando a paso de vencedores. Por las abras de los valles de Aragua bajaba el huracán de llaneros, en pos del alazano de Sebastián, entre vítores de un pueblo libre y enardecido.

En ese punto la historia se tomaba imprecisa, vacilante. ¿Qué iba a hacer después? Sobre los campos de batalla sería necesario levantar un edificio, una república, un gobierno decente. Sebastián no se sentía con fuerzas, ni en sus momentos de mayor confianza en sí mismo, para emprender tamaña proeza. Comenzaba a titubear al frente de sus batallones victoriosos. Tal vez la mejor solución fuese la de llamar a los estudiantes, a aquellos dieciséis que pasaron por Ortiz en un autobús amarillo, y confiarles la misión que él no era capaz de cumplir. Sí, era justamente eso lo que haría. Después regresaría solo a Parapara, en su caballo de estrella en la frente, recibiendo bendiciones de ancianas llorosas, adioses en pañuelos blancos de las muchachas de las ventanas, y escuchando a los hombres del Llano decir con varonil orgullo al verlo pasar: «¡Ahí va Sebastián!».

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