Casas muertas (3 page)

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Authors: Miguel Otero Silva

Tags: #Narrativa Latinoamericana

—Ésta era la capital de Guárico, niña. La ciudad más poblada y más linda del Guárico, la rosa de los Llanos.

«Sol de los Llanos», por cierto, se llamaba la logia, y el señor Cartaya, que llegó a ser grado 33, se sentaba entre el doctor Vargas y Rosendo Martínez, para oírlos hablar de la Revolución Francesa o de Thiers y Gambetta. Era una logia pulcra y culta, ceremoniosa y caritativa, digna enemiga de su temible contendor el padre Franceschini.

El combate entre los masones y el cura paraba en un armisticio todos los años, el 30 de agosto, día de Santa Rosa. Por algo era ella la patrona del pueblo, la más primorosa de todos los pueblos del Llano. Ese día el señor Cartaya olvidaba su grado 33 para tocar la flauta, montado en el alto coro de la iglesia, mezclando sus notas afiladas con las del bronco corazón del órgano y con la voz de barítono napolitano del padre Franceschini. Y seguía tocando la flauta luego, señalando el rumbo a las tiernas voces de las Hijas de María, en todo el recorrido de la procesión. Y más tarde, bajo los robles de la plaza; y en el baile de gala hasta la madrugada y aun después del baile acompañando a los arrendajos del amanecer, cuando corría con generosidad el brandy, que todos los años corría.

—Ortiz echaba la casa por la ventana, niña. Y los orticeños nos fajábamos con los coleadores del bajo Guárico, con los Galleros del Calabozo y Zaraza, con los cantadores de Altagracia y La Pascua. Y en materia de fuegos artificiales, nadie podía con nosotros.

Medio siglo, ¡y qué medio siglo!, no había logrado marchitar el orgullo del señor Cartaya con respecto a los fuegos artificiales de Ortiz. El amanecer del día de Santa Rosa se anunciaba por el estampido de cohetes y cohetones, más madrugadores aún que las campanas de la iglesia. Apenas concluida la misa, ya estaban allí los triquitraques y los buscapiés, culebrillas rojas serpeando entre los zaguanes, asustando a las beatas con su chisporreteo, enredándose entre las piernas de «La Burriquita». Y al promediar la tarde, cuando Santa Rosa surgía linda y juvenil por el ancho portal de la iglesia, resonaba el trueno gordo de los voladores que ascendían desde Las Topias, Banco Arriba y El Polvero.

—Eran barrios del viejo Ortiz, niña —suspiraba Cartaya—. No intentes buscarlos ahora porque ni las ruinas quedan. Ahí mismito, tres cuadras más allá de la carretera, donde ahora no se ve sino paja seca y no se oye sino la escapada de las iguanas, se levantaban las casas de Las Topias, Banco Arriba y El Polvero, cuando Ortiz era ciudad...

Pero lo realmente grandioso era la noche. Para la noche de Santa Rosa reservaba el pueblo su atronante homenaje en luz y pólvora a la tierna patrona. Meses enteros pasaban el italiano Cecatto, su mujer y sus hijos, fabricando aquellos surtidores de llama que luego se abrían en la noche llanera. La girándula que daba vueltas enloquecidas y lanzaba chorros de luz en todas direcciones. El árbol de fuego que florecía de candela su ramazón hasta quedar convertido en el boceto otoñal del varillaje. El castillo de fuego que ardía entre estampidos como en una escena fantástica de guerra y vandalaje. El toro de fuego, resoplando llamas por las toscas narices de cartón, monstruo infernal batallando entre la hoguera que lo destruía.

—La última gran fiesta de Ortiz —precisaba el viejo Cartaya— fue en el 91, cuando Andueza preparaba el continuismo. Carlos Palacios, primo de Andueza, lanzó su candidatura a la presidencia del Guárico y lo festejó con bailes y terneras que hicieron época. En la plaza de Las Mercedes se levantó en siete días, con troncones de madera y piedras del río, un circo de toros. «Los Cimarrones» se llamaban los toreros que vinieron desde Caracas para la corrida. Y corrió el aguardiente como si hubiera sido lluvia del cielo. Y yo toqué la flauta tres días con sus noches. Y ni Andueza pudo reelegirse, ni Carlos Palacios llegó a presidir el Guárico, porque no se lo permitió mi general Joaquín Crespo, de Parapara.

Fueron los últimos destellos de «la rosa de los Llanos». Ya había pasado la fiebre amarilla pero el paludismo comenzaba a secarle las raíces a la ciudad llanera. Sin embargo, bajo la presidencia de Crespo, parapareño que es casi como decir orticeño, vivió Ortiz horas de fugaz esplendor, debatiéndose contra un destino que estaba ya trazado. El doctor Núñez, secretario general de Crespo, había nacido en el propio Ortiz. En su casa, «La Niñera», se celebraron grandes banquetes a los cuales asistió Crespo en persona en más de una ocasión. Cartaya recordaba al caudillo llanero, montado entre los tranqueros de la calle real.

—Y desde que lo mataron —concluía Cartaya— hubo que borrar del lenguaje venezolano la palabra «caudillo»...

6

En otras ocasiones el señor Cartaya se desviaba de los acontecimientos de proyección histórica, del acampar de guerrillas famélicas en las calles de Ortiz, de la descripción de festejos y ceremonias, para referir retazos de vidas de gentes de la región. Los héroes de esos relatos estaban todos muertos y sepultados, no en el humilde cementerio nuevo de tumbas encaladas sino en el viejo y lujoso camposanto cuyos altivos túmulos abandonados podían verse aún, asomados entre cujíes y chaparrales, si se caminaba un buen trecho desde la iglesia de Santa Rosa, rumbo al noroeste.

—Cuénteme la historia de Juan Ramón Rondón —le pedía Carmen Rosa una noche.

—Pero niña —rezongaba Cartaya complacido—. ¿Otra vez? Si ya te la debes saber de memoria.

Carmen Rosa esbozaba un ademán de protesta que sabía innecesario porque ya Cartaya se disponía a reiniciar aquel relato tan propicio a las noches sin luna, cuando las pocas luces del pueblo adquirían un brillo blanquecino y emanaba una tristeza recóndita de las casas caídas.

—Juan Ramón Rondón era un muchacho de Ortiz, buen jinete y buen gallero, que llevaba amores clandestinos con la esposa del hacendado Pedro Loreto...

»Cuando el marido ensillaba la mula y tomaba la trocha que conducía a la hacienda, Rondón la esperaba en la otra orilla del río, a la sombra de un bosque que la estación de lluvias salpicaba de pascuas moradas.

»Hasta que una vecina —contaba Cartaya—, extrañada por aquellos paseos de la señora, le fue con el cuento a Loreto. Y el marido, ya en sospechas, anunció un viaje largo de cinco días, se despidió de su mujer con el más tierno abrazo y, en la mula bien provista de bastimento, salió por el camino real que iba a La Villa.

»Los amantes decidieron encontrarse esa noche en la casa de ella. Era justamente su más hondo deseo, besarse entre cuatro paredes y no en el monte, no hostigados por las espinas de los cardones, no con la mitad del corazón puesta en el beso y la otra mitad encogida por el temor de que alguien, un cazador, un niño vagabundo, un caminante extraviado, los sorprendiese.

»Aquella misma noche —continuaba Cartaya— esperó Juan Ramón Rondón que se apagaran las luces de Ortiz, que se cerraran las puertas del billar, que se retiraran los conversadores de las esquinas, antes de tomar el camino de la casa de Pedro Loreto.

»Pasada la plaza de Las Mercedes, ya apagado a su espalda el rumor del Paya, Juan Ramón vio venir en sentido contrario una hamaca que cargaban dos hombres de larga sombra. Al principio supuso que traían un enfermo, pero luego, al observar el lado azul de la cobija hacia arriba, a la luz del farol que un tercer hombre llevaba, comprendió que se trataba de un cadáver.

»Ya se cruzaba con ellos. Se descubrió Juan Ramón y formuló sin detener el paso la pregunta ritual:

»—¿Quién es el difunto?

»Y el del farol, flaco bejuco embozado, respondió con voz ronca que se tornaba prolongado calderón en el arrastrar de las oes:

»—¡Juan Ramón Rondón!

»Su propio nombre. Se estremeció y preguntó luego, como si ya estuviera enterado de la forma en que había muerto aquel desventurado homónimo suyo:

»—¿Quién lo mató?

»—¡Pedro Loreto! —le respondió la espesa voz del hombre del farol.

»Y se alejaron en tanto que Juan Ramón Rondón proseguía su camino sin entusiasmo. Aquel muerto que tuvo su mismo nombre, asesinado por un hombre cuyo nombre era igual al del marido de su amante, lo había puesto caviloso y desazonado. En ese trance se hallaba cuando, al doblar un recodo, divisó un segundo farol que avanzaba a su encuentro.

»Era una hamaca idéntica a la primera, una cobija con el lado azul hacia arriba, un cadáver de iguales dimensiones. No así los cargadores, esta vez dos ancianos desharrapados, de franelas mugrientas: ni el farolero, esta vez un enano de hinchada, monstruosa cabeza.

»—¿Quién es el difunto? —volvió a decir impensadamente Juan Ramón, como movido por una voluntad ajena a la suya.

»Y el enano, con voz más ronca que la del primer farolero, aún más sostenido el calderón de las oes:

»—¡Juan Ramón Rondón!

»—¿Quién lo mató?

»Conocía de antemano la respuesta que se le venía encima:

»—¡Pedro Loreto!

»Otra vez su nombre y otra vez el del marido a quien burlaba. Los dedos fríos del miedo se cerraban en la garganta de Juan Ramón, le paralizaron el correr de la sangre, le espantaron el amor y el deseo. Conteniendo el aliento desanduvo lo andado y regresó a su casa.

»Cien pasos más allá de la segunda hamaca —concluía Cartaya— pasó Pedro Loreto toda la noche, con una lanza apureña en la mano, esperando a un hombre para clavársela en el costado.

A Carmen Rosa le agradaba en extremo aquella historia donde nada sucedía finalmente. Donde no obstante los augurios de muerte que la voz y los gestos de Cartaya sugerían mientras la relataba, las cosas continuaban como estuvieron y los amantes seguían viéndose y besándose asustados en un umbroso recodo del río.

Capítulo III

L
A SEÑORITA
B
ERENICE

7

C
UANDO
Carmen Rosa nació ya Ortiz había comenzado a desplomarse. Entre ruinas dio sus primeros pasos y ante sus ojos infantiles fueron surgiendo nuevas ruinas. Aquella casa de dos pisos, frente a la plaza, no estaba todavía tumbada cuando Carmen Rosa hizo su primera comunión. Se derrumbó más tarde, cuando sus dueños la abandonaron y vinieron unos hombres desde San Juan a llevarse las tejas y las puertas. Carmen Rosa recordaba las sólidas puertas de oscura madera y las aldabas formadas por monstruos de metal con cuellos de serpientes en cuyos vientres de cabras se engarzaban las pesadas argollas.

Era una de sus travesuras favoritas hacer sonar las grotescas aldabas cuando regresaba con Marta de la escuela. Marta le tenía miedo al ruido bronco del golpe, le tenía miedo a las horribles quimeras de las aldabas, y a los dueños de la casa cuando la casa tuvo dueños y a los fantasmas de la casa cuando los dueños la deshabitaron. Pero tenía que quedarse en su sitio, porque también le daba miedo echar a correr, mientras Carmen Rosa tomaba con ambas manos aquellos feroces demonios de bronce y los dejaba caer una y otra vez sobre las chapas de metal de la puerta.

El recinto de la escuela era el corredor de la casa de la señorita Berenice, ocupado por tres largos bancos sin espaldar, la mesa de la maestra y un viejo pizarrón que la señorita Berenice encharolaba todos los años. Era una escuela de niñas. Las alumnas no pasaban de veinte en aquellos tiempos, pero muy rara vez asistieron todas juntas a clases. Siempre sucedía lo mismo:

—Manda a decir misia Socorro que Elenita no puede venir hoy porque está con calentura.

—Que la niña Lucinda no se pudo levantar hoy de la cama.

La que no se enfermaba nunca era Carmen Rosa. Y como, por añadidura, era la única que prestaba real atención a las cosas que la señorita Berenice decía, alguien hubiera podido pensar que la maestra dictaba las clases exclusivamente para ella.

—Como tú eres la consentida... —se lamentaba Marta, o Elenita o cualquier otra.

Y Carmen Rosa sonreía sin concederle importancia al dicho. Si ella gozaba el privilegio de venir diariamente a clase era porque el paludismo no le hacía arder la sangre; si podía estudiar en la casa era porque el anquilostomo no le había roído la voluntad. Y le sobraban fuerzas para saltar por sobre las hierbas que asomaban entre las grietas de las aceras y para encaramarse a las matas de guayaba y para nadar en el río y para lanzar piedras a los pájaros, como los varones.

Una vez fue con los varones y con Marta hasta el cementerio viejo. Marta, naturalmente, temblando de miedo se negó a acompañarlos. Pero Carmen Rosa le infundió ánimo, y como estaba con ellas la figura guardiana de Olegario, Marta concluyó por arrostrar la aventura.

Era preciso abandonar el camino y atravesar una siembra de frijoles para divisar la tapia del cementerio abandonado. Ya no existía el portal. La propia tapia se había derrumbado en muchos sitios, pero la trabazón de los bejucos, las pencas superpuestas de las tunas, los troncos y las ramas de los cujíes, ocultaban las tumbas. Olegario usó el machete y abrió una pequeña trocha para que pasaran las niñas. Ya los varones se habían escurrido por entre las lianas como cabras y uno de ellos, tenía que ser Panchito, se había trepado al mausoleo más alto y desde allá arriba silbaba imitando el canto de los turpiales.

Carmen Rosa estaba maravillada. Aquel había sido, sin duda alguna, el cementerio de la gente rica de Ortiz, cuando Ortiz fue flor de los Llanos y capital del Estado Guárico. Del mar de plantas ásperas surgían, aquí y allá, las grandes masas blancas de las tumbas. Había una de más de cinco metros de altura cuyo tope se alzaba como torre de piedra por encima de la ramazón del cují más crecido. Por el suelo, tiradas, cual si un ventarrón las hubiera arrancado de su base, yacían cuatro enormes copas truncas. Otra gran tumba remataba en una cruz de hierro, y colgante de un brazo de la cruz, se mantenía una corona. Era una corona de metal, con florecillas negras hechas de una pasta vidriada que inexplicablemente había resistido al tiempo y a los rigores de aquel descampado. Pero no se leían nombres ni inscripciones en ninguna de las tumbas. Carmen Rosa y los otros buscaron afanosamente una palabra escrita, un apellido, una fecha, pero no los hallaron. Era un cementerio anónimo, impersonal, tanto que la ausencia absoluta de caracteres hacía sospechar por un instante que ahí no estaba enterrado nadie y que aquel era apenas un antiguo y desamparado modelo ornamental de cementerio.

Los pasos infantiles resonaron largo rato, en diversas direcciones, sobre las hojas secas y resecas que cubrían el suelo. Eran hojas de varios veranos, desde la recién caída, hasta la que ya era parte de la tierra, tierra misma. Los detuvo la pared del fondo, que no era propiamente una pared sino una múltiple tumba vertical, agujereada de bóvedas. Panchito introdujo la mano derecha, el brazo entero, por una de aquellas oquedades y, despertando el grito entusiasta de sus compañeros, extrajo una calavera.

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