Pero el funcionario no había contado con la policía (p). Al volver una esquina que daba a una gran plaza, tropezó con una patrulla. Intentóretroceder, pero fue sorprendido su movimiento por el haz de una linterna. Le mandaron detenerse. Si intentaba huir, sería hombre muerto. Se aproximó a la patrulla.
—Enseñe la mano.
El haz luminoso de la linterna incidió sobre el paño blanco.
—¿Qué es eso?
—Me herí en el dorso de la mano y tuve que ponerme una venda.
Los tres policías le rodearon.
—¿Una venda? ¿Qué cuento es ése?
¿Cómo podría explicar que el líquido biológico le había arrancado la piel que se movía ahora en la oscuridad de su habitación? (Se movía ¿hacia dónde?)
—¿Por qué no puso líquido biológico en la herida? Si es que tiene ahí alguna herida.
—masculló uno de los policías.—La tengo, sí señor, pero si quito la venda la sangre no para.—Bien. Acabemos con esta conversación.
Enseñe la mano.
—Pero…
—Enseñe la mano o le pegamos un tiro aquí mismo.
El policía más próximo, con violencia, metió los dedos por debajo de la venda y tiró brutalmente. La sangre pareció dudar y, en seguida, bajo la luz violenta de la linterna, afloró en toda la superficie desollada. El policía volvió hacia arriba la palma de la mano y la letra quedó a la vista.
—Puede seguir.
—Por favor, ayúdenme a sujetar la venda otra vez
—imploró el funcionario. Reacio, refunfuñando: «Esto no es un hospital», uno de los policías accedió. Y después:—Sería preferible que se quedara en casa.
El funcionario, apenas reprimiendo las lágrimas de dolor y de autoconmiseración, murmuró:
—Pero mi casa…—Pues sí —respondió el policía—. Váyase ya.
Al otro lado de la plaza había algunas luces. Dudó. ¿Seguir hacia allí, con el riesgo de encontrar en cualquier momento personas que le obligasen a mostrar la palma de la mano? Se estremeció de dolor, de miedo, de angustia. La herida ya era mayor. ¿Qué hacer? ¿Ir andando por la oscuridad, como tantos otros, a tientas, tropezando? ¿O volver a casa? Había perdido el entusiasmo de cazador cívico con el que había salido por la mañana. Apareciese lo que apareciese, si es que era posible ver algo en medio de la oscuridad, no intervendría, no llamaría a nadie para testimoniar o ayudar. Salió de la plaza por una calle larga con dos hileras de árboles que hacían más espesas las tinieblas. Por allí nadie le exigiría que mostrase la mano. Pasaba gente rápidamente, pero la rapidez no significaba que tuviesen dónde estar o supiesen adónde ir. Andar deprisa era apenas, en todos los sentidos, una fuga.
A los dos lados de la calle los edificios crujían y estallaban. Se acordaba de que al fondo, en un cruce, había un monumento con bancos todo alrededor. Iría a sentarse allí un momento, a pasar el tiempo, tal vez toda la noche: no tenía a donde ir, ¿qué haría? Nadie tenía a donde ir. Aquella calle, como todas las demás, era un caudal de gente. Se diría que la población de la ciudad había aumentado. Se estremeció al pensar en eso. Y no se sorprendió cuando verificó que el monumento había desaparecido también. Estaban ahí todavía los bancos y había algunas personas sentadas. Entonces el funcionario se acordó de su mano herida y dudó. De la oscuridad salieron otras personas que ocuparon todo el espacio vacío. No podía sentarse.
No quería sentarse. Volvió a la izquierda, hacia una calle que había sido estrecha, pero que tenía ahora largas y profundas aberturas a los lados, verdaderos fosos donde antes había habido fincas. Tuvo la impresión de que si fuese de día todos aquellos espacios aparecerían como perspectivas enfiladas unas en las otras, hacia el norte y hacia el sur, hacia el naciente y hacia el poniente, hasta los límites de la ciudad, si tal nombre aún tenía justificación. Eso le dio una idea: salir de la ciudad, ir hacia los alrededores, hacia el campo abierto, donde no había edificios que desaparecían, automóviles que se disipaban por centenares, cosas que cambiaban de lugar y después dejaban de estar allí y no estaban en ninguna parte. En el espacio que ocupaban quedaba apenas el vacío y de vez en cuando algunos muertos. Se llenó de ánimo: por lo menos huiría de la pesadilla que sería pasar una noche así, entre amenazas invisibles, andando de un lado para otro. Con la luz del día quizá por fin se encontrase el remedio a la situación. El gobierno (g) estaría sin duda estudiando el asunto. Había habido otros casos antes, aunque menos graves, y siempre se había encontrado solución. Nada de desesperaciones. El buen orden volvería a la ciudad. Una crisis, una simple crisis y nada más.
En las proximidades de la calle donde vivía había aún algunas farolas encendidas. En esta ocasión no las evitó: se sentía seguro, confiado, a quien le interceptase le explicaría sosegadamente la historia de su sufrimiento, le mostraría lo claro que era que todo eso formaba parte de la misma conspiración contra la seguridad y el bienestar de la ciudad. No fue necesario. Nadie le exigió que mostrase la palma de la mano. Las pocas calles iluminadas estaban cubiertas de gente. Difícilmente se conseguía atravesar. Y en una de ellas, subido encima de un camión, un sargento del ejército de tierra (et) leía una proclama o aviso:
—Se previene a todos los ciudadanos usuarios que, por orden del estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa), será bombardeado, a partir de las siete de la mañana, por los medios de artillería (a) y de aviación (a), el sector este de la ciudad, como primera medida de represalia. Los ciudadanos usuarios que viven en el sector que se bombardeará ya han sido evacuados de sus casas, encontrándose alojados en instalaciones gubernamentales debidamente vigiladas. Serán indemnizados de todas sus pérdidas materiales y de todas las incomodidades morales que esta orden inevitablemente causará. El gobierno (g) y el estado mayor general de las fuerzas armadas (emgfa) garantizan a los ciudadanos usuarios que el plan elaborado de contraataque será llevado a sus últimas consecuencias. Dadas las circunstancias, y habiéndose revelado infructífera la consigna de orden «vigilancia y mano abierta», esa consigna de orden es sustituida por esta otra: vigilar y atacar.
El funcionario suspiró de alivio. No tendría ya que enseñar la mano. Le entró un alma nueva en el pecho. Se fortaleció el renacimiento del valor que había sentido media hora antes. Y allí mismo decidió dos cosas: que pasaría por su casa para buscar los prismáticos y que con ellos iría fuera de la ciudad, hacia el lado este, a asistir al bombardeo. Se unió a las conversaciones que habían empezado apenas el sargento concluyóla lectura del aviso:
—Es una idea.
—¿Cree que dará resultado?
—Seguro, el gobierno (g) no está durmiendo. Y, como represalia, no se podría encontrar una mejor.
—Esta vez será de verdad un buen ejemplo. Es una pena que no haya sucedido antes.—¿Qué tiene en la mano?—. El líquido biológico no actuó y aumentó la herida.
—Sé de otro caso igual.
—Yo también. Me han dicho que en los hospitales ha sido una calamidad.
—Probablemente yo fui el primer caso.
—El gobierno (g) indemnizará a todo el mundo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Buenas noches. Mañana será mejor.
—Mañana será mejor. Buenas noches. El funcionario se apartó contento. Su calle continuaba a oscuras, pero eso no le perturbó. La levísima, imponderable claridad que venía de las estrellas era suficiente para orientarse y, como allí no había árboles, la oscuridad no era demasiado densa.
Encontró su calle diferente: faltaban algunos edificios más. Pero no el suyo. Continuaba, probablemente otros escalones habrían desaparecido. Mientras tanto, aunque el ascensor no funcionase, encontraría la manera de llegar al segundo piso. Quería los prismáticos, quería el desquite de asistir al bombardeo de un sector entero de la ciudad, el sector este, como el sargento había dicho. Pasó entre los dinteles de la puerta que había desaparecido y se encontró en el vacío. Al contrario de la finca que había visto por la mañana, quedaba de ésta apenas la fachada, como una cáscara hueca. Levantó la cabeza y vio por encima el cielo y las raras estrellas de esa noche. Sintió una furia grande. Ningún miedo, apenas una furia grande y saludable. Odio. Una rabia de matar.
Sobre la tierra había unos bultos blancos, cuerpos completamente desnudos. Se acordó de lo que había oído por la mañana en el quiosco: «Ni los anillos tenían.» Se aproximó. Tal como esperaba, conocía a todos los muertos: eran algunos vecinos de su mismo edificio. Habían preferido no salir de casa y ahora estaban muertos. Desnudos. El funcionario puso la mano sobre el pecho de una mujer: aún estaba tibio. La desaparición se había producido, probablemente, cuando él había llegado a la calle. En silencio, o tan sólo entre crujidos y estallidos, como los había oído por todas partes mientras había estado en casa. Si no se hubiese detenido a oír al sargento, si no se hubiese quedado después conversando, quizá allí hubiese un cuerpo más, el suyo. Miró de frente, hacia el espacio que el edificio había dejado, y vio moverse otro edificio más allá, disminuir de altura rápidamente, como una hoja de papel oscuro recortado, que un fuego invisible desde el cielo fuese royendo o carcomiendo. En menos de un minuto el edificio desapareció. Y como más allá había un espacio mayor, se formó una especie de corredor todo derecho en dirección este. «Incluso sin prismáticos», murmuró el funcionario, temblando de miedo y odio, «lo he de ver».
La ciudad era muy grande. Durante el resto de la noche el funcionario caminó hacia el este. No había peligro de perderse. Hacia aquel lado el cielo clareaba muy despacio. Y a las siete, ya amanecido, empezaría el bombardeo. El funcionario se sentía abrumado por la fatiga, pero feliz. Cerraba con fuerza el puño izquierdo, gozaba de antemano el castigo terrible que iba a caer sobre la cuarta parte de la estructura material de la ciudad. Sobre las cosas que allí había, sobre los oumis. Reparó en que centenas, millares de personas caminaban en la misma dirección. Todos habían tenido la misma buena idea. A las cinco ya había llegado a campo abierto. Mirando hacia atrás veía la ciudad, con su recorte irregular, algunos edificios que parecían más altos sólo porque habían desaparecido los que los flanqueaban, exactamente como un perfil de ruinas, aunque en rigor no hubiese ruinas, pero sí ausencias. Vueltas hacia la ciudad, decenas de piezas de artillería formaban un semicírculo. Aún no había aviones en el aire. Llegarían exactamente a las siete, no necesitaban llegar antes. A trescientos metros de las piezas de artillería, una fila de soldados impedía que las personas se aproximasen. El funcionario se vio metido entre la multitud. Le inundó el despecho. Se había cansado para llegar hasta allí, no tenía casa a la cual pudiese regresar cuando el bombardeo acabase y no conseguiría ver el espectáculo, tener el desquite, la venganza, el gozo. Miró en torno. Había personas encima de cajones. Una buena idea que él no había tenido. Pero, por detrás, tal vez a un kilómetro, había una línea de colinas con árboles. Lo que perdería en distancia lo ganaría en altura. Le pareció una idea a seguir.
Atravesó la multitud, cada vez más rala en aquella dirección, y todo el espacio abierto que lo separaba de las colinas. Apenas unas pocas personas se dirigían también hacia allí. Y hacia la colina que estaba frente a él, nadie. El cielo tenía un color gris, casi blanco, pero el sol aún no había nacido. El terreno subía poco a poco. Abajo la multitud era cada vez mayor. Entre la artillería y el límite de la ciudad se instalaba ahora una fila de ametralladoras pesadas. Ay de los oumis que fuesen hacia ese lado. El funcionario sonrió: el castigo sería ejemplar. Lamentó no estar en el ejército. Le gustaría sentir en el pulso, incluso en su mano herida, qué importaba eso, el vibrar del arma causado por los disparos, el temblor de todo el cuerpo, que no sería entonces de miedo, sino de furor y alegría justiciera. La sensación física de todo eso fue tan intensa que tuvo que detenerse. Pensó en volver atrás, para estar más cerca. Pero comprendió que nunca podría estar tan cerca como desearía, que en medio de la multitud poco acabaría por ver, y continuó su camino. Se aproximaba ya a los árboles. Por allí no había nadie. Se sentó en el suelo, con la espalda vuelta hacia unos arbustos cuyas flores le rozaban los hombros. De los sectores laterales de la ciudad continuaban afluyendo ríos de gente. Nadie había querido perderse el espectáculo. ¿Cuántos ciudadanos habría allí? Centenas de millares. Tal vez la ciudad entera. El campo era sólo una mancha negra que se extendía rápidamente, que empezaba ahora a transbordar en dirección a las colinas. El funcionario temblaba de nerviosismo. Iría a ser, por fin, una gran victoria. Debía de faltar ya poco para las siete. ¿Dónde estaría su reloj? Se encogió de hombros: tendría un reloj todavía mejor, más perfecto, construido con materiales más cualificados. Vista desde allí, la ciudad era irreconocible. Pero todo sería rehecho a su tiempo. Primero el castigo.
Fue en ese instante cuando oyó voces detrás de sí. Una voz de hombre y una voz de mujer. No conseguía entender lo que decían. Quizá una pareja de enamorados a los que la proximidad del bombardeo había excitado sexualmente. Pero las voces eran tranquilas. Y, de súbito, nítidamente, el hombre dijo:
—Esperamos un poco más.
Y la mujer:
—Hasta el último momento.
El funcionario sintió que los cabellos se le erizaban. Los oumis. Miró ansioso hacia la planicie. Vio que las personas continuaban aproximándose como hormigueros negros y quiso conquistar aquella gloria, la precedencia C. Rodeó silenciosamente el macizo de arbustos, después se agachó, casi a rastras por detrás de un grupo de árboles muy juntos. Esperó un poco y finalmente se levantó, despacio, y observó. El hombre y la mujer estaban desnudos. Había visto esa noche otros cuerpos así, pero éstos estaban vivos. Rehusaba aceptar lo que tenía ante los ojos, deseaba que fuesen ya las siete, que el bombardeo empezase. Por entre las ramas veía gente de la ciudad que se aproximaba rápidamente. Tal vez estuviesen ya al alcance de la voz. Gritó:
—¡Venid! ¡Aquí hay oumis!
El hombre y la mujer se volvieron de un salto y corrieron hacia él. Nadie más le había oído y no hubo tiempo para una segunda llamada. Sintió las manos del hombre en torno al cuello, y las manos de la mujer sobre la boca, apretando. Y antes todavía tuvo tiempo de ver (como ya sabía) que las manos que lo iban a matar no tenían ninguna letra, eran lisas, sin nada más que la pureza natural de la piel.