—¿Quién coño eres tú?
—¿Y tú?
—Soy Releches.
—¿Releches?
—Mira, tío de mierda, déjate de preguntas y dime quién eres o te muelo a hostias.
—Me llamo Juan.
—¿Qué haces en la 211?
—Me han traído.
Desde la zona de seguridad vimos entrar a Releches en la 211 y empezamos a rezar. Releches es una escoria de arrabal, uno de esos tipos sin carácter que se convierten en parásitos de los matones, los manejan como quieren. Ya conocen ese perfil, lo han visto muchas veces en los expedientes: analfabeto, violento pero sin iniciativa, necesitado del amparo del grupo, una especie de «chico para todo» de los jefes. Hace unos años lo fue de verdad
para todo.
Sus facciones de niño lo hacían muy apetecible, y lo que le faltaba de cabeza le sobraba de culo. Ya no, desde que cogió el sida, no. «Te has vuelto vieja y apestada, ya no sirves ni de puta», le suele decir Malamadre en el comedor. Y él sonríe. Mejor sonreír, ¿saben?, que contestar a Malamadre. Fue Releches el que entró en la 211. Se lo señalé a José Utrilla, que acababa de llegar.
—¿Habéis llamado al director?
—Sí, lo ha hecho Fermín. Viene para acá. También al Ministerio. Los de operaciones especiales no tardarán en llegar.
—¿Cómo está la situación?
—El módulo 5 lo controlan por completo y, según parece, tienen bloqueado el acceso al 4, al que también pueden entrar. Pero no es eso lo que me preocupa.
—Y qué es lo que te preocupa, joder, Armando.
—El nuevo está dentro.
—¿Qué nuevo?
—El nuevo compañero, Juan Oliver.
—¡Tenía que venir mañana!
—Pero vino hoy. Le estaba enseñando la prisión cuando se mareó, lo tendimos en el camastro de la 211 y en ese momento se desencadenó el motín. Tuvimos que dejarlo allí, no se podía mover y esos cabrones venían por nosotros.
—Mierda, un rehén.
—Ojalá no sea un muerto. Releches acaba de encontrárselo, mira.
A mí me súa la polla lo que crean, la verdá, pero Juan Oliver..., qué dos pares de cojones, bien puestos, mucho, como no vi nunca en el trullo, y eso que llevo la mitá de mi joía vía aquí; pues nunca nadie con tantos huevos y tan bien puestos, y yo los tengo también, ¿eh?, pero sé reconocer a los que los gastan más gordos que yo...; el cabrón... me engañó a mí y se la metió doblá a ustedes, hasta el nudo de las corbatas esas que gastan, mucha corbata y mucha mierda, les servirían para limpiarse el culo y ni siquiera las mancharían..., ¿quién me da un pitillo?..., me importa un carajo que no quieran que les cuente mi vía, yo hablo lo que quiero, coño, y o escuchan o me voy, no te joe, a mí me han llamao: Vicente Tenorio Parla, y aquí está Malamadre, joé, pero no les voy a decir la mierda que quieren que les diga sino la verdá, la verdá de la cárcel, la única que vale aquí, porque cuando se vayan, si antes Releches no le ha cortao el pescuezo a alguno, pues eso, que encontrarán su mierda de verdá ahí afuera, pero aquí solo hay una, no te joe, la que hace soportar un día sí y otro también esta vía cabrona, rodeao de cabrones, la hostia, que no duraban ustés ni un minuto aquí pidiendo por favor y dando las gracias; aquí por favor solo te dan cicatrices de un palmo, como coño de puta vieja; hasta un coño de esos me comía yo ahora, tu coño, señorita, que estás mu buena, seguro que te huele a to menos a coño. ¿Te gustaría un visavís conmigo, eh? Iros a la mierda, no queréis escuchar lo que os iba a decir, la joía verdá, por eso me echáis, pero que lo sepan, dos huevos Juan Oliver y una polla para mamársela..., que os den por el culo...
—Tráemelo.
—Está hecho una mierda, sangra por la cara y parece enfermo el muy capullo.
—Pues lo coges por la pelambrera, coño, y lo arrastras, Releches de mierda, esto es un motín, cojones, no urgencias de un hospital. ¿Qué quiere, coño?, ¿que le acerquemos una silla de ruedas?
—Vale, Malamadre.
—Y rápido, joé, que no tenemos to el día.
Tranquilízate. Piensa. Ese tipo que te ha preguntado (Releches, dijo) es un interno. Si ha entrado en esta celda es que al volver del patio no regresó a la suya, que me lo explicó Armando: «Llegan en fila del patio, se ponen cada uno delante de su celda, acceden a ellas a la vez y cuando están todos dentro el funcionario de la pecera cierra las puertas». Está claro. El ruido y la alarma, y Germán, Armando y Fermín corriendo, y Releches con las hostias que me iba a dar. Esto es un motín y yo estoy solo aquí con toda esta gentuza. Vestía parecido a mí el Releches, todo de gris. Ahora entiendo lo que decía Germán de que me podían confundir con un interno del módulo 5 y lo de acabar en la «nevera». No hace falta, ya tengo frío, mucho frío, pero veo bien y se va el mareo. El Releches ese va a volver, seguro. Si soy rápido lo puedo inmovilizar, soy más alto y más fuerte que él, pero ¿qué hago después si son muchos? Tenía que haberme quedado en casa. El día 20 a las ocho horas, decía la carta, pero yo nada, «voy el día 19 y así conozco la prisión y a los compañeros», le dije a Elena, y ella asintió. ¿Qué estará haciendo ahora? Deben de ser las diez. ¿Sabrá lo que está pasando aquí? Ojalá no, seguro que actúan rápido, me sacan y después se lo cuento tranquilo, con un café, y hasta nos reímos. Pero cuando vuelva Releches, ¿qué hago? Soy un rehén. Si quieren algo me van a utilizar a mí para el trueque. El primer día, joder. «Es una buena oportunidad», dijo padre. Si llega a saber lo que iba a pasar me encadena al tractor, como cuando hice novillos en la escuela para coger ranas. Había llovido y croaban en la charca de la Manuela. Fran y yo nos miramos: ¿Úrsula o sus hermanas las ranas?, y con la mirada nos pusimos de acuerdo. «Conque ranas en vez de libros, ¿eh? Pues venga, ven conmigo, que ni una cosa ni la otra». Las estrellas ni siquiera parpadeaban. Vaya miedo, allí solo, temiendo que los perros del inglés pudieran olisquearme. Pero no llamé a mamá. Le eché dos huevos. «¿Qué tal la noche?», preguntó papá después. «Bien», contesté. «Pues ya sabes, o tienes los pies plantados en la tierra como las diez horas de esta noche, o los separas nada más que para subirte al tractor desde que sale el sol hasta que se va echando leches. O libros o a arar, que no quiero vagos en mi casa». Ahora tengo los pies pegados a la tierra. Ojalá se abriera y me tragase. Este sería el momento justo: aquí llega otra vez Releches.
—¿Cómo te llamas?
—Juan.
—¿Juan qué?
—Juan Oliver.
—¿Qué hacías en la 211?
—Me llevaron allí.
—Coño, larga ya. ¿Quiénes te han llevao?
—Los tipos esos con uniforme.
—¿Y la sangre?
—Me pegaron.
—¿Te han zurrao esos castraos? —Sí.
—Y ¿por qué?
—Les dije que olían a mierda.
—Jajajajá, les dijo que olían a mierda. ¿Por qué te han enchironao?
—Maté a uno.
—Eres inocente, coño, tos los malditos cabrones que estamos aquí somos inocentes.
—Yo no, maté a ese hijo de puta y lo volvería a hacer.
—¿Por qué vistes distinto?
—Me he puesto lo que me dieron.
—Bájate los pantalones.
—¿Para qué quieres que lo haga?
—Que te los bajes, coño. Cuando te ordene algo Malamadre te callas como una puta y lo haces, mierda.
Lo vimos a través de las cámaras del circuito cerrado. Releches lo había sacado a empellones de la celda. Andaba vacilante, pero tenía mejor cara.
—Se lo lleva a Malamadre —musité.
El director asintió. Fermín dijo:
—Joder.
—Que venga Valladares —ordenó el director. Los internos estaban sacando las colchonetas de las celdas y disponiéndolas en forma de pira en la galería. Malamadre, Pincho y Tachuela hacían grupo aparte. Juan daba dos pasos en zigzag y luego otros cortos, rápidos, cada vez que Releches lo empujaba por la espalda. Malamadre lo vio llegar con la cicatriz del cuello más tensa que nunca.
—Lo va a ensartar ahí mismo —pronosticó Fermín.
—No, no lo hará, lo necesita como rehén —repliqué.
Pincho jugaba con su picahielos en la mano. Se lo descubríamos todas las semanas y en veinticuatro horas tenía el repuesto. Había ocupado el puesto de lugarteniente de Malamadre cuando trasladaron a Bailarín tras la revuelta del 98. Juan se acercaba y Malamadre escupía.
—¿Qué pasa?
—Te necesitamos.
Valladares, ya saben, es el psicólogo de la prisión. Dice Germán que lo suyo es digno de elogio, porque no logra rehabilitar a los internos pero terminan estando orgullosos de sí mismos: «Encima, autoestima, lo que les faltaba a esos cabrones», solía decir. Malamadre le daba la espalda a la cámara de televisión, pero el rostro de Juan se apreciaba con nitidez.
—¿Qué dice?
—Que se llama Juan Oliver.
Valladares lee los labios. Antes lo utilizaba para ligar en las discotecas. «Me gusta ese tío» o «el del pelo blanco está para hacerlo padre». Les leía los labios a las chicas e iba a tiro hecho el muy sinvergüenza.
—Y ¿qué más?
—Que lo llevaron a la 211, que los de uniforme le pegaron..., espera..., sí, porque les dijo que olían a mierda. Dice que está aquí porque mató a uno.
—¡Coño, Juan se está haciendo pasar por un interno!
—¿No lo es?
—No.
—Pregunta que para qué quiere que se quite los pantalones.
Los que allí estábamos contuvimos la respiración. A ustedes eso no les dirá nada, pero para los que sufrimos esto, sí. La camisa y los pantalones podían pasar, que cambios hay de vez en cuando en la indumentaria de los internos de los módulos 4 y 5, los únicos uniformados de toda la prisión, pero Malamadre quería cerciorarse de que le estaba diciendo la verdad. Los calzoncillos con el elástico azul de los internos le darían la respuesta.
Nunca pensé que la costumbre de no llevar calzoncillos pudiera salvarme la vida. Elena bromea a menudo con ello diciendo que así puedo ser «Willy el Rápido», pero «es poco romántico, Juan; así no puedo quitártelos poquito a poquito, y eso no es justo, eres un machista», y se ríe. Jamás los he podido soportar. Ni siquiera esos anchos y blancos de papá que mamá me pasaba y que dormían en los cajones de la cómoda el sueño de los justos. Hice bien en quitarme los cordones de los zapatos y el cinturón. Los escondí en el hueco trasero del váter. A los internos se lo requisan todo a su llegada. No me lo dijo Armando, lo he visto en las películas. Ni dinero, ni llaves, ni nada. Arrojé todo al inodoro y tiré de la cisterna. Releches debe de ser malo con los pasatiempos de los diez errores. No se dio cuenta del cambio de la primera a la segunda vez que me vio.
—Coño, no tiene calzones, mira este, va en pelota viva —grita divertido Malamadre.
Le veo los colmillos y no me desmayo. Pero dan miedo. Son como dos puñales.
—¿Por qué no llevas calzones, joputa?
—Se habían acabado, me dijeron.
... No les dije na, Tachuela, esos engominaos son peores que nosotros y la tía estirá es una puerca, solo sabía cruzarse de piernas, joé, pa que le viera las bragas, estaba buena, ¿sabes?, pero no me dejaron hablar; total, somos unos tiraos y no les interesa nuestro rollo, no querían saber la verdá del Juan, y les hubiese contao to, ¿te acuerdas?, se bajó los pantalones y la polla y los huevos al aire el mu joío, los huevos encogíos, como garbanzos, que estaba que se cagaba el pobre, pero bien puestos, ¿eh, Tachuela?, bien puestos, que no se le mudó la cara cuando, qué cabrón, dijo aquello de se habían acabao y yo me lo creí, tú también te lo creíste, joputa, no me vengas ahora con la mierda de que tú no te fiabas, caímos tos, yo quería saber si me estaba mintiendo, que me daba la espina, y los calzones del mamón nos lo habría dicho, el elástico azul con el que hacíamos los tirachinas, pero se habían acabao, joío, nos engañó y, total, no llevaba los cordones ni el cinturón y el Releches cuando lo palpó dijo que no llevaba na de na, había matao a un tío, nos dijo, ¿recuerdas?, y tan frío lo vi que estaba seguro que era plata, joé, por una perra seguro que fue, pensé, te lo dije, ¿verdá?, ha sío por una perra, le ponía los cuernos y se lo llevó por delante, apuesto, coño, un cartón de tabaco que con una pipa, que a este no le veo sangre para abrirle las tripas a un tío, con una pipa, pum, al pecho, uno, dos, tres, por cabrón, seguro que había sío así, os dije, y el mu perro con los cojones al aire y me dijo si ya me has visto bien la polla me subiré los pantalones, nos reímos, los tenía bien puestos, que por menos Malamadre dejó sin piños a unos cuantos joputas, pero me cayó bien el Juan, no me querían escuchar, porque lo querían escoria, Tachuela, pero yo les iba a decir que el Juan era de ley, no de la mierda de ley suya, sino de la de verdá, la que hace hombres en el trullo; se lo hubiese dicho, sí, pero me lié con el coño de la estirá y aquel tío me dijo que me fuera, tenía las bragas rosa, Tachuela, y el coño afeitao, joé, si Releches hubiera tenío diez años menos...
Valladares nos miraba estupefacto, el director sonreía, Fermín aplaudía, pero yo me quedé pensando, ¿saben?, porque no es fácil engañar a Malamadre y los que lo intentaron están todos remendados. Reaccioné rápido. No es que me quiera colgar medallas, que conste, pero nunca me ha gustado el teatro; a los demás, por lo que veía, sí; se divertían con la patraña, pero yo solo pensaba en la realidad. Aquella ficción de Juan había que arroparla de realidad, me dije. «Fermín, rápido, en el almacén se acabaron ayer los calzoncillos, que los retiren todos, y dile al cuerpo de guardia que haga un apunte en la entrada de internos: a las ocho de la mañana, Juan Oliver Miranda, el juzgado que se lo inventen, ¡ah!, y dile a Julián y a Alberto que dejen caer algo sobre los calzoncillos y el apunte cuando aparezcan los confidentes para que llegue a oídos de Malamadre, pero sin levantar sospechas, que Apache juega a dos bandas, ya sabes». Fermín miró al director y este asintió. Me dio vergüenza, ¿saben?, porque lo tenía que haber dicho él. «Buen trabajo, Armando, Juan ya tiene coartada», reconoció, y si quieren que les diga la verdad, me sentí orgulloso, y más delante de José Utrilla, porque yo debía ser el que ocupara el puesto de jefe. Me puentearon en su día: Utrilla era un enchufado. Pero no quiero hablar mal de él, perdonen.
—¿Y ahora qué hacemos, Malamadre? La pasma seguro que llega dentro de nada y nos van a dar de hostias.
—Ahora los vamos a joer vivos, Pincho.
—Pues ya me dirás, ¿les metemos fuego a los colchones?
—No.
—¿Tú que opinas, Juan?