Cianuro espumoso (16 page)

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Authors: Agatha Christie

—Poquísimo... y aun eso no es demasiado bueno. Tiene el pasaporte en regla. Es un ciudadano norteamericano del que nada hemos podido averiguar, ni a favor ni en contra. Vino aquí, se alojó en el Claridge y logró hacer amistad con lord Dewsbury.

—¿Timador?.

—Pudiera ser. Dewsbury parece haberle cobrado afecto. Le ha pedido que se quede. Y era un momento algo crítico entonces, por cierto.

—Armamento —dijo Race—. Hubo mucho jaleo en las pruebas con los nuevos tanques en la fábrica de Dewsbury.

—Sí. Ese Browne se mostró interesado en armamento. Fue poco después de haber estado él allá cuando se descubrieron los actos de sabotaje justamente a tiempo. Browne conoció a muchos amigos de Dewsbury. Parece haber cultivado la amistad de todos los que estaban relacionados con fábricas de armamento. Como resultado de ello, le han enseñado muchas cosas que, en mi opinión, no debiera haber visto jamás. Y, en un caso o dos, ha habido jaleo serio en las fábricas no mucho después de haber estado él.

—¡Interesante personaje Mr. Browne!.

—Sí. Derrocha simpatía al parecer, y sabe sacarle todo el provecho posible.

—¿Y cómo entró Mrs. Barton en el asunto?. George Barton no tiene nada que ver con la venta de armas, ¿verdad?.

—No, pero parecen haber tenido bastante intimidad. Tal vez le dijese algo a ella. Usted sabe, coronel, mejor que nadie, lo que es capaz de sonsacarle a un hombre una mujer bonita.

Race asintió, tomando las palabras del inspector como una referencia al Departamento de Contraespionaje, que antaño dirigiera él, y no como alusión a alguna indiscreción personal suya.

Después de una larga pausa, Race preguntó: —¿Ha probado suerte con las cartas que recibió George Barton?.

—Sí. Las encontré en la mesa escritorio de su casa anoche. Mejor dicho, fue miss Marle quien me las entregó.

—Usted sabe que me interesan esas cartas, Kemp. ¿Qué opinan de ellas los expertos?.

—Papel barato, tinta corriente... Por las huellas dactilares se ve que las tocaron George Barton e Iris Marle, y una serie de manchones no identificables en el sobre pueden ser las huellas del cartero y de los empleados de Correos. Las escribían con letra de imprenta, y los peritos opinan que las escribió alguna persona culta y de buena salud.

—¿Una persona culta...?. ¿No un criado? —Al parecer, no.

—Así resulta aún más interesante. —Significa que por lo menos alguna otra persona también desconfiaba.

—Alguna persona que no se dirigió a la policía. Alguien que estaba dispuesto a despertar las sospechas de George, pero que no siguió adelante con el asunto. Hay algo raro ahí, Kemp. No las podría haber escrito él, ¿verdad? —Sí que podría haberlo hecho. Pero, ¿por qué? —Como preámbulo al suicidio, un suicidio que tenía la intención de que pareciera un asesinato.

—¿Con miras a que Stephen Farraday fuera a la horca?. Es una idea. Pero se hubiera asegurado de que todo señalara a Farraday como culpable. Mientras que, en realidad, no tenemos absolutamente nada contra él. —¿Y el cianuro?. ¿No se encontró ningún envase? —Sí. Un paquetito de papel blanco, debajo de la mesa. Contenía restos de cianuro. Sin huellas dactilares. En una novela policíaca, claro, se trataría de un papel especial doblado de una forma determinada. Me gustaría darles a esos escritores de novelas policíacas un curso de investigación práctica. ¡Pronto se enterarían de que resulta imposible descubrir la procedencia de la mayor parte de las cosas y de que nadie se fija en nada en ninguna parte!.

Race sonrió.

—Me parece que generaliza demasiado. ¿Nadie vio nada anoche?.

—Ésa es la tarea que me dispongo a realizar. Anoche tomé una breve declaración a todo el mundo y regresé a Elvaston Square con miss Marle y registré la mesa del despacho de Barton. Obtendré una declaración más completa de todos hoy, así como declaraciones de la gente que ocupaba las dos mesas contiguas.

Hojeó unos papeles.

—Sí... aquí están. Gerard Tollington, de la Guardia de Granaderos, y la honorable Patricia Brice Goodworth. Una parejita de prometidos. Apuesto a que no vieron nada. Estarían demasiado ocupados mirándose el uno al otro. Y Mr. Pedro Morales, un mejicano de aspecto poco recomendable. Hasta el blanco de los ojos lo tiene amarillo. Y miss Christine Shannon, una escultural rubia sacacuartos. Apuesto a que ella tampoco vio nada. Más idiota de lo que uno pudiera creer posible... salvo en asuntos de sacar dinero al prójimo. Lo más probable es que ninguno de ellos viera nada, pero tomé los nombres y direcciones por si acaso. Empezaremos por el camarero Giuseppe. Está aquí ahora. Ordenaré que lo hagan pasar.

Capítulo II

Giuseppe Bolsano era un hombre de edad madura, enjuto e inteligente, aunque su rostro tenía cierto aire de simio. Estaba nervioso, pero no más de lo natural. Hablaba el inglés con facilidad, puesto que, como explicó, se encontraba en Inglaterra desde los dieciséis años y se había casado con una inglesa.

Kemp se mostró muy comprensivo con él.

—Vamos, Giuseppe —le dijo—, a ver si se le ha ocurrido a usted alguna otra cosa relacionada con el asunto.

—Es un asunto muy desagradable para mí. Fui yo quien sirvió esa cena. Fui yo quien sirvió el vino. La gente empezará a decir que tengo trastornado el juicio, que pongo veneno en las copas. No es cierto, pero eso dirá la gente. El propio Mr. Goldstein me ha dicho ya que más vale que me tome una semana de vacaciones... para que la gente no me haga preguntas ni me señalen cuando entren en el establecimiento. Es un hombre bueno y justo. Sabe que yo no tengo la culpa y que llevo trabajando allí muchos años. Así que no me ha despedido, como hubieran hecho otros dueños de restaurantes. Y Charles ha sido muy bondadoso también. No obstante, es una desgracia para mí... y me da miedo. ¿Tendré un enemigo, me pregunto?.

—Bueno —inquirió Kemp, con el rostro más inescrutable que nunca—, ¿lo tiene?.

En la melancólica cara de mono apareció una sonrisa. Giuseppe abrió los brazos.

—¿Yo?. ¡No tengo un solo enemigo en el mundo!. Muchos buenos amigos. Pero ningún enemigo.

Kemp soltó un gruñido.

—Hablemos de anoche. Hábleme del champán.

—Era
Clicquot
del veintiocho, un caldo muy bueno y muy caro. Mr. Barton era así. Le gustaba comer y beber de lo mejor.

—¿Había pedido la bebida de antemano?.

—Sí. Lo había acordado todo con Charles.

—¿Y el sitio vacante a la mesa?.

—También lo había previsto. Se lo dijo a Charles y me lo dijo a mí. Una señorita lo ocuparía más tarde.

—¿Una señorita? —Race y Kemp se miraron—. ¿Sabe usted quién era esa señorita?.

Giuseppe meneó la cabeza.

—No. No sé una palabra de eso. Había de llegar más tarde. Es lo único que sé.

—Prosiga con el champán. ¿Cuántas botellas?.

—Dos. Y había de estar preparada una tercera por si hacía falta. La primera se terminó aprisa. Descorché la segunda no mucho antes de que empezara el espectáculo en la pista. Llené las copas y metí la botella en el cubo de hielo...

—¿Cuándo vio usted beber a Mr. Barton por última vez?.

—Deje que piense... Cuando se terminó el espectáculo, brindaron por la señorita. Era su cumpleaños, según tengo entendido. Luego salieron a bailar. Fue después de eso, al regresar, cuando bebió Mr. Barton, y, enseguida, así, como quien sopla una vela, murió.

—¿Había usted llenado los vasos mientras bailaban?.

—No, monsieur. Estaban llenos cuando brindaron por
mademoiselle
, y no bebieron mucho. Sólo unos sorbos. Quedaba mucho en las copas.

—¿Se acercó alguien,
fuera quien fuese
, a la mesa mientras bailaban?.

—Nadie en absoluto, señor. Estoy seguro de ello.

—¿Salieron todos a bailar al mismo tiempo?.

—Sí.

—¿Y volvieron al mismo tiempo?.

Giuseppe frunció el entrecejo en un esfuerzo para recordar.

—Mr. Barton volvió primero con la señorita. Era más grueso que los otros, no bailó tanto rato, ¿comprende?. Luego volvieron el caballero rubio, Mr. Farraday, y la señorita vestida de negro. Lady Alexandra Farraday y el señor moreno fueron los últimos en sentarse.

—¿Conoce usted bien a Mr. Farraday y a lady Alexandra?.

—Sí, señor. Los he visto en el Luxemburgo con frecuencia. Son muy distinguidos.

—Oiga, Giuseppe, si alguna de esas personas hubiese puesto algo en la copa de Mr. Barton, ¿hubiera podido verlo usted?.

—No puedo contestar a eso. Tengo mi sector... las otras dos mesas del reservado y dos más en la sala del restaurante. Había que servir varios platos. No vigilé la mesa de Mr. Barton. Después del espectáculo, casi todo el mundo se levantó a bailar, de manera que, durante aquel intervalo, me mantuve quieto... por eso puedo estar seguro de que nadie se acercó a la mesa entonces. Pero en cuanto se sentó todo el mundo, volví a encontrarme muy ocupado.

Kemp asintió.

—Pero creo —prosiguió Giuseppe— que hubiera sido muy difícil acercarse sin ser visto. Se me ocurre que sólo el propio Mr. Barton podía haberlo hecho. Pero ustedes no lo creen, ¿verdad?.

Miró al policía.

—Así que esa es su opinión, ¿eh? —dijo Kemp.

—Como es natural, yo no sé nada... pero me he hecho esa pregunta: hace un año, esa hermosa señora, Mrs. Barton, se suicidó. ¿No podría ser que Mr. Barton estuviera tan apenado que decidiera poner fin a su vida de la misma manera?. Resulta poético. Claro está que no le haría con ello ningún bien al restaurante... pero un caballero que va a suicidarse no pensaría en eso.

Miró con avidez a los dos hombres.

Kemp meneó la cabeza.

—Dudo mucho que sea tan sencillo.

Hizo unas cuantas preguntas más y luego despidió a Giuseppe.

—¿Me pregunto si será eso lo que debemos creer?.

—¿Un marido angustiado se suicida en el aniversario de la muerte de su esposa?. En realidad, no era el aniversario, pero no faltaba mucho.

—Era el Día de Difuntos —anunció Race.

—Sí. Es posible que la idea fuera ésa; pero en tal caso, quienquiera que cometiese el crimen, no puede haber sabido que Mr. Barton conservaba aquellas cartas, o que lo había comentado con usted, o que se las había enseñado a Iris Marle.

Consultó el reloj.

—Me esperan en Kidderminster House a las doce y media. Tenemos tiempo de visitar a los que ocupaban las otras dos mesas, o a alguno de ellos, por lo menos. Acompáñeme, ¿quiere, coronel?.

Capítulo III

Mr. Morales se hospedaba en el Ritz. No era una visión agradable a esta hora de la mañana. Estaba sin afeitar, tenía los ojos inyectados en sangre y sufría todas las consecuencias de una terrible resaca.

Mr. Morales era súbdito norteamericano y hablaba en
spanglish
. Aun cuando aseguró que estaba dispuesto a recordar todo lo que fuera posible, sus recuerdos de la noche anterior eran de una vaguedad asombrosa.

—Fui con Christine, una tía de cuidado. Me dijo que era un buen sitio. «Cariño —le dije—, iremos adonde a ti te salga de las narices.» Era un sitio de postín... eso lo reconozco, ¡y te lo hacen pagar!. Se me llevaron casi treinta dólares. Los músicos eran unos muertos. Nada de marcha.

Interrumpieron sus recuerdos de su propia juerga y le instaron a que se concentrara en la mesa central. No fue de gran ayuda.

—Sí, había una mesa y estaba llena de gente. No recuerdo qué aspecto tenían. No les hice mucho caso hasta que el tipo aquel la espichó. Aunque al principio no parecía saber aguantar el vino. Ah, oigan, ahora recuerdo a una de las damas. Pelo negro y estaba estupenda.

—¿Se refiere a la muchacha del vestido de terciopelo verde?.

—No, a esa no. Ésa era puro hueso. La que digo iba de negro, ¡y vaya curvas las suyas!.

Era Ruth Lessing la que había llamado la atención de Mr. Morales. Hizo un gesto de admiración al recordarla.

—La estuve observando bailar. ¡Y cómo bailaba la tía!. Me insinué a ella un par de veces, pero perdí el tiempo.

No consiguieron sacar nada de valor de Mr. Morales y él confesó que su estado de embriaguez se hallaba ya bastante avanzado antes de que diera principio el espectáculo.

Kemp le dio las gracias y se dispuso a retirarse.

—Salgo para Nueva York mañana —anunció Mr. Morales—. ¿No le gustaría a usted —preguntó ansioso— que me quedara unos días más?.

—Gracias, pero no creo que sea necesario su testimonio cuando se celebre la encuesta.

—Es que me estoy divirtiendo mucho aquí, ¿sabe...?. Y si me quedara porque me lo pidiese la policía, la empresa no podría decirme nada... Cuando la policía le dice a uno que no se mueva, uno tiene que obedecer. Tal vez pudiera recordar algo si pensara con más detenimiento.

Pero Kemp se negó a morder el anzuelo y, acompañado de Race, marchó a Brook Street, donde les recibió un caballero enfurecido, el padre de Patricia Brice Woodworth.

El general lord Woodworth les salió al encuentro haciendo una serie de comentarios iracundos. «¿Qué diablos significaba eso de insinuar que su hija —¡su hija!— estaba complicada en aquel asunto?» Si una muchacha no podía salir con su prometido a comer a un restaurante sin verse sometida a una serie de molestias por funcionarios de Scotland Yard, ¿adonde iría a parar Inglaterra?. Ni siquiera sabía cómo se llamaba aquella gente. ¿Hubbard?. ¿Barton?. ¡Un empresario!. Con lo que quedaba demostrado que no se podía ir a todas partes, que tenía que andarse con ojo antes de entrar en un establecimiento. Siempre había supuesto que el Luxemburgo era un sitio de confianza. Pero, al parecer, aquélla era la segunda vez que ocurría allí una cosa así. Muy imbécil debía de ser Gerard para llevar a Patricia a semejante lugar. Hoy en día, los jóvenes creían saberlo todo. Fuera como fuese, no tenía la menor intención de permitir que se molestara, amenazara e interrogara a su hija; no sin la autorización de su abogado. Telefonearía a Anderson a Lincoln's Inn y le preguntaría...

Al llegar a este punto, el general calló bruscamente y miró fijamente a Race.

—A usted lo he visto yo ya en alguna parte —afirmó—. ¿Dónde demonios...?.

La respuesta de Race fue inmediata.

—Badderpore, 1923 —contestó con una sonrisa.

—¡Caramba! —exclamó el general—. Pero... ¡si es Johnny Race!. ¿Qué hace usted mezclado en este asunto?.

—Estaba con el inspector jefe Kemp cuando surgió la cuestión de interrogar a su hija. Sugerí que resultaría menos engorroso para ella si el inspector Kemp venía aquí en lugar de ir ella a Scotland Yard, y se me ocurrió acompañarlo.

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