Cianuro espumoso (13 page)

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Authors: Agatha Christie

—Sí —asintió Race—. Bueno, habla de una vez. ¿De quién sospechas?.

George se inclinó hacia delante, con el rostro sacudido por los tics nerviosos.

—Ahí está lo terrible.
Si
Rosemary murió asesinada, el culpable tiene que ser uno de nuestros amigos sentado a la mesa. No se acercó nadie más a la mesa.

—¿Camareros?. ¿Quién sirvió el vino?.

—Charles, el
maitre
del Luxemburgo. ¿Lo conoces?.

Race asintió. Todo el mundo lo conocía. Parecía imposible imaginar que Charles hubiera podido envenenar deliberadamente a un cliente.

—Y el camarero que nos sirvió fue Giuseppe. Conocemos muy bien a Giuseppe. Hace años que lo conozco. Siempre me sirve él. Es un hombrecillo alegre y servicial.

—Así que nos quedan los asistentes a la cena. ¿Quiénes estaban?.

—Stephen Farraday, diputado, y su esposa lady Alexandra Farraday; mi secretaria, Ruth Lessing; un tal Anthony Browne; la hermana de Rosemary, Iris; y yo. Siete en total. Hubiéramos sido ocho de haber asistido tú. Cuando anunciaste que no podíais ir, no tuvimos tiempo de pensar en una persona apropiada que te sustituyese.

—Ya veo. Bueno, Barton, ¿quién crees que lo hizo?.

—¡No lo sé...!. ¡Te digo que no lo sé...!. Si tuviera alguna idea...

—Bueno, bueno. Creí que tenías un sospechoso concreto. No importa, no será difícil. ¿Cómo estabais sentados, empezando por ti?.

—Tenía a Sandra Farraday a mi derecha. A su lado, Anthony Browne. Luego, Rosemary. A continuación Stephen Farraday. Después Iris y, por último, Ruth Lessing que estaba sentada a mi izquierda.

—Comprendo. ¿Tu mujer había bebido champán antes?.

—Sí. Se habían llenado las copas varias veces. Ocurrió durante el espectáculo. Había la mar de jaleo. Era uno de esos números de negros y todos los estábamos mirando. Rosemary cayó hacia delante sobre la mesa, un instante antes de que se encendieran las luces. Quizá gritó, o gimió, pero nadie oyó nada. El médico aseguró que la muerte debió ser casi instantánea. Por eso, por lo menos, hay que dar gracias a Dios.

—En efecto. Bien, Barton, a simple vista parece bastante obvio. Explícate.

—Stephen Farraday, claro está. Estaba a su derecha. Tendría la mano izquierda cerca de la copa de Rosemary. Facilísimo echar dentro el veneno al amortiguarse las luces mientras todo el mundo estaba pendiente del escenario. No veo que nadie tuviese tan buena ocasión como él. Conozco las mesas del Luxemburgo. Hay sitio de sobra a su alrededor. Dudo mucho que hubiera podido inclinarse nadie sobre la mesa, por ejemplo, sin ser observado a pesar de estar amortiguadas las luces. Lo mismo puede decirse del que estaba sentado a la izquierda de Rosemary. Hubiese tenido que inclinarse por delante de ella para echarle algo en la copa. Existe otra posibilidad, pero nos ocuparemos primero de la persona que más salta a la vista. ¿Existía motivo alguno para que Stephen Farraday quisiera deshacerse de tu esposa?.

—Habían sido bastante amigos... —contestó George con voz ahogada—. Sí... si Rosemary le hubiese rechazado, por ejemplo, quizás hubiera deseado vengarse.

—Resulta demasiado melodramático. ¿Es ese el único móvil que puedes sugerir?.

—El único —asintió George que se sonrojó.

Race le dirigió una mirada muy fugaz.

—Examinaremos la posibilidad número dos. Una de las mujeres.

—¿Por qué las mujeres?.

—Mi querido George, ¿no has pensado nunca que en un grupo de siete, compuesto de cuatro mujeres y tres hombres, probablemente hay uno o dos ratos durante la noche en que tres parejas bailan y una mujer se queda sentada sola a la mesa?. ¿Bailasteis todos?.

—Oh, sí.

—Bien. Antes de que empezase el espectáculo, ¿recuerdas quién estuvo sentada sola en algún momento?.

—Creo que sí. Iris fue la que quedó desaparejada la última. La anterior fue Ruth.

—¿No recuerdas cuándo bebió tu mujer la última vez?.

—Deja que piense. Había estado bailando con Browne. Recuerdo que volvió a la mesa diciendo que le había hecho sudar. Es uno de esos bailarines de salón. Rosemary apuró entonces su copa. Unos instantes más tarde tocaron un vals y... bailó conmigo. Sabía que lo único que sé bailar medianamente bien es el vals. Farraday bailó con Ruth y lady Alexandra con Browne. Iris permaneció sentada. Inmediatamente después de eso, empezó el espectáculo.

—Entonces, hablemos de la hermana de tu esposa. ¿Heredó algo al morir Rosemary?.

George se indignó.

—Mi querido Race, no seas absurdo. Iris era una niña, una colegiala.

—He conocido a dos colegialas que cometieron un asesinato.

—¡Pero, Iris!. Quería a Rosemary con delirio.

—¿Y qué?. Tuvo la oportunidad de hacerlo. Quiero saber si existía un móvil. Tu esposa, según tengo entendido, era rica. ¿A quién fue a parar el dinero?. ¿A ti?.

—No, lo heredó Iris. Se trataba del fondo del fideicomiso.

Explicó la situación y Race le escuchó atentamente.

—Una situación bastante curiosa. La hermana rica y la hermana pobre. Algunas muchachas se sentirían resentidas.

—Estoy seguro de que Iris no lo estuvo nunca.

—Es posible. Pero tenía motivos para desear su muerte. Probaremos en otra dirección ahora. ¿Qué otra persona tenía motivos?.

—Nadie, nadie en absoluto. Rosemary no tenía un solo enemigo en el mundo, estoy seguro. He estado investigando todo eso, he preguntado, intentando averiguar. He comprado esta casa cerca de los Farraday para poder...

Se interrumpió bruscamente. Race volvió a coger la pipa y se puso a rascar la cazoleta.

—¿No será mejor que me lo cuentes todo, George?.

—¿Qué quieres decir?.

—Estás ocultando algo. Eso se ve a la legua. Puedes estarte ahí sentado defendiendo el buen nombre de tu esposa, o puedes intentar averiguar si la asesinaron o no. Pero si es esto último lo que más te interesa, más vale que desembuches.

Hubo un silencio.

—De acuerdo —dijo George, con voz ahogada—. Tú ganas.

—Tenías motivos para creer que tu esposa tenía un amante, ¿no es eso?.

—Sí.

—¿Stephen Farraday?.

—¡No lo sé!. ¡Te juro que no lo sé!. Puede haber sido él o puede haber sido otro, el tal Browne. Nunca pude llegar a una conclusión. Fue un verdadero infierno.

—Dime lo que sepas de ese Anthony Browne. ¡Qué raro!. Me parece haber oído ese nombre.

—No sé una palabra de él. Nadie sabe nada. Es un joven apuesto y divertido. Unos dicen que es norteamericano, pero no se le distingue el acento.

—Tal vez sepan algo de él en la embajada. ¿No tienes la menor idea de cuál de los dos fue?.

—No, no. Te diré una cosa. Ella estaba escribiendo una carta amorosa... Yo... examiné el papel secante después. Era... era una carta de amor, en efecto, pero no llevaba nombre.

Race desvió la mirada muy despacio.

—Bueno, con eso tenemos más datos que nos ayudarán a trabajar, por lo menos. Lady Alexandra, por ejemplo. Ella podría estar involucrada si su marido la engañaba con tu esposa. Es una de esas mujeres que sienten con mucha intensidad. Aguas profundas. Tenemos, pues, al misterioso Browne, a Farraday, a su esposa y a Iris Marle. ¿Y esa otra mujer, Ruth Lessing?.

—Ruth no puede haber tenido nada que ver con el asunto. Ella, por lo menos, no tenía motivos de ninguna clase.

—¿Dices que es tu secretaria?. ¿Qué clase de muchacha es?.

—¡La mejor muchacha del mundo! —George contestó con entusiasmo—. Casi puede decirse que es de la familia. Es mi brazo derecho. No sé de nadie que me merezca más elevado concepto ni en quien tenga una absoluta confianza.

—Le tienes afecto... —dijo Race pensativo.

—Muchísimo. Esa muchacha, Race, es una verdadera joya. Confío en ella en todos los sentidos. Es la mujer más buena y leal del mundo.

Race murmuró algo que sonó como «uuhum» y cambió de tema. Ningún gesto suyo, ni una palabra, indicó a George que había anotado mentalmente un móvil bien definido al lado del nombre de Ruth Lessing. «La mujer más buena y leal del mundo» podría tener muy buenas razones para desear mandar a Mrs. Barton a un mundo mejor. Podría tratarse de un móvil mercenario. Pudiera haber aspirado a convertirse en la segunda Mrs. Barton. Y pudiese ser que se hallara verdaderamente enamorada de su jefe. En cualquier caso, el móvil existía.

Race empleó su tono de voz más dulce para decir:

—Supongo que se te ha ocurrido pensar ya, George, que tú también tenías muy buenos motivos.

—¿Yo? —exclamó el otro, estupefacto.

—Hombre, acuérdate de Otelo y Desdemona.

—Comprendo lo que quieres decir. Pero... pero las cosas no estaban en ese plan entre Rosemary y yo. La adoraba, naturalmente, pero siempre comprendí que habría cosas que tendría que... que soportar. Y no es que no me apreciara; sí que me apreciaba. Siempre se mostró afectuosa y dulce conmigo. Pero no se me oculta que soy un aburrido. No tengo nada de romántico. Sea como fuere, cuando me casé con ella, ya estaba convencido de que todo el monte no iba a ser orégano. Casi puede decirse que me lo advirtió. Me dolió, claro está, cuando se dio el caso... pero, insinuar que fui capaz de tocarle un solo cabello...

Se interrumpió y cambió de tono.

—En cualquier caso, si lo hubiese hecho, ¿por qué había de querer resucitar el asunto?. Después de haberse declarado oficialmente que se trataba de un suicidio y de haberse cerrado por completo el asunto, hubiera sido una locura.

—Una locura completa. Por eso no sospecho de ti, amigo mío. Si hubieses cometido un asesinato con tanto éxito y hubieras recibido después dos cartas como éstas, las hubieses echado al fuego sin decirle a nadie una palabra. Y ahora llego a lo que yo considero el punto verdaderamente importante de la cuestión. ¿Quién escribió esas dos cartas?.

—¿Eh? —George pareció sobresaltarse—. No tengo la menor idea.

—No parece haberte interesado ese detalle. A mí sí que me interesa. Fue la primera pregunta que te hice. Creo que podemos dar por sentado que no fue el asesino quien las escribió. ¿Por qué había de estropearse él mismo la combinación, cuando, como tú dices, todo estaba ya terminado y se aceptaba universalmente la teoría del suicidio?. Entonces, ¿quién las escribió?. ¿Quién es la persona que tiene interés en resucitar el asunto?.

—¿La servidumbre? —murmuró George.

—Es posible. En tal caso, ¿qué miembros de la servidumbre y qué saben ellos?. ¿Tenía Rosemary una doncella de confianza?.

George meneó la cabeza.

—No. Por entonces teníamos una cocinera, Mrs. Pound, todavía está con nosotros... y un par de criadas. Creo que las dos se despidieron. No permanecieron con nosotros mucho tiempo.

—Bien, Barton, pues si quieres que te dé un consejo, y deduzco que sí lo quieres, estudia el asunto con mucho cuidado. Por un lado, está el hecho de que Rosemary ha muerto. No puedes resucitarla, hagas lo que hagas. Si las pruebas de que se suicidó no son muy convincentes, tampoco lo son las de que fuera asesinada. Admitamos como base de discusión que Rosemary fue, en efecto, asesinada. ¿Quieres, en serio, desenterrar todo el asunto?. Podría significar mucha y muy desagradable publicidad. Sacarían los trapitos a relucir, los devaneos amorosos de tu esposa pasarían al dominio público...

George Barton hizo una mueca como si le hubiesen dado un latigazo.

—¿Me aconsejas en serio que permita que un canalla mate con impunidad? —exclamó con violencia—. Ese Farraday, con sus pomposos discursos y pensando siempre en su carrera, y a lo mejor es un cobarde asesino.

—Sólo quiero que te des perfecta cuenta de lo que significa.

—Quiero descubrir la verdad.

—Está bien. En tal caso, yo llevaría estas cartas a la policía. Probablemente descubrirán con facilidad quién las ha escrito y averiguarán si su autor sabe algo. Pero no olvides que, en cuanto los hayas puesto sobre la pista, no te será posible detenerlos.

—No pienso acudir a la policía. Por eso deseaba verte. Voy a prepararle una trampa al asesino.

—¿Qué diablos quieres decir?.

—Escucha, Race. Voy a dar una fiesta en el Luxemburgo. Quiero que asistas a ella. La misma gente. Los Farraday, Anthony Browne, Ruth Lessing, Iris y yo. Ya lo tengo todo pensado.

—¿Qué vas a hacer?.

George rió levemente.

—Ése es mi secreto. Lo echaría a perder si lo comunicase a nadie de antemano, incluso a ti. Quiero que asistas sin prejuicios y que veas lo que ocurre.

Race se inclinó hacia delante. Su voz se tornó de pronto incisiva.

—No me gusta, George. Esas ideas melodramáticas de las novelas rara vez salen bien. Acude a la policía. No hay mejor institución. Ellos saben cómo resolver estos problemas. Son profesionales. No es aconsejable la actuación de aficionados en cuestiones criminales.

—Por eso quiero que te halles presente. Tú no eres un aficionado.

—Mi querido amigo, ¿lo dices porque antaño trabajé para el servicio secreto?. Y sea como fuere, tienes el propósito de mantenerme en la ignorancia.

—Eso es necesario.

Race sacudió la cabeza.

—Lo siento. Me niego. No me gusta tu plan y no quiero tener arte ni parte en él. Renuncia a eso, George, sé un buen chico.

—No pienso renunciar. Lo tengo todo calculado. —No seas tan endiabladamente testarudo. Sé algo más de estas cosas que tú. No me gusta la idea. No saldrá bien. Hasta es posible que resulte peligrosa. ¿Has pensado en eso?.

—¡Ya lo creo que resultará peligrosa... para alguien!. Race exhaló un suspiro.

—No sabes lo que estás haciendo. Bueno, por lo menos no podrás decir que no te lo advertí. Por última vez te suplico que renuncies a seguir adelante con esa idea tan loca.

George Barton se limitó a menear la cabeza.

Capítulo V

La mañana del 2 de noviembre amaneció húmeda y triste. Era tal la oscuridad en el comedor de la casa de Elvaston Square, que tuvieron que encender las luces para desayunar.

Iris, en contra de su costumbre, había bajado en lugar de hacerse subir el café y las tostadas a su cuarto, y estaba sentada a la mesa, pálida y espectral, jugando con la comida que tenía en el plato. George leía
The Times
, haciendo crujir las páginas con mano nerviosa y, al otro extremo de la mesa, Lucilla Drake lloraba a moco tendido.

—Sé que el chico hará algo terrible. Es tan susceptible... No hubiese dicho que era cuestión de vida o muerte si no fuese verdad.

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