Atormentado por la certidumbre de que era hermano de su mujer, Aureliano se dio una escapada a la casa cural para buscar en los archivos rezumantes y apolillados alguna pista cierta de su filiación. La partida de bautismo más antigua que encontró fue la de Amaranta Buendía, bautizada en la adolescencia por el padre Nicanor Reyna, por la época en que éste andaba tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate. Llegó a ilusionarse con la posibilidad de ser uno de los diecisiete Aurelianos, cuyas partidas de nacimiento rastreó a través de cuatro tomos, pero las fechas de bautismo eran demasiado remotas para su edad. Viéndolo extraviado en laberintos de sangre, trémulo de incertidumbre, el párroco artrítico que lo observaba desde la hamaca le preguntó compasivamente cuál era su nombre.
—Aureliano Buendía —dijo él.
—Entonces no te mates buscando —exclamó el párroco con una convicción terminante—. Hace muchos años hubo aquí una calle que se llamaba así, y por esos entonces la gente tenía la costumbre de ponerles a los hijos los nombres de las calles.
Aureliano tembló de rabia.
—¡Ah! —dijo—, entonces usted tampoco cree.
—¿En qué?
—Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas —contestó Aureliano—. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.
El párroco lo midió con una mirada de lástima.
—Ay, hijo —suspiró—. A mí me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este momento.
De modo que Aureliano y Amaranta Úrsula aceptaron la versión de la canastilla, no porque la creyeran, sino porque los ponía a salvo de sus terrores. A medida que avanzaba el embarazo se iban convirtiendo en un ser único, se integraban cada vez más en la soledad de una casa a la que sólo le hacía falta un último soplo para derrumbarse. Se habían reducido a un espacio esencial, desde el dormitorio de Fernanda, donde vislumbraron los encantos del amor sedentario, hasta el principio del corredor, donde Amaranta Úrsula se sentaba a tejer botitas y sombreritos de recién nacido, y Aureliano a contestar las cartas ocasionales del sabio catalán. El resto de la casa se rindió al asedio tenaz de la destrucción. El taller de platería, el cuarto de Melquíades, los reinos primitivos y silenciosos de Santa Sofía de la Piedad quedaron en el fondo de una selva doméstica que nadie hubiera tenido la temeridad de desentrañar. Cercados por la voracidad de la naturaleza, Aureliano y Amaranta Úrsula seguían cultivando el orégano y las begonias y defendían su mundo con demarcaciones de cal, construyendo las últimas trincheras de la guerra inmemorial entre el hombre y las hormigas. El cabello largo y descuidado, los moretones que le amanecían en la cara, la hinchazón de las piernas, la deformación del antiguo y amoroso cuerpo de comadreja, le habían cambiado a Amaranta Úrsula la apariencia juvenil de cuando llegó a la casa con la jaula de canarios desafortunados y el esposo cautivo pero no le alteraron la vivacidad del espíritu. «Mierda», solía reír. «¡Quién hubiera pensado que de veras íbamos a terminar viviendo como antropófagos!». El último hilo que los vinculaba con el mundo se rompió en el sexto mes de embarazo, cuando recibieron una carta que evidentemente no era del sabio catalán. Había sido franqueada en Barcelona, pero la cubierta estaba escrita con tinta azul convencional por una caligrafía administrativa, y tenía el aspecto inocente e impersonal de los recados enemigos. Aureliano se la arrebató de las manos a Amaranta Úrsula cuando se disponía a abrirla.
—Esta no —le dijo—. No quiero saber lo que dice.
Tal como él lo presentía, el sabio catalán no volvió a escribir. La carta ajena, que nadie leyó, quedó a merced de las polillas en la repisa donde Fernanda olvidó alguna vez su anillo matrimonial, y allí siguió consumiéndose en el fuego interior de su mala noticia, mientras los amantes solitarios navegaban contra la corriente de aquellos tiempos de postrimerías, tiempos impenitentes y aciagos, que se desgastaban en el empeño inútil de hacerlos derivar hacia el desierto del desencanto y el olvido. Conscientes de aquella amenaza, Aureliano y Amaranta Úrsula pasaron los últimos meses tomados de la mano, terminando con amores de lealtad el hijo empezado con desafueros de fornicación. De noche, abrazados en la cama, no los amedrentaban las explosiones sublunares de las hormigas, ni el fragor de las polillas, ni el silbido constante y nítido del crecimiento de la maleza en los cuartos vecinos. Muchas veces fueron despertados por el tráfago de los muertos. Oyeron a Úrsula peleando con las leyes de la creación para preservar la estirpe, y a José Arcadio Buendía buscando la verdad quimérica de los grandes inventos, y a Fernanda rezando, y al coronel Aureliano Buendía embruteciéndose con engaños de guerras y pescaditos de oro, y a Aureliano Segundo agonizando de soledad en el aturdimiento de las parrandas, y entonces aprendieron que las obsesiones dominantes prevalecen contra la muerte, y volvieron a ser felices con la certidumbre de que ellos seguirían amándose con sus naturalezas de aparecidos, mucho después de que otras especies de animales futuros les arrebataran a los insectos el paraíso de miseria que los insectos estaban acabando de arrebatarles a los hombres.
Un domingo, a las seis de la tarde, Amaranta Úrsula sintió los apremios del parto. La sonriente comadrona de las muchachitas que se acostaban por hambre la hizo subir en la mesa del comedor, se le acaballó en el vientre, y la maltrató con galopes cerriles hasta que sus gritos fueron acallados por los berridos de un varón formidable. A través de las lágrimas, Amaranta Úrsula vio que era un Buendía de los grandes, macizo y voluntarioso como los José Arcadios, con los ojos abiertos y clarividentes de los Aurelianos, y predispuesto para empezar la estirpe otra vez por el principio y purificarla de sus vicios perniciosos y su vocación solitaria, porque era el único en un siglo que había sido engendrado con amor.
—Es todo un antropófago —dijo—. Se llamará Rodrigo.
—No —la contradijo su marido—. Se llamará Aureliano y ganará treinta y dos guerras.
Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrada por Aureliano con una lámpara. Sólo cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.
No se alarmaron. Aureliano y Amaranta Úrsula no conocían el precedente familiar, ni recordaban las pavorosas admoniciones de Úrsula, y la comadrona acabó de tranquilizarlos con la suposición de que aquella cola inútil podía cortarse cuando el niño mudara los dientes. Luego no tuvieron ocasión de volver a pensar en eso, porque Amaranta Úrsula se desangraba en un manantial incontenible. Trataron de socorrerla con apósitos de telaraña y apelmazamientos de ceniza, pero era como querer cegar un surtidor con las manos. En las primeras horas, ella hacía esfuerzos por conservar el buen humor. Le tomaba la mano al asustado Aureliano, y le suplicaba que no se preocupara, que la gente como ella no estaba hecha para morirse contra la voluntad, y se reventaba de risa con los recursos truculentos de la comadrona. Pero a medida que a Aureliano lo abandonaban las esperanzas, ella se iba haciendo menos visible, como si la estuvieran borrando de la luz, hasta que se hundió en el sopor. Al amanecer del lunes llevaron una mujer que rezó junto a su cama oraciones de cauterio, infalibles en hombres y animales, pero la sangre apasionada de Amaranta Úrsula era insensible a todo artificio distinto del amor. En la tarde, después de veinticuatro horas de desesperación, supieron que estaba muerta porque el caudal se agotó sin auxilios, y se le afiló el perfil, y los verdugones de la cara se le desvanecieron en una aurora de alabastro, y volvió a sonreír.
Aureliano no comprendió hasta entonces cuánto quería a sus amigos, cuánta falta le hacían, y cuánto hubiera dado por estar con ellos en aquel momento. Puso al niño en la canastilla que su madre le había preparado, le tapó la cara al cadáver con una manta, y vagó sin rumbo por el pueblo desierto, buscando un desfiladero de regreso al pasado. Llamó a la puerta de la botica, donde no había estado en los últimos tiempos y lo que encontró fue un taller de carpintería. La anciana que le abrió la puerta con una lámpara en la mano se compadeció de su desvarío e insistió en que no, que allí no había habido nunca una botica, ni había conocido jamás una mujer de cuello esbelto y ojos adormecidos que se llamara Mercedes. Lloró con la frente apoyada en la puerta de la antigua librería del sabio catalán, consciente de que estaba pagando los llantos atrasados de una muerte que no quiso llorar a tiempo para no romper los hechizos del amor. Se rompió los puños contra los muros de argamasa de
El Niño de Oro
, clamando por Pilar Ternera, indiferente a los luminosos discos anaranjados que cruzaban por el cielo, y que tantas veces había contemplado con una fascinación pueril en noches de fiesta, desde el patio de los alcaravanes. En el último salón abierto del desmantelado barrio de tolerancia, un conjunto de acordeones tocaba los cantos de Rafael Escalona, el sobrino del obispo, heredero de los secretos de Francisco el Hombre. El cantinero, que tenía un brazo seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su madre, invitó a Aureliano a tomarse una botella de aguardiente, y Aureliano lo invitó a otra. El cantinero le habló de la desgracia de su brazo. Aureliano le habló de la desgracia de su corazón, seco y como achicharrado por haberlo levantado contra su hermana. Terminaron llorando juntos y Aureliano sintió por un momento que el dolor había terminado. Pero cuando volvió a quedar solo en la última madrugada de Macondo, se abrió de brazos en la mitad de la plaza, dispuesto a despertar al mundo entero, y gritó con toda su alma:
—¡Los amigos son unos hijos de puta!
Nigromanta lo rescató de un charco de vómito y de lágrimas. Lo llevó a su cuarto, lo limpió, le hizo tomar una taza de caldo. Creyendo que eso lo consolaba, tachó con una raya de carbón los incontables amores que él seguía debiéndole, y evocó voluntariamente sus tristezas más solitarias para no dejarlo solo en el llanto. Al amanecer, después de un sueño torpe y breve, Aureliano recobró la conciencia de su dolor de cabeza. Abrió los ojos y se acordó del niño.
No lo encontró en la canastilla. Al primer impacto experimentó una deflagración de alegría, creyendo que Amaranta Úrsula había despertado de la muerte para ocuparse del niño. Pero el cadáver era un promontorio de piedras bajo la manta. Consciente de que al llegar había encontrado abierta la puerta del dormitorio, Aureliano atravesó el corredor saturado por los suspiros matinales del orégano, y se asomó al comedor, donde estaban todavía los escombros del parto: la olla grande, las sábanas ensangrentadas, los tiestos de ceniza, y el retorcido ombligo del niño en un pañal abierto sobre la mesa, junto a las tijeras y el sedal. La idea de que la comadrona había vuelto por el niño en el curso de la noche le proporcionó una pausa de sosiego para pensar. Se derrumbó en el mecedor, el mismo en que se sentó Rebeca en los tiempos originales de la casa para dictar lecciones de bordado, y en el que Amaranta jugaba damas chinas con el coronel Gerineldo Márquez, y en el que Amaranta Úrsula cosía la ropita del niño, y en aquel relámpago de lucidez tuvo conciencia de que era incapaz de resistir sobre su alma el peso abrumador de tanto pasado. Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el radiante amanecer de febrero. Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín. Aureliano no pudo moverse. No porque lo hubiera paralizado el estupor, sino porque en aquel instante prodigioso se le revelaron las claves definitivas de Melquíades, y vio el epígrafe de los pergaminos perfectamente ordenado en el tiempo y el espacio de los hombres:
El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas
.
Aureliano no había sido más lúcido en ningún acto de su vida que cuando olvidó sus muertos y el dolor de sus muertos, y volvió a clavar las puertas y las ventanas con las crucetas de Fernanda para no dejarse perturbar por ninguna tentación del mundo, porque entonces sabía que en los pergaminos de Melquíades estaba escrito su destino. Los encontró intactos entre las plantas prehistóricas y los charcos humeantes y los insectos luminosos que habían desterrado del cuarto todo vestigio del paso de los hombres por la tierra, y no tuvo serenidad para sacarlos a la luz, sino que allí mismo, de pie, sin la menor dificultad, como si hubieran estado escritos en castellano bajo el resplandor deslumbrante del mediodía, empezó a descifrarlos en voz alta. Era la historia de la familia, escrita por Melquíades hasta en sus detalles más triviales, con cien años de anticipación. La había redactado en sánscrito, que era su lengua materna, y había cifrado los versos pares con la clave privada del emperador Augusto, y los impares con claves militares lacedemonias. La protección final, que Aureliano empezaba a vislumbrar cuando se dejó confundir por el amor de Amaranta Úrsula, radicaba en que Melquíades no había ordenado los hechos en el tiempo convencional de los hombres, sino que concentró un siglo de episodios cotidianos, de modo que todos coexistieran en un instante. Fascinado por el hallazgo, Aureliano leyó en voz alta, sin saltos, las encíclicas cantadas que el propio Melquíades le hizo escuchar a Arcadio, y que eran en realidad las predicciones de su ejecución, y encontró anunciado el nacimiento de la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma, y conoció el origen de dos gemelos póstumos que renunciaban a descifrar los pergaminos, no sólo por incapacidad e inconstancia, sino porque sus tentativas eran prematuras. En este punto, impaciente por conocer su propio origen, Aureliano dio un salto. Entonces empezó el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces. No lo advirtió porque en aquel momento estaba descubriendo los primeros indicios de su ser, en un abuelo concupiscente que se dejaba arrastrar por la frivolidad a través de un páramo alucinado, en busca de una mujer hermosa a quien no haría feliz. Aureliano lo reconoció, persiguió los caminos ocultos de su descendencia, y encontró el instante de su propia concepción entre los alacranes y las mariposas amarillas de un baño crepuscular, donde un menestral saciaba su lujuria con una mujer que se le entregaba por rebeldía. Estaba tan absorto, que no sintió tampoco la segunda arremetida del viento, cuya potencia ciclónica arrancó de los quicios las puertas y las ventanas, descuajó el techo de la galería oriental y desarraigó los cimientos. Sólo entonces descubrió que Amaranta Úrsula no era su hermana, sino su tía, y que Francis Drake había asaltado a Riohacha solamente para que ellos pudieran buscarse por los laberintos más intrincados de la sangre, hasta engendrar el animal mitológico que había de poner término a la estirpe. Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.