Circo de los Malditos (15 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

—Soy de espíritu generoso: no me guardo nada que pueda compartir.

—Ven de una vez y todos podremos largarnos. —Colgó. Yo también colgué.

Richard Zeeman contestó al segundo timbrazo.

—¿Diga?

—Hola, soy Anita.

—¿Qué hay?

—La policía me necesita.

—¿Un delito sobrenatural?

—Sí.

—¿Es peligroso?

—Pregúntaselo a la víctima.

—Me has entendido de sobra.

—Es mi trabajo, Richard. Si no puedes soportarlo, no sé por qué insistes en verme.

—Eh, no te pongas a la defensiva. Sólo pretendo averiguar si vas a correr peligro.

—Vale. Tengo que irme.

—¿Qué pasa con los disfraces? ¿Quieres que llame a mi amigo?

—Sí, claro.

—¿Te fías de mí para que elija el tuyo?

Lo pensé antes de contestar. ¿Confiaba en su criterio? No. ¿Tenía tiempo para elegir algo por mi cuenta? Menos.

—Qué remedio —dije—. A caballo regalado…

—Sobreviviremos a la fiesta, y otro sábado podremos revolcamos por el barro.

—Espero impaciente.

—Y yo. —Rió.

—Tengo que irme.

—Si quieres que te lleve los disfraces para que les eches un vistazo, dame tu dirección.

Se la di.

—Espero que te guste el tuyo —dijo después.

—Yo también. Hablamos luego.

Dejé el auricular en el soporte de la cabina y me quedé mirándolo. Había sido demasiado fácil, demasiado cómodo. Probablemente me elegiría un disfraz espantoso, lo pasaríamos fatal y encima tendríamos que volver a vernos al cabo de una semana. Ay.

Ronnie me tendió una lata de zumo y bebió un trago del suyo, de arándanos. Yo odio los arándanos, así que a mí me había comprado uno de pomelo rosa.

—¿Qué ha dicho tu bomboncito?

—Vuelve a llamarlo así y te mato.

—Huy, ha sido un lapsus. —No se le daba mal fingir vergüenza.

—Por esta vez te perdono.

Sonreí, aunque sabía que no lo sentía en absoluto. Y puesto que yo me cachondeaba de ella siempre que quedaba con un tío… Donde las dan las toman, ya, pero qué putada.

CATORCE

El sol se hundía en una franja carmesí que tenía el aspecto de una herida sangrante. Al oeste se amontonaban las nubes, de color morado. Hacía viento y olía a lluvia.

Ruffo Lane era un camino estrecho por el que apenas podían cruzarse dos coches. La grava rojiza crujía bajo mis pies, y el aire agitaba la hierba alta y seca de la cuneta. Una larga hilera de coches patrulla y vehículos policiales sin distintivos bordeaba la carretera hasta que se perdía de vista en la cima de una colina. El condado de Jefferson está cuajado de colinas.

Cuando me sonó el busca ya me había puesto un mono nuevo, unas zapatillas de deporte negras y unos guantes de látex, así que tuve que pelearme con la cremallera para sacar el aparato. Tampoco resultaba fácil leer la pantalla casi a oscuras, pero no necesitaba ver el número para saber que era Bert. Sólo faltaba media hora para que anocheciera por completo, y mi jefe se preguntaría por qué no estaba aún en el trabajo. ¿Sería capaz de despedirme? Con aquel cadáver delante, me daba igual.

La mujer estaba tumbada de lado, en posición fetal, cubriéndose el pecho desnudo con los brazos, como si conservara el pudor después de muerta. Una muerte violenta es la peor invasión posible de la intimidad. La fotografiarían, la grabarían en vídeo, la abrirían en canal y después le coserían los tajos; no quedaría ninguna parte de su cuerpo sin examinar, ni por dentro ni por fuera. Me daba mal rollo. Lo suyo sería taparla con una manta y dejarla en paz, pero eso no ayudaría a evitar el siguiente asesinato. Y habría más: el segundo cadáver lo demostraba.

Observé a los policías y a los enfermeros del depósito, que esperaban para llevársela. Yo era la única mujer, con excepción de la difunta. Ya estaba acostumbrada, pero aquella vez me molestaba, no sabía muy bien por qué. El pelo del cadáver, que le llegaría por la cintura, formaba un charco de color claro en la hierba. Era rubia, como la primera víctima. ¿Sería coincidencia? Con dos no bastaba para saberlo, pero si la tercera víctima también tenía ese color de pelo…

Si sólo mataban a blancos de pelo rubio afiliados a la Liga Antivampiros, tendríamos una pauta, algo que siempre resulta útil a la hora de resolver delitos en serie. Esperaba que hubiera una pauta.

Sujeté la linterna con la boca mientras medía los mordiscos. Aquel cadáver no tenía ninguno en las muñecas; en su lugar mostraba marcas de cuerda. Así que la habían atado…

Quizá la hubieran colgado del techo como si fuera un trozo de carne. Los vampiros decentes que se alimentan de humanos son seres de ficción, igual que los vampiros que aseguran que sólo van a chupar un poco, o que no va a doler. Sí, claro: la puntita nada más.

Tenía una incisión limpia a cada lado del cuello, y le faltaba un trozo de carne del pecho izquierdo, como si le hubieran pegado un mordisco a la altura del corazón. Además tenía el brazo derecho casi arrancado, sujeto a duras penas por unos ligamentos rosados. A la luz de la linterna, la cabeza del húmero se veía muy blanca.

El último asesino en serie del que me había ocupado se dedicaba a descuartizar a sus víctimas. Me había tocado andar por moquetas tan empapadas de sangre que hacían
chof
; había tenido que coger trozos de intestino y examinarlos en busca de pistas. Era lo peor que había visto en mi vida. Lo siguiente, lo que tenía delante en aquel momento.

Me alegraba de que aquella mujer no estuviera desmembrada, pero no porque me permitiera suponer que su muerte había sido menos dolorosa, que eso esperaba, ni porque me sirviera para encontrar más pistas, que tampoco había. Simplemente, ya había cubierto mi cuota de casquería para todo el año.

Hace falta práctica para sujetar un lápiz linterna con la boca mientras se miden heridas y no babearlo todo, pero no se me daba mal. El truco consiste en sorber el extremo de vez en cuando.

Le alumbré los muslos para ver si tenía lesiones en la entrepierna, como el hombre. Quería asegurarme de que los autores eran los mismos. El hombre no tenía marcas de cuerdas en las muñecas, lo que indicaba que los primeros vampiros estaban aprendiendo a organizarse, o que les había salido competencia. Ya, sería demasiada casualidad, pero sólo faltaba que hubiera más de un clan de vampiros asesinos. Con uno ya teníamos de sobra; dos serían para echarse a correr. Prefería no creerlo, pero por si acaso…

El brazo izquierdo de la mujer estaba pegado al torso a causa del rigor mortis, inmovilizando el otro, y habría hecho falta un hacha para moverle las piernas antes de que se le pasara, en cuarenta y ocho horas más o menos. No podía esperar dos días, pero tampoco era plan de cortarla en pedacitos.

Me puse a cuatro patas delante del cadáver y le pedí perdón por lo que estaba a punto de hacer: no había más remedio.

La luz de la linterna titubeó sobre sus piernas como un puntero. Metí los dedos entre los muslos y empujé, tratando de descubrir si tenía alguna herida.

Debía de parecer que estaba propasándome, pero no se me ocurría ninguna forma más digna de hacer la comprobación. Levanté la vista e intenté no pensar en el tacto gomoso de la piel. El sol era apenas una mancha rojiza en el cielo del oeste, y la oscuridad se extendía como un charco de tinta. Y moví las piernas del cadáver sin dificultad.

Di un respingo y estuve a punto de tragarme la linterna. ¿Dónde estaba el rigor mortis? Vi que además tenía la boca entreabierta. ¿No la tenía cerrada un momento antes?

Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Aunque la hubieran vampirizado, no le tocaría revivir hasta la tercera noche. Y la causa de la muerte había quedado clara: múltiples mordeduras de vampiro en un festival de sangre. Estaba muerta y nada más.

Ya era de noche, y no era que el cuerpo se hubiera puesto a brillar con luz propia, pero casi. Si había salido la luna, estaría escondida entre las nubes negromoradas; sin embargo, la piel parecía iluminada. Sobre la hierba, los cabellos brillaban como hilos de seda. Hacía un momento era una mujer muerta; de repente se había transformado en una mujer bellísima.

Dolph se cernía a mi lado como una montaña. Medía dos metros, así que ya lo veía grande en circunstancias normales, pero estando de rodillas me parecía gigantesco. Me incorporé y me saqué la linterna de la boca, aunque antes me quité un guante: después de haber tocado heridas ajenas no hay que tocar nada que se vaya a chupar. Por el VIH y esas cosas. Me enganché la linterna en la parte superior del mono, me quité el otro guante y me guardé los dos en el bolsillo.

—¿Y bien? —dijo Dolph.

—¿No te parece que ha cambiado?

—¿Qué? —Frunció el ceño.

—El cadáver. ¿No lo ves distinto?

—Ahora que lo dices… —Lo observó atentamente e hizo un gesto de negación—. Es como si estuviera dormida. Tendremos que pedir una ambulancia, y que un médico expida un certificado de defunción.

—No respira.

—¿A ti te gustaría que se basaran sólo en eso para declararte muerta?

—Supongo que no —dije tras pensarlo un momento. Dolph estaba buscando algo en la libreta.

—Me dijiste que no basta con morir por mordeduras de vampiros para revivir, y que nunca vampirizan en grupo. —En efecto, se lo había dicho. Eso me pasa por bocazas.

—Es lo que suele ocurrir.

—Pero no en este caso —dijo mirando a la mujer.

—Me temo que no.

—¿Puedes explicármelo? —No parecía contento, y ¿cómo culparlo?

—A veces basta con un solo mordisco para convertirse en vampiro. He leído un par de artículos sobre el tema: hay maestros vampiros tan poderosos que pueden contaminar todos los cadáveres que toquen.

—¿Dónde lo has leído?

—En la
Gaceta Vampírica
.

—No me suena.

—Habrán decidido enviarme ejemplares promocionales porque soy especialista en biología sobrenatural. —Me encogí de hombros. De pronto caí en una cosa que no me hizo ninguna gracia—. ¡Dolph!

—¿Sí?

—El primer cadáver… Esta es la tercera noche.

—No resplandecía.

—Este tampoco mientras quedaba luz.

—¿Crees que el primero va a revivir? —preguntó. Yo asentí—. Qué marrón.

—Exactamente.

—Un momento. Así podrá decirnos quién lo mató.

—No revivirá como un vampiro normal: lo mataron entre varios, así que será más animal que persona.

—Explícate.

—Si se llevaron el cadáver al Hospital Municipal de San Luis, estará a buen recaudo tras una puerta de acero chapado en plata, pero si se les ocurrió hacerme caso y lo llevaron al depósito… Llama inmediatamente para que evacuen el edificio.

—¿Lo dices en serio?

—No sabes cuánto.

No discutió; yo era su asesora para asuntos sobrenaturales, y mis palabras iban a misa mientras no se demostrara lo contrario. Por otra parte, Dolph no era mal jefe: si le pedía su opinión a alguien, era porque creía que valía la pena hacerle caso.

Se metió en su coche, que por supuesto, era el más cercano a la escena del crimen, y llamó al depósito.

—Está en el Municipal —me dijo asomándose por la puerta abierta—. Llevan allí a todas las víctimas de vampiros, hasta cuando los expertos nos aseguran que no hay peligro. —Sonreía.

—Llama al hospital para comprobar que lo hayan puesto en la cámara acorazada.

—Si siguieron el procedimiento habitual con las víctimas de vampiros, digo yo…

—Eso espero yo también, pero me quedaré mucho más tranquila si nos aseguramos.

Dolph aspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco.

—Vale. —Volvió a coger el teléfono y marcó el número de memoria. Si es que vaya añito llevaba.

Me acerqué a la puerta a escuchar, pero no hubo gran cosa que oír, porque no contestaron. Dolph se quedó mirándome mientras sonaban los timbrazos, planteando la pregunta con los ojos.

—Debería haber alguien —dije.

—Sí.

—Cuando reviva será una bestia. Lo destrozará todo a su paso a no ser que el maestro que lo vampirizó vaya a buscarlo, o a no ser que esté muerto de verdad. Los vampiros de ese tipo se denominan
animalísticos
; son demasiado infrecuentes para tener un nombre coloquial.

—¡Zerbrowski! —gritó Dolph después de colgar, saliendo del coche.

—Voy —gritó Zerbrowski mientras se acercaba al trote; estaba bien adiestrado—. ¿Qué tal, Blake?

¿Qué iba a decirle? ¿Que estaba como la mierda?

—Bien —contesté encogiéndome de hombros. En aquel momento me volvió a sonar el busca—. ¡Coño, Bert!

—Llama a tu jefe —dijo Dolph— y dile que deje de dar la vara.

Me pareció bien.

Dolph siguió ladrando órdenes, que los hombres se apresuraron a obedecer. Me metí en su coche y llamé a Bert, que respondió al primer timbrazo. Mala señal.

—Más vale que seas Anita.

—¿Y si soy otra?

—¿Dónde demonios te has metido?

—Estoy en la escena de un crimen, con un cadáver fresco. —Eso lo desbravó un poco.

—Vas a llegar tarde a tu primera cita.

—Sí.

—Pero no voy a gritarte.

—Así me gusta. ¿Qué pasa?

—Nada, excepto que el empleado más reciente de Reanimators, Inc. se va a encargar de tus dos primeras citas. Se llama Lawrence Kirkland. A ver si puedes alcanzarlo en la tercera, y te encargas del resto y le echas una mano.

—¿Ya has contratado a alguien? ¿Cómo te las has apañado para encontrar un reanimador tan deprisa? Y sobre todo, un reanimador capaz de levantar dos zombis en una noche.

—Se me da bien encontrar personal.

Dolph entró en el coche, y yo pasé al asiento del acompañante.

—Despídete de tu jefe —me dijo.

—Tengo que dejarte, Bert.

—¡Espera! Tenemos un recado urgente para ti. Tienes que ejecutar a un vampiro en el Hospital Municipal de San Luis.

—¿Nombre? —Tenía un nudo en la garganta.

—Calvin Rupert —leyó Bert.

—Mierda.

—¿Qué pasa?

—¿Cuándo han llamado?

—A las tres de la tarde, ¿por qué?

—Mierda, mierda, mierda.

—¿Se puede saber qué pasa? —insistió Bert.

—¿Por qué decían que era urgente?

Zerbrowski ocupó el asiento trasero; Dolph arrancó y conectó las sirenas y las luces. Nos siguió un coche patrulla, también con toda la discoteca en marcha.

—Rupert había firmado una petición de muerte permanente en la que establece que, en caso de mordedura de vampiro, hay que atravesarle el corazón con una estaca.

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