Ciudad piloto (5 page)

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Authors: Jesús Mate

Tags: #Intriga, #Terror

—Escucha —le devolvió a la realidad—. Nosotros te vamos a ayudar a cambiar. La primera prueba empieza ahora. Contempla estos dos botones —dijo señalando unas teclas incrustadas en una pequeña caja de plástico—. El botón rojo vaciará de agua del recinto que ves en la pantalla, el azul vaciará el de esta sala.

No se lo pensó. Raquel se lanzó a pulsar los botones para salvar a sus compañeros. Ariadna, con una sola mano, la agarró con fuerza de las muñecas.

—Sólo… —dijo la mujer levantando el dedo índice de la mano que tenía libre—, salvarás con el primer botón que pulses. Tú decides quién vive. Tú decides quién se ahoga.

—¿Cómo? No puedo hacer eso. ¿Por qué debo ser yo?

—Es hora de que tomes una decisión de verdad en tu vida. ¿A quién salvas? ¿Quién muere? Es tu turno, Raquel.

Ariadna soltó con brusquedad las manos a Raquel para que pulsase. Tenía que tomar una decisión. Cada segundo que pasaba aumentaba la posibilidad de que ambos muriesen sin haber podido salvar a ninguno. Pero Raquel no podía decidir sobre la vida y la muerte. No estaba preparada. Ariadna tenía razón. No había tomado ninguna decisión importante nunca jamás. Y ahora tenía en sus manos la vida de dos personas. Ángel o Javier.

Javier era un capullo, pero, ¿debía morir por ello? Si había aprendido algo en la vida es que alguien que habla tanto no puede mentir.

Ángel le había dejado su chaqueta y luego su camisa, pero, ¿era suficiente para ser el salvado? Demasiado callado. Demasiado meditativo.

Ambos desconfiaban el uno del otro, y ella lo hacía de ambos. Los acababa de conocer, no podía elegir. No podía pulsar ningún botón. Porque aquella elección era traidora, ya que sería la heroína de uno de ellos y la asesina del otro. Y esa muerte la perseguiría de por vida. O no. ¿Qué hacer? ¿Javier o Ángel? ¿Rojo o azul? Se tenía que decidir y lo tenía que hacer ya. La mirada de Ariadna se le clavaba en el cerebro. ¿Por qué tenía que hacer aquello? ¿Es que no había sufrido ya lo suficiente?

Raquel sacó la mano por los barrotes y se dispuso a apretar uno de los botones.

—Una mosca puñetera —comenzó, alternando la posición de su dedo con cada sílaba de la canción—, se cagó en la carre…

La risa de Ariadna la interrumpió.

—¿Al azar? ¿Vas a dejar esta decisión al azar? Por favor. Elige ya o morirán ambos.

Tenía razón. Debía elegir. ¿Javier o Ángel? ¿Ángel o Javier? Su mano se dirigía hacia el botón rojo, pero en el último momento prefirió… no, decidió pulsar el azul.

—Salvo a Ángel —anunció mientras pulsaba el botón azul.

Ariadna asintió y se dio media vuelta para salir de la sala.

—¡Espera! —gritó con lágrimas en los ojos. Ariadna se paró, pero no se giró—. ¿Dónde está mi hijo? Por favor, ¿dónde está?

La mujer negra continuó su avance, moviendo sus anchas caderas que se movían con suavidad bajo la túnica morada, y puso sus brazos en cruz.

—Chiquilla, te aseguro que no quieres saberlo ahora.

—¿Qué? ¡No! ¡Dímelo!

Pero Ariadna ya estaba cruzando la puerta.

En la sala, los sollozos de Raquel se confundían con el ruido de los desagües que tragaban agua de manera incesante.

***

Brutal. Sencillamente brutal. Adoraba esos momentos. Federico aplaudía fascinado con sus regordetas manos desde el sillón del despacho. Cómo había disfrutado. Aquella mujer decidiendo a quién salvar, el motorista flotando inerte en el agua, Ariadna contoneándose por toda la habitación,…

Pero no podía perder más tiempo riendo como un bobalicón. Tenía que dejar el despacho preparado y listo para continuar con el objetivo del día. Había llegado el momento de demostrar por qué estaba allí. Descolgó el intercomunicador para empezar a dar órdenes.

Debía darse prisa. Su hermano estaba a punto de llegar.

CAPÍTULO 4

Los golpes de un bastón despertaron a Suso. No sabía dónde se encontraba, pero al abrir los ojos y ver a un señor mayor propinándole golpes lo recordó todo.

—Pare ya, por favor —le pidió con voz ronca a Pelayo.

Había dormido fatal. Le dolía todo el cuello por haber tenido que permanecer sentado en una silla de madera astillada toda la noche. Al menos, pensó, había podido descansar bajo un techo que podría definirse como seguro. Suso miró por la ventana y comprobó que aún no había amanecido.

—¿Qué hora es? —preguntó Suso.

—Si quieres unos números, no tengo ni idea. Se me daban mal las matemáticas cuando pequeñuelo y no he cambiado a lo largo de mis años de vida. Pero sí te puedo decir que es la hora en la que se levantan los hombres para ir a trabajar. ¿Eres un hombre o una señorita?

Suso dudaba de dónde habría sacado Pelayo aquella idea. Seguramente habría vivido alejado de toda persona civilizada en un radio de varios kilómetros. Vio como el viejo iba a una pila situada en una esquina de la cabaña y llenaba una tinaja oxidada con agua. Aprovechó para mirar su reloj y vio que apenas eran las seis de la mañana. Pelayo regresó con la tinaja y se la puso delante.

—Gracias.

—Dámelas cuando la hayas usado y te hayas lavado la cara.

Suso empezaba a cogerle aprecio a aquel viejo cascarrabias. Pelayo le estaba dando todo lo que tenía a cambio de nada.

Una vez que se enjuagó los ojos y se secó con su camiseta, Suso se acercó a Pelayo.

—No sabría cómo agradecerle todo lo que ha hecho esta noche por mí, pero le tengo que pedir algo más.

—¿Qué es lo que quieres, muchacho?

—Dígame cómo puedo recuperar a mi mujer. Usted es la única persona en la que puedo confiar en estos momentos.

Pelayo lo miró fijamente. Suso creyó ver que de los curtidos ojos de su anfitrión iban a salir unas lágrimas, quizás de pena o tal vez de alegría. En cualquier caso indicaban que para Pelayo había llegado un momento que hacía tiempo que estaba esperando.

—Anoche hice que reflexionaras sobre algo. Ellos tienen controlada esta situación desde hace tiempo. Sí, es así… —dijo al ver la cara de incredulidad de Suso—. Quieren algo de ustedes, o al menos de uno de vosotros dos. Vuestro hijo para ellos era prescindible, pues en otro caso no estaría muerto. —Pelayo hizo una pausa y finalizó tajantemente—. Ellos han planificado cada acto, cada pensamiento y cada sentimiento tuyo y de tu mujer.

Suso pensó en aquellas duras palabras. ¿Estaba aquel viejo chiflado, o debería tener en cuenta sus advertencias?

—Tal como lo plantea, que permítame que dude de algunas de sus afirmaciones, me va a ser imposible recuperar a Raquel. Si ellos lo tienen todo planeado y lo saben todo, ¿qué hago? ¿Qué puedo hacer?

Pelayo sonrió con amabilidad.

—Eres libre de creerme o no, pero con el tiempo te darás cuenta de que este viejo no se equivoca.

Pelayo sacó un par de galletas de un viejo zurrón. Se metió una entera en su casi desdentada boca, y dejó la otra encima de la mesa.

—Hay algo con lo que ellos no cuentan -afirmó el anciano.

—¿De verdad? —Preguntó curioso Suso, mientras Pelayo afirmaba con la cabeza fervientemente.

—De verdad, amigo mío. —Pelayo le miraba fijamente—. Estoy convencido que ellos no han tenido en cuenta a este viejo con el que estás hablando.

Y Suso sonrió por primera vez desde que su hijo murió.

Llevaba más de media hora caminando por las tierras que rodeaban Miadona, vestido con unos ropajes apestosos que Pelayo le había prestado, y aguantando las arcadas que le venían cada pocos minutos.

—Los quiero de vuelta —le dijo el viejo antes de soltarlos por completo.

Pues claro que se los devolvería. ¿Para qué los iba a querer él? No servirían ni para trapo con toda aquella mugre. Era cierto que, durante esos treinta interminables minutos, Suso llegó a pensar que aquellas palabras eran el modo en el que Pelayo le daba ánimos. Y es que probablemente iba a morir. Porque no es que se fuese a meter en la boca del lobo. Suso iba a colarse por la boca del animal y no iba a parar hasta salir por el maldito culo.

—¡Por Dios, que asco más grande! —gritó.

No lo dijo por su último pensamiento. En absoluto. Es que los harapos que vestía estaban desprendiendo olores a moho y a comida putrefacta. Era repugnante. Como pasear por un vertedero a las cinco de la tarde en pleno verano. Y todo a pesar del pañuelo que le cubría la boca y la nariz. Pero aquellos olores traspasarían una pared de hormigón.

La idea había sido de Pelayo, por supuesto. Suso pensaba en lo bien que le había parecido todo cuando le explicaba el plan.

—Llevo paseando por estos campos desde pequeñuelo —empezó—, más de ocho lustros antes de que esa gente llegase y se instalase. Así que, aunque al comienzo no les gustaba que hurgase por sus ridículos asuntos, no tuvieron más remedio que acostumbrarse. Ya cuando me ven, miran para otro lado. Yo no les molesto y ellos no me molestan —Pelayo salió entonces de la cabaña, abrió un viejo arcón semienterrado y sacó de él los harapos que Suso vestía en aquel momento—. Si te pones esto, y caminas un poco jorobado, así como yo, te confundirán conmigo. Los quiero de vuelta —advirtió, entonces, por primera vez.

Suso aceptó con una sonrisa el plan del viejo. Claro que todavía no le había llegado el tufo que desprendían. La vestimenta era sencilla: una gorra marrón con orejeras, un chalequillo de piel de borrego, una chaparrera que le cubría las piernas y unas botas altas negras. Le quedaban algo holgadas, lo que demostraba que Pelayo habría tenido gran porte en su juventud. El hombre entró un momento en la cabaña y salió con un gran cuchillo oxidado en las manos. La chaparrera tenía un pequeño orificio por el que se podía introducir el cuchillo, así que le ayudó a colocarla y le avisó de que debía tener cuidado al sacarlo.

Cuando el sol empezaba a asomar por el horizonte, Suso ya llevaba varios minutos andando. Tenía un rumbo fijado por Pelayo. Debía encaminarse en dirección a una montaña con forma de calabaza. Si no se desviaba, Suso encontraría un pequeño pozo excavado en la tierra. Aquel pozo se encontraba a apenas 100 metros de la primera casa de Miadona. Era habitual que Pelayo fuese a sacar agua de allí, por lo que no levantaría sospecha. Y desde allí podría vigilar esa entrada al pueblo hasta que decidiese adentrarse en él.

Pero después de treinta minutos, con aquellos hedores emanando de la ropa, y el sol empezando a apretar a pesar de la temprana hora, Suso estaba convencido de que se había perdido. Jamás encontraría un pozo entre tantas hectáreas de tierra. Y si volvía sobre sus pasos, estaba seguro de que tampoco encontraría la cabaña de Pelayo. Ese pesimismo le estaba consumiendo poco a poco, con cada paso que daba. Caminar encorvado tampoco ayudaba. Se empezaba a sentir angustiado, hasta que de repente se dio cuenta de que el terreno comenzaba a descender. Su visión panorámica aumentó, y, a lo lejos, pudo ver una serie de piedras dispuestas en forma de círculo. Y lo mejor de todo: pudo ver la primera casa de Miadona. Una pequeña casa rosa de madera, de una sola planta, con tejado inclinado de teja roja y ventanas repartidas por los cuatro costados.

Tuvo ganas de llorar y de salir corriendo, pero Suso se controló y siguió su camino. No podía levantar sospecha, y no sabía si habría alguien vigilando aquella zona y, por alguna razón, estaba convencido de que le debían estar buscando. Por lo que le había contando Pelayo, aquellos tipos lo tenían todo controlado, así que Suso no creía que fuesen a dejarle escapar para que revelase lo ocurrido. El recuerdo del asesino de su hijo irrumpió en su mente y una mirada furiosa apareció en el rostro de Suso. Mientras miraba en dirección al pueblo, juró vengarse costase lo que costase.

Suso llegó al pozo. Cogió un cubo de lata que había atado a una cuerda, lo arrojó, y sacó un poco de agua. Estaba limpia y fresca. Tomó un trago, luego otro, para finalmente lavarse la cara y las manos con la sobrante. Aquello lo relajó y le permitió recuperar fuerzas. Antes de adentrarse a Miadona, Suso siguió el consejo que le dio Pelayo. Se sentó en el suelo, cerca del pozo, y observó el comienzo del pueblo. Tenía que vigilar cualquier movimiento, comprobar las llegadas y las partidas, qué ocurría en tales casos y, sobre todo, esperar. Debía ser paciente, a pesar de la peste inmunda que estaba aguantando.

Una hora después, el ruido de un motor le despertó. Suso se había quedado dormido. Un error que podía echar por tierra todo el plan. Afortunadamente, Morfeo le abandonó en el momento justo y pudo obtener la recompensa de la espera. Un todoterreno gris oscuro, muy parecido al que le habían robado a él, se acercaba al pueblo. Paró justo al lado de la casa rosa y abrió la ventanilla del conductor. Debido a la distancia que lo separaba, no pudo ver quién ocupaba ese asiento. Segundos después salía de la casa rosa un hombre vestido de paisano, con una gorra que le cubría la cabeza, en dirección al vehículo. El conductor sacó la mano y mostró una especie de pase.

—Vaya… —dijo Suso—, así que tienen un puesto de guardia para entrar en el pueblo. ¿Qué pasará si un coche desconocido entra y no se detiene?

Suso creía saber la respuesta. La había vivido justo la noche anterior. No le cabía ninguna duda que habría un puesto similar por la zona por la que entró. Sin embargo, Pelayo afirmaba que aquella gente lo había planeado todo. Pero… ¿sabían realmente los habitantes de Miadona que ellos iban a parar en su pueblo? Eso era absurdo.

El todoterreno subió la ventanilla y continuó su camino. Había llegado el momento de entrar en acción. Cada segundo que pasaba haría más difícil volver a ver a su mujer. Suso se levantó y empezó a bajar por la pendiente en dirección a la casa rosa. Avanzaba con precaución. Imaginaba que en cualquier momento el hombre de la gorra saliese de la casa para advertirle. Suso llegó a esperar incluso un disparo de advertencia.

Nada de aquello ocurrió. Se encontraba a un par de metros de la casa y no había sucedido nada. Eso podía deberse a dos razones: que, tal como dijo Pelayo, ya estaban acostumbrados al viejo e ignoraban sus movimientos; o que no esperasen que nadie en sus cabales se fuese a acercar por el medio del campo y no tuviesen ninguna cámara apuntando hacia allí.

Suso se acercó a la primera ventana y se detuvo justo a un lado.

—Una… —dijo en voz baja—, dos… —tomó aire— y tres.

Miró a través del cristal de la ventana, sólo un par de segundos, y volvió a su posición inicial. Sonrió. Lo que había visto le había gustado. En ese rápido vistazo visualizó todo el interior de la estancia. Realmente no era una casa, sino, tal como sospechaba, un puesto de guardia. En su interior había una mesa amplia llena de papeles justo en el centro de la habitación, varias butacas repartidas por los lados de la mesa, un par de ventiladores colgados de la pared y, lo que le había salvado de ser descubierto, una mesa de vigilancia, llena de monitores, pegada a la pared contraria a la ventana por la que se había asomado. Dentro sólo vio al tipo de la gorra, lo que igualaba, en principio, las fuerzas. Suso tomó aire, apretó los puños, comprobó rápidamente que podía sacar el cuchillo de la chaparrera sin dificultad y rezó lo que supo.

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