Ciudad Zombie (17 page)

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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Con un pánico creciente y el sabor de la bilis subiéndole por la garganta, Cooper atravesó la sala corriendo en diagonal, subiéndose a los muebles y saltando de escritorio en escritorio para evitar el contacto con las enigmáticas criaturas que comenzaban a agitarse a su alrededor. Saltó al suelo y pasó en tromba a través de una pesada puerta cortafuegos que daba a un pasillo a oscuras. Pasó junto a otro cuerpo andante, llegó a una escalera e instintivamente empezó a subir. Se movió con toda la rapidez que pudo hasta que alcanzó el último piso y no pudo seguir adelante. Después de intentar abrir tres puertas cerradas, forzó la entrada a un pequeño almacén cuadrado. Cerró la puerta de golpe a su espalda y la bloqueó con una estantería metálica para evitar que entrase la gente que había fuera.

Veinte minutos más tarde, cuando Cooper hubo recuperado el aliento y conseguido calmarse un poco, atravesó la habitación hasta la única ventana y contempló los restos del mundo exterior. Podía ver grandes cantidades de cuerpos tambaleándose sin rumbo por las calles desiertas de la ciudad. También podía oír cómo se movían por otras partes del edificio.

Este entorno sombrío no era la mayor preocupación de Cooper. Había un asesino invisible moviéndose en el aire, un germen que lo iba a atrapar de una forma u otra: ya fuera envenenándolo y matándolo o forzándolo a ahogarse y morirse de hambre dentro de la maldita máscara y el traje protector. Había sido testigo de la velocidad con la que había atacado y destruido a Thompson. Cooper sabía que mientras estuviera allí fuera, su vida dependía de su traje. Y que sería así hasta que consiguiera regresar al búnker.

22

El mundo muerto había estado en silencio durante lo que había parecido una eternidad. Incluso el ruido más leve viajaba a grandes distancias, transportado durante kilómetros por rachas de viento que no se veían perturbadas por nada más. El movimiento de los soldados en su potente transporte había provocado que la población de no vivos reaccionara a lo largo de todo su trayecto: desde las colinas suaves y aisladas alrededor del propio búnker hasta el corazón desolado de la ciudad devastada. En un espacio de tiempo terroríficamente corto, la multitud alrededor de la universidad se había convertido en una masa furiosa de movimiento y hostilidad. Oleadas de cuerpos intentaban alejarse de los edificios en busca de la fuente del ruido, mientras que otros seguían avanzando hacia ellos, aún a la caza de los supervivientes allí refugiados y que sabían cercanos.

En el bloque de alojamientos de la universidad, cada uno de los supervivientes se había visto estimulado y animado por los sonidos del exterior. Más que cualquier golpe al azar o sonido inexplicable, como los que habían oído muchas veces antes, los ruidos que les llegaban en esos momentos a través de la lluvia eran diferentes. Eran sonidos decididos, intencionados y mecánicos. Eran sonidos que sólo los podían haber producido otras personas como ellos. Y los disparos y los gritos que siguieron habían confirmado, más allá de toda duda que, ese día, había habido personas vivas en la ciudad.

Las personas que vivían en el complejo se sentían encerradas dentro de los muros de su escondite. Rodeadas por los muertos y demasiado asustadas para abandonar la seguridad relativa del edificio, las más valientes habían subido hasta el tejado, a pesar de las pésimas condiciones atmosféricas, para mirar hacia la ciudad. Desde su punto de observación elevado
y
precario, no habían sido capaces de ver a las otras personas, pero habían presenciado cómo un gran número de cuerpos en descomposición había empezado a penetrar en el ciudad, reaccionando ante la presencia de los recién llegados. Aunque parecía que miles se habían alejado, otros muchos se habían quedado atrás.

Algunos de los vivos se animaron por la facilidad con la que se habían distraído los cuerpos. Otros lo vieron como una victoria temporal
y
vacía, y supusieron que esos mismos cadáveres volverían inevitablemente antes de que pasase mucho tiempo. La gente se empezó a dar cuenta de que si querían que otras personas supieran dónde estaban refugiados, tendrían que estar preparados para correr el riesgo de atraer aún más muertos a la zona de la universidad. Ese fue el dilema que amenazó con dividir el grupo en dos.

—No voy a estar de acuerdo con nada que haga regresar a esas malditas cosas —bufó Bernard Heath. La fuerza y el volumen sorprendente de su voz reforzaba la idea de que el miedo era la única razón de que se opusiera a la idea que se había planteado.

—Por el amor de Dios, Bernard —suspiró Donna, frustrada por su beligerancia—, ¿no puedes comprender lo que estamos diciendo? Sabemos que cualquier cosa que hagamos hará regresar a los cuerpos, pero lo más probable es que también atraiga a quienquiera que sea que está ahí fuera. ¿De verdad crees que nos podemos permitir quedarnos aquí solos durante mucho más tiempo?

—Pero no estamos solos, ¿verdad? —argumentó Bernard—. Somos más de cuarenta.

—Puede ser, pero ¿cuántos estamos ahora en esta sala? ¿A cuántas personas ves realmente en un día?

Bernard miró alrededor de la sala de reuniones prácticamente vacía. Donna tenía razón, menos de la mitad del número total de personas del edificio se encontraba en esos momentos en la sala. Era raro ver reunidos a más de diez, y sólo había sido la actividad en el centro de la ciudad lo que había sacado ese día a la mayoría de ellos de sus habitaciones. Otros muchos seguían escondidos en silencio en sus espacios individuales, y salían únicamente cuando necesitaban comida o agua.

—Pero ¿has visto cuántos se ha ido cuando oyeron los ruidos?

—¿Y has visto cuántos se quedaron? —respondió Donna con rapidez—. ¿Qué ocurrirá si el tamaño de la multitud se reduce a la mitad, Bernard? Seguirán siendo demasiados para que los podamos controlar. Seguiremos en la misma situación. El número de esos cabrones de ahí fuera sólo es una cuestión académica.

—Ocurra lo que ocurra, terminaremos atrapados aquí —intervino Phil Croft desde el otro lado de la sala—. Entiendo lo que está diciendo Bernard, dales un par de semanas más y un par de miles de cuerpos más, y nuestro refugio se acabará convirtiendo en una prisión.

—No importa lo que hagamos, esos cuerpos regresarán aquí —prosiguió Donna—. El resto de la ciudad es una tumba. No podemos evitar atraer su atención sobre nosotros, ¿no os parece?

—Lo podemos intentar —protestó Bernard—. Podemos...

—¿Qué podemos hacer? ¿Encerrarnos en habitaciones individuales en el último piso y aguantar la respiración para que no nos oigan?

—No, sólo creo...

—¿Has visto cómo se empiezan a comportar esas cosas? —preguntó Donna, con voz cansada—. Cada día se vuelven más activos y más violentos. Sé que individualmente no son demasiado fuertes, pero mira la cantidad a la que nos enfrentamos.

—Y nos guste o no, tendremos que salir pronto a buscar suministros —interrumpió Croft—, estoy ya con las últimas cajetillas de cigarrillos.

—Entonces, vete —replicó Bernard enfadado.

Croft meneó la cabeza.

—No me toques las narices, Bernard. Lo que estoy diciendo es que a medida que pase el tiempo, tendremos que alejarnos cada vez más para conseguir los suministros. Tendremos que pasar más tiempo en el exterior y correr más riesgos, a menos que hagamos algo ahora. Donna tiene razón. Es necesario que hagamos saber a quienquiera que esté allí fuera que estamos aquí.

—Nos tenemos que empezar a organizar —continuó Donna—. Establecer algún tipo de rutina y orden en lo que estamos haciendo. Tenemos que encontrar una forma de hacer saber a esa gente que estamos aquí, sin excitar de nuevo a los cuerpos.

—Te contradices —comentó Bernard—. ¿Cómo vamos a atraer la atención de nadie sin atraer a más cuerpos?

Sentado en un rincón de la sala, Nathan Holmes se levantó y pasó justo a través del centro del grupo para alcanzar la salida, moviendo la cabeza.

—Sois un hatajo de jodidos idiotas —exclamó. Las demás personas en la sala se volvieron para mirarle—. Miraros. ¿Qué estáis intentando hacer? Pensáis que vais a construir un jodido mundo nuevo o...

—Sólo estamos intentando sobrevivir y... —empezó a decir Donna antes de que la interrumpiera Nathan.

—Esto es inútil. Todo es inútil. Ni siquiera deberíais perder el tiempo hablando de ello. En cuanto pueda, saldré de aquí y voy a...

—Todos sabemos exactamente lo que vas a hacer —le cortó Donna enfadada—, no dejas de explicárnoslo. Vas a beber hasta perder el sentido para poder olvidarlo todo, todos te hemos oído repetirlo miles de veces. Me gustaría que te fueras y lo hicieras, en vez de quedarte aquí, molestando. No te importa nadie más que tú mismo.

—Desde luego que no. ¿Por qué debería?

—¿No eres capaz de ver cómo mejoran nuestras posibilidades si trabajamos juntos? —le preguntó Croft.

Nathan miró el techo desesperado.

—Pero ése es precisamente mi argumento, ¿qué posibilidades tenemos? Todo el mundo en este maldito edificio lo ha perdido todo. Si hay otras personas ahí fuera, lo último que necesitan es encerrarse aquí con vosotros. Salir de aquí e intentar olvidar el jodido caos en el que estamos todos es la mejor opción para cualquiera al que le quede un mínimo grado de sensatez.

—Estás confundiendo sensatez con egoísmo —le explicó Donna.

—Mira —intervino Croft, cada vez más impaciente—, de lo que estamos hablando es de establecer algún tipo de faro temporal, de manera que si esa gente vuelve, cuando lo haga, se den cuenta de que estamos aquí. No estamos intentando establecer grandes planes para el futuro, porque, Nathan, creo que tienes razón. ¡No sabemos si ninguno de nosotros tiene un jodido futuro!

—Pero vuestro faro atraerá a los cuerpos —protestó Bernard.

—Por el amor de Dios, hombre, cambia de disco —replicó Croft furioso—. ¿No puedes ver que se trata de un riesgo a corto plazo que nos veremos obligados a correr?

Jack Baxter había asistido al desarrollo, cada vez más tenso, de la conversación.

—¿Y si ponemos el faro en el techo? —sugirió—. Pensad en ello, si ponemos algún tipo de hoguera en lo más alto, no será evidente de inmediato para los cuerpos, pero un superviviente...

—Un superviviente sabrá que cualquier cosa en un tejado probablemente la habrán colocado de forma intencionada —completó Donna, dándose cuenta de lo que Jack estaba proponiendo—. Si estamos hablando de encender un fuego, entonces un superviviente sabrá que cualquier incendio se habría iniciado en algún punto del interior de un edificio y que después iría ascendiendo, pero no empezaría en el tejado, ¿no os parece?

—Lo comprendo —intervino Bernard—, pero si esas personas vienen aquí, cuando vengan, traerán consigo más cadáveres, ¿o no? No importa lo cuidadosa que seas con tu maldito faro, ¿no crees?

Donna se quedó mirando desesperada al aterrorizado profesor. Comprendía lo que estaba diciendo, pero no podía entender por qué era tan importante para él. Para ella, la solución del problema y los potenciales efectos colaterales eran evidentes e inevitables. Tenía la oportunidad de establecer contacto con más supervivientes, personas que tenían transporte y armas, y que, según parecía, eran capaces de moverse por el exterior sin quedarse encerrados y confinados como ellos. Y si establecer contacto con ellos significaba aumentar temporalmente el número de cuerpos alrededor de la universidad, entonces le parecía un precio que valía la pena pagar.

23

A poco menos de cincuenta kilómetros de la ciudad, y a varios kilómetros de la entrada del bunker subterráneo, dos supervivientes se mantenían en un silencio casi constante. Escondidos en una autocaravana relativamente bien equipada, que habían conseguido sólo unos días antes a las afueras de otro pueblo muerto, la pareja había conducido hasta la zona de campo más aislada y abierta que habían encontrado.

Desde que se vieron forzados a abandonar la granja en la que se habían refugiado juntos, Michael Collins y Emma Mitchell vivían de lo que encontraban, como animales carroñeros, trasladándose de un lugar a otro y escondiéndose en las sombras hasta que el número de cuerpos a su alrededor alcanzaba una masa crítica. Cinco días antes, el edificio en el que se habían escondido con relativa seguridad durante más de una semana se vio finalmente asaltado por cientos de cuerpos vagabundos, atraídos por su presencia, remota y en todos los sentidos discreta, por la actividad y los sonidos que habían producido con su simple existencia. Habían tomado muchas precauciones para alejarse de los restos putrefactos de la población no viva, pero todos sus esfuerzos habían sido, al final, en vano. Michael y Emma habían aprendido a un coste muy amargo que no era posible escapar a la atención indeseada de cientos y cientos de cadáveres desesperados, putrefactos y cada vez más feroces.

La pareja había oído en la distancia el motor cuando los soldados emergieron de su base oculta a primera hora de la mañana. Al principio les había parecido imposible de creer: desde que habían abandonado la granja ninguno de los dos había visto el más mínimo indicio de otras personas vivas; ni un solo sonido o movimiento que pudiera haber señalado la existencia de otros supervivientes. Pero el ruido del motor había sido claro e inconfundible, y les había llenado a ambos de una esperanza repentina e inesperada donde antes sólo habían sentido miedo y vacío.

Cuando salieron de la autocaravana, el sonido se había ido apagando y el mundo volvió a estar en silencio. Sin embargo, tropezaron con un camino recto de grava al pie de una colina cercana a donde habían estado aparcados. El camino parecía conducir a ninguna parte y, en ausencia de cualquier otra carretera o sendero en kilómetros a la redonda, podría ser el punto de partida lógico para su búsqueda. Michael había supuesto que alguien más que intentase sobrevivir en ese mundo brutal e inhóspito habría podido encontrar una base similar a la granja donde Emma y él se habían escondido al principio. De ello se deducía que si esa gente estaba saliendo de su base, en búsqueda de suministros, habría bastantes probabilidades de que regresase en poco tiempo.

Tenía razón.

La oscuridad de la noche acababa de engullir las últimas luces de la tarde mortecina cuando oyeron de nuevo el ruido del motor. Distante y tenue al principio, aumentó rápidamente de volumen. Sin importarles el peligro de encontrarse en el exterior y expuestos, Michael abrió la puerta de la autocaravana y saltó las escaleras. Corrió a través de la hierba larga y empapada de lluvia, y se agachó tras un pequeño afloramiento rocoso, desde el que tenía una visión relativamente clara de un largo tramo del camino que quedaba por debajo. Y entonces lo vio: un transporte militar grande y potente que rodaba desafiante. No podía ver al conductor del vehículo o cuántas personas había en su interior, pero no importaba. Más que encontrar a otros supervivientes, sabía que esa gente era fuerte y estaba bien organizada. Y si realmente eran militares, ¿qué podría significar? ¿Cuántos cientos más podría haber en los alrededores?

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