Cobra (19 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

Dexter buscó en la comunidad de pilotos de la fuerza aérea retirados de São Paulo y por fin encontró a João Mendoza. Tenía cuarenta y tantos años y había pilotado cazas Northrop Grumman F5E Tiger antes de retirarse para ayudar a dirigir la empresa de su padre, que ya era muy mayor. Sus esfuerzos fueron en balde. Con la crisis económica de 2009 la compañía entró en suspensión de pagos.

Sin ninguna capacidad particular para el mercado laboral, João Mendoza fue pasando de un empleo a otro, siempre lamentando haber dejado de volar. Además, continuaba llorando a su hermano menor, al que casi había criado tras la muerte de la madre y cuando su padre tenía que trabajar quince horas al día. Mientras João estaba en su base, en el norte, el joven se había dejado llevar por las malas compañías y había muerto de una sobredosis. João nunca lo olvidó ni tampoco se lo perdonó. Además, la paga que le ofrecían los norteamericanos era más que generosa.

Dexter alquiló un coche y llevó al brasileño al norte hasta los llanos junto al mar del Norte; la ausencia de colinas y su posición en la costa este habían hecho que fuese, durante la Segunda Guerra Mundial, el sitio natural para las bases de bombarderos. Scampton había sido una de ellas. Durante la guerra fría también acogió una parte de la flota de bombarderos Vulcano, que transportaban las bombas atómicas del Reino Unido.

En 2011 se instalaron allí varias empresas civiles, entre ellas un grupo de entusiastas que restauraban poco a poco dos Blackburn Buccaneers. De momento habían conseguido que los dos aviones rodaran por la pista, pero aún no estaban en condiciones para el despegue. Sin embargo habían dejado esa tarea, a cambio de una paga que solventaría muchos de sus problemas económicos, para ocuparse de reconvertir el Bucc sudafricano que Guy Dawson había llevado desde Thunder City hacía cuatro meses.

La mayoría de los miembros del grupo no eran ni habían sido nunca pilotos de cazas de reacción. Eran técnicos, electricistas y mecánicos que se habían ocupado del mantenimiento de los Bucc cuando estaban en servicio en la armada y la fuerza aérea británicas. Vivían en la zona, y renunciaban a sus fines de semana y noches de descanso para conseguir que los dos viejos aparatos volasen de nuevo.

Dexter y Mendoza pasaron la noche en un hostal cercano, una vieja posta con techos de vigas bajos y un hogar donde ardía un buen fuego, arreos de latón resplandecientes y litografías con escenas de caza que fascinaron al brasileño. Por la mañana fueron a Scampton para reunirse con el equipo. Eran catorce personas, todas contratadas por Dexter con el dinero de Cobra. Orgullosas, mostraron al nuevo piloto del Bucc lo que habían hecho.

El cambio principal era el montaje de las armas. En los tiempos de la guerra fría el Buccaneer llevaba el armamento de un bombadero liviano, sobre todo para atacar barcos. Como avión de combate, su carga útil interna, y debajo de las alas, consistía en una impresionante variedad de bombas y cohetes, y también bombas atómicas tácticas.

En la versión que el comandante Mendoza inspeccionó aquella mañana de primavera en un ventoso hangar en Lincolnshire, toda esta carga útil se había convertido en depósitos de combustible para proporcionarle una increíble autonomía de vuelo y por tanto de horas de tiempo de vigilancia. Con una excepción.

Si bien el Bucc nunca había sido un caza interceptor, las instrucciones dadas a la tripulación de tierra habían sido claras. Lo habían equipado con armas.

Debajo de cada ala, en los soportes que antes sujetaban los lanzamisiles, había armas atornilladas. Cada ala estaba equipada con una pareja de cañones Aden de 30 mm con potencia de fuego suficiente para destrozar cualquier objetivo que alcanzasen.

Todavía faltaba reconvertir la carlinga trasera. Muy pronto dispondría de otro depósito de combustible y de un equipo de comunicaciones ultramoderno. El piloto de este Bucc nunca llevaría a un operador de radio sentado detrás; en cambio, escucharía en sus oídos una voz que le hablaría desde miles de kilómetros de distancia para decirle cuál era el rumbo exacto en el que encontraría a su objetivo. Pero primero debía dejar paso al instructor de vuelo.

—Es hermoso —murmuró Mendoza.

—Me alegra que le guste —dijo una voz detrás de él. Se volvió. Vio a una mujer delgada de unos cuarenta años que le tendía la mano—. Soy Colleen. Seré su instructora de vuelo.

La comandante Colleen Keck nunca había pilotado un Bucc cuando volaba para la marina. En los tiempos del Buccaneer, la fuerza aérea naval no admitía pilotos mujeres. Se había visto obligada a incorporarse primero a la marina y luego pedir el traslado a la aviación naval. Después de demostrar sus aptitudes como piloto de helicópteros por fin había conseguido realizar su sueño: pilotar aviones de reacción. Cumplidos los veinte años de servicio se había retirado y, como vivía cerca, un buen día se unió a los entusiastas restauradores. Un ex piloto de Bucc le había enseñado a pilotarlos antes de que él mismo fuese demasiado viejo para volar.

—No veo el momento de empezar —afirmó Mendoza en su lento y cuidadoso inglés.

Todo el grupo volvió al hostal para celebrar una fiesta que corrió a cuenta de Dexter. Al día siguiente dejó que se recuperasen de la resaca antes de comenzar el entrenamiento. Necesitaba que el comandante Mendoza y el equipo de mantenimiento integrado por seis hombres que le acompañarían estuviesen instalados en la isla de Fogo para el último día de junio. Voló de regreso a Washington a tiempo para ver otro grupo de identificaciones conseguidas por Jeremy Bishop.

Del TR-1 se habla pocas veces y se le ve todavía menos. Es el sucesor del famoso avión espía U-2 en el que Gary Powers fue derribado en el cielo de Siberia en 1960, y que descubrió las bases de misiles soviéticos que se construían en Cuba en 1962.

Durante la guerra del Golfo de los años 1990 y 1991, el TR-1 fue el principal avión de espionaje norteamericano, con una altitud y una velocidad mucho mayores, equipado con cámaras que transmitían imágenes en tiempo real sin tener necesidad de revelar los rollos de película. Dexter había solicitado en préstamo uno de estos aparatos, para que operase fuera de la base aérea de Pensacola, y acababa de llegar. Comenzó a trabajar la primera semana de mayo.

Dexter, con la ayuda del infatigable Bishop, había encontrado a un diseñador y arquitecto naval cuyo talento consistía en identificar prácticamente cualquier barco desde casi todos los ángulos. Trabajaba con Bishop en el último piso del depósito en Anacostia, donde las mantas destinadas al Tercer Mundo continuaban apiladas en la planta baja.

El TR-1 recorría la cuenca del Caribe, repostaba en la base de Malambo en Colombia o en las bases norteamericanas de Puerto Rico, según la conveniencia. El avión espía enviaba imágenes en alta definición de las radas y puertos atestados de barcos mercantes y de las embarcaciones que estaban en el mar.

El experto naval, con una potente lente de aumento, observaba las fotos a medida que Bishop las descargaba y las comparaba con los detalles de cada barco descubierto por el informático a partir de los nombres que les había dado el soldador.

«Este —decía finalmente, y señalaba uno entre tres docenas en un puerto del Caribe— tiene que ser el
Selene
.» O «Ahí está, inconfundible: de un tamaño manejable y casi sin equipos». «Pero ¿cuál es?», preguntaba Bishop, perplejo. «Tonelaje mediano, una sola grúa montada a proa. Es el
Virgen de Valme
. Fondeado en Maracaibo.»

Cada uno era experto en su materia y, como ocurre entre los expertos, a cada uno le resultaba imposible comprender la especialidad del otro. Pero entre ambos estaban identificando a la mitad de la flota del cártel.

Nadie va a las islas Chagos. Está prohibido. Solo forman un pequeño grupo de atolones de coral perdido en el océano Índico a mil millas al sur del extremo sur de la India.

De habérselo permitido, quizá habría ocurrido como en las Maldivas y tendrían hoteles para aprovechar las lagunas cristalinas, el sol todo el año y los arrecifes de coral vírgenes. En cambio solo tienen bombarderos. Para ser exactos, bombarderos B-52 norteamericanos.

El atolón más grande del grupo es Diego García. Como el resto, es de propiedad británica, pero está arrendado a Estados Unidos y cuenta con una gran base aérea y una estación de repostaje naval. Es tan secreto que incluso a los isleños que vivían allí, pescadores totalmente inofensivos, los trasladaron a otras islas y se les prohibió regresar.

Lo que pasó durante el invierno y la primavera de 2011 en la isla Eagle fue una operación británica, aunque financiada en parte con contribuciones del presupuesto de Cobra. Cuatro barcos de la Real Flota Auxiliar anclaron sucesivamente frente a la costa con toneladas de herramientas, equipos y personal de la marina para construir una pequeña colonia.

Nunca llegaría a ser un hotel turístico, pero era habitable. Había hileras de casas prefabricadas. Se cavaron letrinas. Se montó un comedor con cocinas, neveras y una planta desalinizadora; todo funcionaba con un generador.

Cuando se terminó y quedó lista para ser ocupada podía acomodar a más de doscientos hombres, siempre que entre ellos hubiese los suficientes mecánicos, cocineros y operarios para mantener todas las instalaciones en correcto estado de funcionamiento. Tan considerada, como era habitual, la marina incluso construyó un cobertizo con máscaras, tubos y aletas para la práctica del submarinismo. Aquellos que iban a permanecer secuestrados allí podrían al menos bucear en los arrecifes. También había una biblioteca con un amplio surtido de libros en inglés y español.

Para los marineros y los ingenieros no era una misión dura. Estaban en la isla Diego García, un Estados Unidos en miniatura en los trópicos, equipada con todas las comodidades que un soldado norteamericano lejos de casa espera, que es mucho. Los visitantes británicos eran bienvenidos, así que estos aprovecharon la cortesía. La única molestia en aquel paraíso tropical era el incesante estruendo de los bombarderos que despegaban y aterrizaban durante las misiones de entrenamiento.

La isla Eagle tenía otra característica. Al estar a mil millas de la tierra más cercana y en medio de un mar infestado de tiburones era un lugar a prueba de fugas. Era lo que se pretendía.

Las islas de Cabo Verde son otro de los lugares bendecidos por el sol los trescientos sesenta y cinco días del año. La nueva escuela de aviación en la isla de Fogo se inauguró de forma oficial a mediados de mayo. Una vez más, tuvo lugar una ceremonia. El ministro de Defensa voló desde la isla Santiago para presidirla. Por fortuna para todos, solo se habló en portugués.

El gobierno había seleccionado, después de unas rigurosas pruebas, a veinticuatro jóvenes caboverdianos para que se convirtiesen en cadetes pilotos. No todos conseguirían las alas, por tanto debían contar con aquellos que no lo lograrían. La docena de aviones biplaza de entrenamiento Tucano habían llegado de Brasil y estaban alineados en la pista. También estaban formados los doce instructores cedidos por la fuerza aérea brasileña. La única persona ausente era el oficial al mando, un tal comandante João Mendoza. Sus obligaciones le retenían en alguna otra parte, así que asumiría el mando al cabo de un mes.

Aunque no importaba demasiado. Los primeros treinta días se dedicarían a las clases en las aulas y a conocer los aparatos. Informado de todo esto, el ministro dio su aprobación con un gesto grave. No había ninguna necesidad de decirle que el comandante Mendoza llegaría en su avión privado, con el que podía permitirse volar por placer.

De haber conocido el ministro la existencia de dicho aparato, quizá hubiese comprendido por qué el depósito de combustible JP8 de los aparatos de entrenamiento estaba separado del combustible JP5, mucho más volátil, que utilizaban los reactores navales de alto rendimiento. Tampoco entró en el otro hangar con puertas de acero excavado en la roca. Le dijeron que era un almacén y perdió el interés.

Los ilusionados cadetes fueron a sus dormitorios y las autoridades regresaron a la capital. Las clases comenzaron al día siguiente.

El comandante ausente estaba a 6.000 metros de altitud por encima de las aguas grises del Mar del Norte al este de la costa inglesa en un ejercicio de navegación de rutina con su instructora. La comandante Keck ocupaba el asiento trasero. Nunca había habido controles en la carlinga trasera, por lo tanto el instructor se encontraba en una situación de «absoluta confianza». Sin embargo, podía controlar la precisión de las interceptaciones de objetivos imaginarios. Estaba satisfecha con lo que veía.

El día siguiente sería de descanso, porque los vitales vuelos nocturnos comenzarían por la noche. Por último quedarían las prácticas RATO
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y de artillería. Los blancos serían bidones pintados de colores brillantes flotando en el mar; los lanzaría en los puntos acordados un miembro del grupo que tenía una barca de pesca. No le cabía ninguna duda de que su alumno aprobaría con un excelente. Se había dado cuenta muy pronto de que era un piloto con condiciones naturales y que se encontraba como pez en el agua en los controles del viejo Bucc.

—¿Alguna vez ha volado con el despegue asistido por cohetes? —le preguntó ella, una semana después en la sala de las tripulaciones.

—No, Brasil es muy grande —respondió Mendoza, bromeando—. Tenemos tierra más que suficiente para construir pistas muy largas.

—Su Bucc S2 nunca lo utilizó porque nuestros portaaviones son lo bastante largos —dijo la comandante—. Sin embargo, en los trópicos el aire es demasiado caliente. Se pierde potencia. Este avión vino de Sudáfrica, así que necesita ayuda. No tenemos más alternativa que instalarle los cohetes. Le dejarán sin respiración.

Así fue. Como si la enorme pista de Scampton fuera demasiado corta para un despegue no asistido, los técnicos colocaron los cohetes detrás del patín de cola. Colleen Keck le instruyó con todo detalle de la secuencia de despegue.

Detenerse al final de la pista. Tensar los frenos de mano al máximo. Acelerar los motores Spey contra los frenos. Cuando no pudiesen aguantar más, soltar los frenos, aumentar la potencia al máximo y pulsar el interruptor de los cohetes. João Mendoza creyó que un tren lo había embestido por la espalda. El Buccaneer casi se encabritó y se lanzó por el centro de la pista. Hubo un relámpago y despegó.

La comandante Keck no lo sabía, pero Mendoza había pasado horas estudiando las fotografías que Cal Dexter le había enviado al hostal. Mostraban la pista de Fogo, la disposición de las luces de aproximación, el umbral donde debía posarse llegando desde el mar. El brasileño no tenía ninguna duda. Sería pan comido.

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