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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (27 page)

Esta noche Carl Ewart va a hablar en el tal Cameo. ¡Pues Albert Black también lo hará!

Pero ahora había llegado el momento de ir a hacer las paces con su familia. Le revolvía las entrañas pensar en el pecado que con tanta naturalidad habían cometido Billy y la guarra de su novia. En fin, no podía hacer otra cosa salvo rezar por ambos.

Aborrece al pecado y compadece al pecador.

8

Yo podría soportar este puto calor todo el año, ¿eh? En Escocia habría mucha peña que se quejaría que te cagas y diría: jo, hace demasiado calor. Preferirían que se les congelaran las putas pelotas antes que disfrutar de esto. Que les den. Así que mientras volvemos al hotel le cuento a Pelopaja todo lo que Escocia tiene de malo. Como él no para de ir de Londres a Sidney y a sitios como éste, nunca tiene ocasión de ponerse al día con lo que está pasando en el mundo real. Por supuesto, cuando estás en un sitio como éste, todo se ve más claro: piensas en casa desde fuera. «Escocia es demasiado conservadora, coño», le digo al capullo. «Así es como funcionan allí las cosas: a los que mueven las cosas no se les deja levantar cabeza para que se vayan a tomar por culo y les dejen el sitio a los sosos. Hasta yo estoy casi hasta más allá de la coronilla de esa pocilga de mala muerte, tío.»

«¿En serio?»

«Pues claro. Un tipo de mi talento tenía que acabar en el Nuevo Mundo. A Escocia que le den.»

«Pues sí que va a quedar la cosa fatal por allí: la producción de porno
gonzo
de Wester Hailes acabará estancándose. Me sorprende que Alec Salmond y Gordon Brown no se hayan visto obligados a intervenir.»

«¿Intervenir? ¿En Escocia? Sí, hombre, que te lo has creído.»

«Deja de poner a Escocia a parir, Terry. No quiero oírte más», me suelta. «A Escocia no le pasa nada», arguye.

Ya, Escocia siempre tiene mejor pinta desde una isla del Caribe o un hotel boutique de Miami o un piso con vistas al puerto de Sidney. «¡A Escocia le pasa de todo!»

«¿Concretamente?»

«Pues, por ejemplo, la industria nacional: el whisky. Escribí a algunos de los grandes —Grouse, Dewar’s, Bell’s— y les dije: ¿qué tal unos alcopops
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de whisky? ¿Os vais a quedar ahí sentados mientras los rusos hacen lo que les da la gana con el puto vodka? A ver, entre la generación alcopop el whisky con limonada o el whisky con cocacola serían un éxito garantizado. Pero no, no hacen más que contestar con cartas estiradas que no paran de hablar de “tradición” y toda esa mierda. ¿Y del puto derecho a elegir qué? A los cabrones de Smirnoff no los verás dando largas y lloriqueando con el rollo de la tradición.»

«¿Y qué?»

«Que dentro de veinte años», le digo cuando llegamos al hotel y le guiño el ojo al portero, «los de la peña de la industria del whisky estarán jodidos. Ya verás cuando su mercado de abuelos esté criando malvas. Se deben pensar que la visión es eso que te dan en la óptica. La visión no es eso que te dan en la óptica. Éstos no te valen de nada», digo señalándome el globo ocular, «si no usas ésta», digo tocándome la pelota.

Carl quería echar una cabezadita por lo del jet-lag y porque ayer estuvimos de pedo, pero veo a unos cuantos DJs de Chicago en el bar; son los que me presentó anoche. «Ahí están tus amiguetes», le digo, «los negros esos. Vamos a acercarnos a saludarles.»

«Terry, yo tengo que acostarme un rato. Ayer nos pasamos un montón y esta noche tengo bolo, acuérdate.»

«A la mierda», le digo al muy capullo, porque parece que los tíos se lo están pasando bien. «¿Qué coño ha sido de N-Sign, el que no paraba de pegarle nunca a la priva? Mariquita. Peso pluma de mierda. Ese grupo de
septics
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negros están de marcha, como está mandado. Venga, sólo una. ¡No cuesta nada ser amable!»

Sé que llamar peso pluma a Ewart es como enseñarle un trapo rojo a un toro, así que muy pronto la priva va que vuela otra vez, y encima margaritas…, joder, cabrón, podría llegar a acostumbrarme a esto… y, entretanto, discuto de deporte con un tío alto que se llama Lucas.

«Reconócelo, colega: el baloncesto es un juego de maricones.»

«¡Quééé cojones…!», salta el tío.

«El Michael Jordan ese es un mariconazo que te cagas, todos los que practican ese deporte tienen que…»

«Y una mierda, tío, estás hablando con el culo. Es el deporte de la gente del gueto, allí todo el mundo tira a canasta, todas las manzanas de todos los barrios tienen su cancha, tío…»

«Está bien», reconozco ante el capullo este, «pero América es así: no tenéis ni idea de deportes.»

«Terry, tío, ¿qué cojones estás diciendo?»

«Vale», le explico al capullo este, «cojamos el béisbol, la World Series esa. Dos putos países, vosotros y Canadá. Ahora compáralo con el deporte del pueblo, el fútbol, al que se juega en todas partes, en el globo entero; por eso se llama la Copa del Mundo. No se puede negar.»

Otro tipo, uno al que llaman Royce, está que se mea de la risa y sacudiendo la cabeza. «Japón, República Dominicana, Cuba…»

Entonces el grandullón de Lucas suelta: «Pero al baloncesto también se juega en todo el mundo, tío, y en baloncesto nosotros nos lo comemos todo.»

«Porque es un juego de bujarrones», les corrijo, y me vuelvo hacia Carl, pero Pelopaja no me apoya; el capullo me ha vuelto la espalda y ha reanudado su discusión con un DJ llamado Headstone; están hablando de sus influencias de cuando iban al colegio, todos los DJs aquellos, quién era el hijo de puta que más molaba, el más cabrón de todos y toda esas chorradas yanquis. Así que yo me limito a soltarle: «Yo te diré quién era el mayor hijo de puta de la vieja escuela.»

«Debes de estar hablando de Frankie Knuckles», suelta Headstone, y Lucas asiente con la cabeza en señal de confirmación.

«No, tío, eso será en Chicago. En Edimburgo, el peor cabronazo de cuando íbamos al colegio era Blackie, ¿no, Carl?»

«Sí.» Carl pone cara de póquer, pero le asoma una sonrisita a los labios. «Aquel tío sí que era cabrón.»

Lucas se pone meditabundo y luego deja caer un par de nombre de DJs más. Pero yo voy a seguir con lo que estábamos. «Cuando nosotros íbamos al colegio, ¿quién jugaba al baloncesto? ¿Carl?» Sigue sin querer saber nada, pero me da igual. Me limito a volverme de nuevo hacia el grandullón de Lucas. «Las putas nenas, sólo que ellas lo llamaban netball. Nosotros pateábamos el puto balón, y sólo las niñas lo cogían con las manos, lo hacían botar contra el suelo y lo lanzaban», le explico, doblando la muñeca con un gesto como de lanzamiento. «Huy, qué bonito, he tirado la pelotita a la red», le suelto al tío con un deje amanerado. «Es un juego de bujarrones de tapadillo, colega. No se puede negar.»

Ahora, hay que reconocer que los muchachos estos de Chicago saben encajar con buen humor, ¿eh?

Entonces Carl, que ha estado bostezando como un peso pluma, da media vuelta y suelta: «Me voy arriba a dormir un poco, antes de que llegue Helena.»

«Vale, yo también», me avengo, porque estoy empezando a notar el trasnoche y el jet-lag cosa mala, y luego hay que follar; una piba nueva a la que hay que reclutar para el Club Lawson. «Nos vemos luego, chicos», y levantaron las palmas para chocarlas en alto, así que decido que vale, que no cuesta nada ser amable, ¿no? Así que subimos las escaleras, mientras le digo a Pelopaja: «Esos tíos son legales. Se puede bromear con ellos, y saben que les estás vacilando, pero no se mosquean, como otros.»

«Seguro que es porque no han entendido una puta palabra de lo que decías.»

«¿Y tú cómo sabes que no han entendido una puta palabra de lo que he dicho? ¿Desde cuándo eres experto en negros americanos, Ewart? ¡Un
Jambo
con pretensiones cosmopolitas, coño! ¡Ésa sí que es para reírse y no parar!»

«Puede que no lo sea, pero más que tú sí. Yo paso mucho tiempo con esos chicos. Y todo hay que decirlo, Terry: han estado mucho más dignos que tú.»

«¿Dignidad? ¡Que le den a la dignidad! La dignidad es cosa de maricones», le digo al cabrón. «Yo lo que quiero es pasármelo bien, y para hacer eso hay que ensuciarse las manos. A otra parte con esa mierda, Ewart. Cambiemos de tema si no le importa, señor DJ, porque esa canción no la ponemos en Club Lawson.»

«Está bien», suelta Carl, bostezando y abriendo la puerta de su puta suite, mucho más grande que la mía, por cierto. Vale, la ha pagado él y su prometida está al caer, pero yo tengo grandes planes de folleteo, y en una cama extragrande caben más chochitos que en una cama de matrimonio normal. «Nos vemos luego, Tez.»

«Eso, nos volvemos a juntar después de cuarenta pajas. Felices sueños», le suelto, porque Pelopaja es un tío de lo más legal por sacarme un billete y traerme a Miami. Pues sí, será agradable irse al catre. ¡Igual hasta consigo tener unos felices sueños con el pibón ese de Brandi a la que me voy a cepillar luego, carajo!

9

En realidad aquello no iba a funcionar nunca; se estaban engañando a sí mismos. Ella siempre volando desde el piso de Sidney a Wellington, sólo por estar más cerca de su madre. Desde la enfermedad y la muerte de su padre, la necesitaba e iba a necesitarla hasta que lo superara. ¿Y de verdad lograría superarlo alguna vez?

Carl se iba a Londres la mayor parte del tiempo, y luego a Edimburgo a ver a su madre, entre viajes por todo el mundo con aquella caja de discos. Cómo había llegado a detestar aquella reluciente caja metálica, a aborrecer verle llenarla mientras seleccionaba cuidadosamente los temas de sus estantes, que ocupaban una habitación entera.

Las cosas les habían ido muy bien, pero aquello no podía durar. Eran incapaces de hacer los sacrificios necesarios para poder estar juntos, de tener el grado de entrega y de compromiso que les permitiera ir más allá de una relación a distancia condenada al fracaso. Obsequiarle un anillo había sido un gesto romántico sin contenido, un triunfo de la esperanza sobre las expectativas reales. Nunca habían debatido ni negociado alternativas al insostenible statu quo actual. Él acabaría conociendo a alguien en alguno de sus continuos desplazamientos.

Tenía que decirle cara a cara que quería acabar con la relación. Del mismo modo que debía contarle lo del embarazo y su decisión de ponerle fin. Pero ¿era ella capaz de hacer cualquiera de las dos cosas? Echó una mirada al anillo de compromiso y pensó en guardarlo en el monedero. Pero no se sentía capaz de quitárselo.

10

Mientras volvía a casa a pie, Albert Black buscó consuelo rememorando su papel de toda una vida como predicador cristiano. Pero el recuerdo se le agrió cuando se acordó de su amarga lucha con las autoridades del Ministerio de Educación. Un escándalo y una rebelión de la plantilla contra su disciplina y sus métodos. Bajo aquel sol ardiente e implacable, reflexionó acerca del respeto cada vez mayor que sentía por el islam. Ellos no se andaban con rodeos cuando se trataba de adoradores de Satanás; en el mundo cristiano habíamos perdido el fervor por las cruzadas, y tolerábamos e incluso consentíamos a los blasfemos. De pronto pensó en Terry Lawson.

Con la boca rebosante de maldiciones, engaños y falsedades, y bajo la lengua maldades y vanidad.

Cuando Black llegó a casa, se sorprendió de ver a su nieto sentado con aquella desvergonzada Jezabel, ¡y al parecer sus propios padres aprobaban su pecado! ¡Parecía a todas luces una escena familiar normal y agradable!

«Hola, papá», le saludó William Black.

Albert asintió de manera cortante; su hijo, que se levantó del asiento y le indicó que se acercara, le escoltó hasta el invernadero antes de salir con él al jardín. «Por lo que me han dicho, hace un rato se ha producido una situación un tanto violenta.»

«Así que estabas al tanto del pecado que tenía lugar bajo tu propio techo. En fin, al menos ha habido cierto arrepentimiento. Satanás ha…»

William levantó una mano para silenciar a su padre. Albert se fijó en la expresión de indignación de su hijo. «Mira, papá, Billy y Valda son chicos sensatos y maduros. Llevan dieciocho meses saliendo juntos, y su relación es seria. Hacen lo que la gente joven enamorada ha hecho siempre y no te corresponde a ti ni a nadie más inmiscuirse.»

«Ya veo.»

«¿Y qué es exactamente lo que ves, papá?», preguntó William en tono desafiante. «De verdad, tengo mis dudas.»

Albert Black se irritó y lanzó una mirada fulminante a su hijo. Era una vieja expresión que de niño nunca dejó de impresionar a William. Pero su hijo había dejado de ser un niño, y acogió la mirada de su padre sin alterarse y con una sacudida lenta y despectiva de la cabeza que reconocía lo triste que era aquel jueguecito. Black se sentía humillado y oyó cómo su voz iba subiendo de tono hasta alcanzar un tono agudo y recalcitrante: «¡Ya veo que llevabas mucho tiempo deseando soltarme un discurso como éste!»

«Pues sí, así es, y fue un error no hacerlo antes», dijo William. Su voz subió una octava y en su mirada había tanto ira como desprecio. «Y antes de que vuelvas a decirme que “no tengo agallas” o que soy un cobarde, como solías hacer cuando vivía en casa, déjame decirte que si me callaba era por mamá. Todas tus tonterías…», dijo, sacudiendo la cabeza de nuevo, «… no eran más que chorradas victorianas y fascistas. Sólo me crearon dificultades, papá, y me avergonzaron un huevo», dijo, ahora con acento estadounidense.

Black se quedó mirando a su hijo, incapaz de responder. Y se dio cuenta de que William no mentía. Hacía mucho que había dejado de temer a su padre, y sólo había mostrado deferencia por respeto a los sentimientos de Marion. Ahora que ella ya no estaba, no hacía falta continuar con la farsa. Su mujer había protegido a Albert Black del deprecio de su hijo; el muchacho se había contenido y había conservado lo que quedaba de la unidad de su familia sólo por ella.

«Lo creas o no, sigo considerándome un cristiano, y creo que debo ser de los de verdad, ya que tú hiciste todo lo que estaba en tu mano para quitarme las ganas de serlo.»

«Lo hice lo mejor que pude», dijo Black con voz jadeante y en un tono agudo y santurrón. «Puse comida sobre la mesa, puse el dinero para comprarte ropa y pagué tus estudios…»

«Es cierto, lo hiciste, y te estoy agradecido. Pero nunca me diste la oportunidad de ser yo mismo y cometer mis propios errores. Eso no lo querías. Querías que fuera un clon tuyo, y que Chrissy lo fuera de mamá.»

«¿Y qué tiene de malo ser como tu madre?»

«Nada en absoluto, pero no lo es.»

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