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Authors: Jack London

Colmillo Blanco (22 page)

Hacia fines de otoño, al iniciarse las nevadas y notarse en el río los primeros hielos, Smith embarcó, llevando consigo a Colmillo Blanco, en un vapor que partía del Yukón con rumbo a Dawson. El perro del monstruo se había hecho ya famoso en todo el país con el nombre de
lobo de pelea
, y, en la cubierta del barco, su jaula estaba siempre rodeada de hombres que lo contemplaban con curiosidad. Él les gruñía furioso o se mantenía echado observándolos con una fría mirada de odio. ¿Por qué los odiaba? No lo sabía, pero aquella pasión era ya habitual en él y la aplicaba en todo momento: su vida era un infierno. No nació para estar sujeto siempre a aquel encierro riguroso que las fieras deben sufrir cuando caen en manos de los hombres. Y sin embargo, así precisamente lo trataban. Los hombres lo miraban como algo raro; lo azuzaban con palos que introducían entre los barrotes de la jaula, y cuando les gruñía, se reían de él.

Aquellos hombres eran el nuevo medio que lo rodeaba y que iba dando a la maleable arcilla de su naturaleza un carácter mucho más feroz que el que recibió al ser creado. Sin embargo, por su misma ductilidad, por sus mismas acomodaticias cualidades, cuando cualquier otro animal en sus mismas condiciones hubiera muerto o desfallecido de ánimo, él supo adaptarse, sin menoscabo de sus fuerzas. Quizá el infernal Smith, verdugo suyo, fuera capaz de acabar con aquellos ánimos que él poseía; pero aún no había señales de que lo hubiera conseguido.

Si Smith era un demonio, Colmillo Blanco no le iba a la zaga, y ni uno ni otro cejaban en la lucha. En otros tiempos, el perro habría tenido la discreción de someterse al hombre que se le imponía garrote en mano; pero aquella prudencia había desaparecido ya. Ahora le bastaba ver a Smith para ponerse fuera de sí, y aunque él lo reducía a la obediencia a puros palos, el animal no dejaba de gruñirle y de mostrarle sus dientes. Por terrible que hubiera sido la paliza, no renunciaba nunca al último gruñido, y cuando finalmente su dueño lo dejaba, aquel gruñido retador lo iba siguiendo. A veces el animal se lanzaba contra los barrotes de la jaula y allí expresaba con rugidos todo su odio.

Cuando llegó el vapor a Dawson, Colmillo Blanco fue desembarcado; pero aún siguió siendo objeto de exhibición, encerrado en la jaula, rodeado siempre de curiosos. Para ver al lobo de pelea había que pagar cincuenta centavos, que se hacían efectivos en oro en polvo. No tenía un momento de reposo. En cuanto se echaba a dormir, lo pinchaban con un palo, obligándolo a levantarse para que los espectadores pudieran verlo mejor y no se llamaran a engaño, pues ya cuidaba el dueño de enfurecerlo. Pero lo peor era que todo el mundo lo miraba como la más terrible fiera del mundo, y que esto llegaba a comprenderlo él hasta la saciedad, por las exclamaciones, por los movimientos de los que lo rodeaban, recelosos a pesar de los barrotes de la jaula. Esto no hacía más que añadir combustible a la hoguera de su ferocidad, y el resultado era inevitable: su agresividad iba en aumento, lo cual era una prueba más de la facilidad con que el miedo que lo rodeaba influía en él hasta modificarlo. Además de exhibirlo, se le empleaba como animal de lucha en las riñas de perros. De cuando en cuando, siempre que se presentaba la oportunidad para organizar una de esas peleas, lo sacaban de la jaula y era conducido a los bosques, a algunos kilómetros de distancia de la ciudad. Ocurría esto generalmente de noche, para evitar la vigilancia de la policía montada de la comarca. Después de esperar algunas horas, cuando se había hecho ya de día, llegaban con su perro los que habían de ser espectadores. Se acostumbró a pelear con toda clase de canes, de diversos tamaños y razas. Aquella era una tierra salvaje, y tan salvaje como ella, los hombres que la pisaban, por lo cual las luchas eran comúnmente a muerte.

Como Colmillo Blanco era el campeón, está claro que los que morían eran los otros. Él nunca quedó derrotado. Su especial preparación, desde las batallas con
Lip-Lip
y todos los cachorros, le sirvió admirablemente. No había, por ejemplo, otro que se sostuviera en pie en medio de todos los ataques. Precisamente el ardid favorito de sus enemigos solía ser el precipitarse contra él, directa o indirectamente, para empujarlo de lado e intentar derribarlo. Sabuesos del Mackenzie, perros esquimales, del Labrador o de otras tierras, todos lo intentaron; pero infructuosamente. Los hombres se decían ya unos a otros que no había modo de hacerle perder el equilibrio, y aunque esperaban que ocurriera cada vez, Colmillo Blanco no les dio ese gusto.

Otra cosa que llamaba la atención era su rapidez, parecida a la del rayo. Esto le daba enorme ventaja sobre sus contrincantes. Por muy acostumbrados que estuvieran a la lucha, jamás hallaron un perro que se moviera tan veloz. Ni tampoco otro tan pronto en el ataque, prescindiendo de gruñidos y demás preliminares. Mientras aún se preparaban ellos para la verdadera lucha, su fiero enemigo los revolcaba ya, y casi al momento acababa la pelea. Con tal frecuencia ocurrió esto, que al fin los hombres detenían a Colmillo Blanco, impidiéndole que se moviera hasta que el otro perro estuviera a punto de atacar.

Pero la mayor de todas las cualidades que le daban ventaja era su experiencia. Él sabía más acerca de cómo había que luchar que cualquiera de los que le ponían delante. Pues estos, aunque hubieran peleado muchas veces, no conocían tantos recursos y habilidades. Su método era perfecto, inmejorable. Por eso se consideraba invencible.

Con el transcurso del tiempo fue quedándose casi sin contrincantes caninos. Los hombres perdían ya la esperanza de hallarle un digno rival, y Smith no tuvo más remedio que buscar lobos para continuar las riñas. Los indios los cazaban con trampas expresamente para él, y el anuncio de que Colmillo Blanco iba a luchar con alguno de aquellos lobos atraía siempre a numeroso público. Una vez fue un lince lo que le pusieron frente a frente, y entonces sí que tuvo él que hacer prodigios para conservar la vida. Ambos combatientes eran igual de rápidos en los movimientos; pero en cambio, si el perro no contaba más que con sus dientes para el ataque, el lince luchaba también con sus temibles y afiladas garras.

Pero después de esta, cesaron las batallas. No había nuevos animales que oponer al triunfador, o, por lo menos, no se les consideraba dignos de él. Smith se limitó, pues, a exhibirlo, hasta que llegó a aquel país un tal Tim Keenan, gran jugador de cartas. Con él vino el primer perro de presa que pisó las tierras de Klondike. Que se organizara un encuentro entre ambos perros era inevitable, y durante una semana no se habló de otra cosa en ciertos barrios de la ciudad.

IV

En las garras de la muerte

Smith le quitó la cadena y retrocedió unos pasos.

Por primera vez en su vida, Colmillo Blanco no procedió al ataque inmediatamente. Se quedó quieto, hacia delante las puntiagudas orejas, avizor y furioso, estudiando al raro animal que tenía frente a él. Jamás había visto un perro semejante. Tim Keenan lo azuzó murmurándole: «¡A él!».

El dogo se dirigió balanceándose hacia el centro del círculo, torpe en el porte, corto de patas y algo agachado. Se paró y miró gruñendo a Colmillo Blanco. Entonces se oyeron gritos de: «¡Duro con él! ¡Embiste,
Cherokee
! ¡Cómetelo!».

Pero
Cherokee
no parecía tener prisa ni muchas ganas de pelearse. Volvió la cabeza hacia los que lo animaban y parpadeó, moviendo al mismo tiempo, con aire campechano, aquel muñón que tenía por rabo. No era que tuviese miedo, sino pereza de empezar. Además, no entendía que tuviese el deber de luchar contra aquel perro que le habían puesto delante, de raza desconocida para él, y esperaba que le trajeran otro, el verdadero.

Tim Keenan se adelantó y, agachándose, comenzó a pasarle la mano por el lomo a
Cherokee
; pero a contrapelo y con movimientos que lo impulsaban hacia delante. Aparte de lo que de sugestión tenían aquellas caricias, producían sobre la piel un efecto irritante, por lo que pronto el dogo comenzó a gruñir suave y roncamente. Existía cierta correspondencia entre el ritmo de aquellos gruñidos y los movimientos que ejecutaban las manos del hombre. Los primeros se detenían al llegar los segundos a su punto culminante; cesaban después y volvían a empezar. Bruscamente, como una sacudida, sonaba el gruñido.

No dejó esto de producir también su efecto sobre Colmillo Blanco. Lo contemplaba con los pelos y el pecho tiesos. Tim Keenan le dio un empujón final al dogo y volvió a su sitio. El animal continuó por su propia voluntad emprendiendo una rápida carrera que hizo que pareciera más patizambo que nunca. Entonces, Colmillo Blanco se le echó encima. Un grito de sorpresa y admiración brotó del público. De un salto, más propio de un gato que de un perro, acababa de salvar la distancia que los separaba, y con la misma felina rapidez le clavó los colmillos, desgarrando, y echándose luego a un lado de otro salto.

Al perro de presa le corría la sangre por detrás de una oreja a consecuencia de la herida en la parte alta del cuello. No dio la menor señal de dolor, y, mudo, se volvió para perseguir a su enemigo. El juego desplegado por ambos perros, la rapidez del uno y la tranquila firmeza del otro habían excitado a la multitud, dividida en dos bandos, y entre los hombres se cruzaban primeras apuestas o se doblaban las anteriores.

Colmillo Blanco atacó repetidas veces, hiriendo siempre y apartándose ileso; pero su raro enemigo lo seguía, sin apresurarse mucho ni mostrar excesiva lentitud, aunque con la más firme decisión, atento a realizar su propósito. Porque era evidente que había un plan que inspiraba su método de lucha: que se proponía algo, de lo cual nada era capaz de distraerlo.

En su aire, en todos sus actos, existía el sello de aquel oculto designio. A Colmillo Blanco aquello llegó a desconcertarlo. Jamás se había hallado con un perro semejante. Comenzaba por tener largo pelo que le protegía el cuerpo, que era blando y sangraba con facilidad. Al morderle, no hallaba, como en otros casos, un espeso pelaje que le parara los dientes, sino que estos se hundían con facilidad en la carne, sin que el animal pudiera defenderse. Y otra cosa que lo tenía perplejo era que apenas se quejaba, que no alborotaba, como hacían los demás que él conocía. Aparte de gruñir o de ladrar alguna vez, se mantenía silencioso. Y nunca dio muestras de flaqueza en su constante persecución.

No era que
Cherokee
fuese lento en actuar. Se revolvía y giraba con bastante rapidez; pero nunca hallaba a Colmillo Blanco en el sitio que él esperaba. También a él le tenía aquello perplejo. No estaba acostumbrado a encuentros en los que era imposible hacer presa. El deseo de agarrarse para luchar había sido siempre mutuo entre ambos combatientes en todas sus peleas; pero ahora se encontraba con uno que era diferente, que se mantenía de continuo a cierta distancia, bailoteando con el cuerpo aquí y allá y en todas partes. Y cuando mordía, era como al vuelo, sin aguantar, sino saltando y saliendo disparado como un rayo.

Pero lo que deseaba Colmillo Blanco era llegar a la porción más blanda e inferior del cuello, buscando la garganta, y esto no podía conseguirlo. El dogo era para ello escaso de talla, y sus macizas quijadas acababan de protegerlo. Colmillo Blanco embestía y se retiraba ileso, en tanto que el otro estaba lleno de profundas heridas en la cabeza y en ambos lados del cuello. Su sangre corría en abundancia, pero no parecía haber perdido la serenidad. Continuó la laboriosa persecución, aunque hubo un momento en que, viéndose burlado, se paró y miró hacia los espectadores, moviendo el rabo para indicarles que él estaba dispuesto a seguir luchando.

En aquel mismo momento, Colmillo Blanco se le arrojó encima. Mordió y volvió a apartarse rápidamente, acabando de destrozarle lo poco que le quedaba de una oreja. Con ligera manifestación de rabia,
Cherokee
reanudó la persecución, corriendo por la parte interna del círculo que entonces trazaba el otro en su carrera, y esforzándose en asestarle en el cuello el golpe mortal que ansiaba. Erró aquel golpe por el grueso de un cabello. El público gritó de admiración al ver que Colmillo Blanco lo había evitado torciendo el cuerpo y saliendo en dirección opuesta.

El tiempo pasaba y Colmillo Blanco aún bailoteaba sin cesar, burlando ataques y esquivándolos, saltando de mil formas diferentes y siempre produciendo nuevos daños, aunque seguido por el dogo, sin la menor indecisión. Tarde o temprano, este acabaría por realizar su propósito: hacer presa en él de tal modo que quedara terminada la batalla a favor suyo. Entretanto iba soportando el castigo. Aquellas dos crestas que tenía por orejas se habían convertido en borlas colgantes; tenía el cuello y el pecho sajados en veinte sitios diferentes, y hasta de los destrozados labios le chorreaba la sangre…, todo por culpa de aquel modo de morder, rápido como el rayo, que estaba por encima de toda previsión y contra el cual no existía medio de ponerse en guardia.

Colmillo Blanco había intentado derribar a su contrario varias veces; pero la diferencia de talla era demasiado grande para que lo lograra.
Cherokee
levantaba del suelo muy poco, como si estuviera pegado a él. Colmillo Blanco se equivocó en repetir la suerte una vez más de lo que le convenía. Se le presentó la ocasión en una de sus vueltas y revueltas, en que vio al otro con la cabeza hacia un lado, por no ser él tan veloz en el girar. Le quedaba al descubierto una parte lateral del pecho. Colmillo Blanco embistió contra esta, pero por la misma fuerza de la arremetida, su cuerpo pasó por encima del otro perro. Por primera vez en la historia de sus luchas, los hombres vieron que el animal perdía pie y caía. Dio una voltereta en el aire, y hubiera ido a parar al suelo de espaldas si no se hubiera retorcido como un gato, en el aire aún, esforzándose en caer de pie. No pudo conseguirlo y cayó de lado y pesadamente. Un momento después se había levantado; pero aquel mismo momento lo aprovechó
Cherokee
para clavarle los dientes debajo del cuello, sobre la garganta.

No acertó bien el sitio, que estaba demasiado cerca del pecho; pero el dogo no soltó la presa. En pie ya Colmillo Blanco, se puso a dar furiosas vueltas, tratando de sacudirse de encima a su enemigo. Lo tenía fuera de sí aquel peso que le colgaba del cuello y limitaba sus propios movimientos, robándole la libertad. Parecía una trampa, y todos sus instintos se rebelaban indignados contra semejante cosa. Durante algunos minutos pareció que el animal se había vuelto loco. Pero el mismo caudal de vitalidad que en él se albergaba vino en su ayuda. El deseo de vivir se sobrepuso a todo, y sin cerebro que le guiara, solo por el ciego anhelo de su carne que se aferraba a la vida y al movimiento, se movió al azar incesantemente, porque el movimiento era la expresión de su existencia.

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