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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Comunicación, Periodismo

Con ánimo de ofender (33 page)

El Semanal, 29 Octubre 2000

El malvado Carabel

Qué bonito, enternecedor y democrático, el espectáculo de esa Serbia oprimida que rompe sus cadenas y etcétera, todos besándose por las calles, los policías y los manifestantes, con las jóvenes y bellas Slobodankas poniéndoles florecitas en el fusil a los sicarios de Milosevic, y los maderos quitándose los uniformes para unirse al pueblo. Han pasado semanas pero todavía estoy con la resaca, snif, sorbiéndome las lágrimas con esa Serbia que, según coinciden en afirmar los medios informativos y los tertulianos de radio, al fin respira libertad y defenestra al dictador totalitario y maloso que tuvo al pueblo vejado, oprimido y engañado. Qué solidario se ha puesto todo, rediez, con Europa dispuesta a levantar las sanciones pero ya mismo, y con mi primo Solana apresurándose a cobijar al hijo pródigo bajo el ala protectora de sus inefables plurales. Nosotros hemos, nosotros vamos a. Todo es tan simpático y tan melifluo, tan intenso el mensaje de esperanza balcánico-democrática, que da ganas de echar la pota. Glusp. Hasta la bilis.

Porque ahora resulta, ale hop, que el único malo era Milosevic y lo hizo todo solito. Ahora resulta que fue Milosevic en persona quien estuvo dos años bombardeando con entusiasmo Sarajevo, quien ejecutó de un tiro en la cabeza a los prisioneros y heridos croatas de Vukovar, o quien exterminó a la población masculina de Sbrenica. Fue Milosevic, con sus manitas de funcionario probo y su cara de estar en otro rollo, quien disparaba desde los tejados a los niños, dejándolos agonizar sin rematarlos, como cebo para cazar adultos. Fue Milosevic, y nadie más que él, quien llevó a las mujeres bosnias a los burdeles donde se las forzaba y se las hacia bailar desnudas ante los chetniks borrachos, para rebanarles el pescuezo cuando la soldadesca se hartaba de ellas. También fue Milosevic quien le rompió el culo a los niños violados con bayonetas ante sus padres, a la pobre gente ametrallada y descuartizada con granadas mientras huía descalza por la nieve. Fue Milosevic, resumiendo, quien sometió la antigua Yugoslavia a la más salvaje carnicería de su historia, mientras Europa y la OTAN perdían el tiempo reuniéndose y volviéndose a reunir con él, sonriéndole y dándole la mano para hacerse fotos mientras se rascaban los huevos sin mover un dedo, hasta que ya fue tanta la barbarie y la vergüenza que salían por la CNN que no hubo más remedio que acabar con aquello. Fue Milosevic, en suma, quien mató a mis amigos Gruber, y Rado, y Jasmina, y Marco, y Luchetta, y a tantos otros, incluido el niño que en Dobrinja se me desangró entre los brazos y que nunca supe cómo se llamaba. Quien me puso en la memoria imágenes y fantasmas que no olvidaré en mi puta vida.

En cuanto a todos los otros serbios, ojo al dato, ahora resulta que eran inocentes y que no sabían nada de nada. Los pseudo-opositores cobardes que se bajaron los calzones por miedo a que les dieran matarile. Las bestias con estrellas de general y los artilleros rasos que apuntaban sus cañones a los hospitales y a las colas de infelices que buscaban agua y comida. Los curas que alentaron el degüello desde sus púlpitos. Los intelectuales que justificaban el genocidio. Los periodistas que mentían como bellacos. Los maestros que envenenaban a los niños con la murga del nosotros y ellos. Los soldados y los paramilitares que degollaban a mansalva. Los miles de patriotas que salían a la calle con banderas a jalear a su presidente y a sus generales y a los tigres de Arkan y el sueño de la gran Serbia, invicta y poderosa. Ahora resulta que todos esos eran unos mandados, y no querían, y sólo pasaban por allí. Que todos esos cabrones estaban limpios, fueron manipulados y engañados en su buena fe, y por eso ahora pueden sin ningún rubor alzar la bandera de la democracia y de la decencia nacional. Joder. Qué útil es tener malvados oficiales que carguen con las culpas colectivas. Qué fácil es luego el yo no quería, me engañó, me obligaron. Todo cristo puede lavarse las manos como se las lavaron esos alemanes rubios y disciplinados que sólo acataban órdenes, esas mozas con trenzas que oraban emocionadas alzando el brazo cuando pasaba el Führer. Igual que se las lavarán, cuando todo se haya ido al carajo, los que ahora jalean en las campas de jubilado y boina, frente a los autobuses incendiados o ante los muertos con tiro en la nuca, a los mesías de vía estrecha, a los cerriles fanáticos que escupen odio por el colmillo, a los variados Milosevic que aquí nos crecen en el cogote. Al final resulta que nadie aplaudió, nadie votó, nadie sabía nada, nadie podía imaginar que. Inocentes, dicen. Venga ya. Nunca es inocente quien genera, vitorea y sostiene. Ni siquiera quien se calla. Así que déjenme de Milosevic y de leches. Yo estuve allí. La culpable es Serbia.

El Semanal, 05 Noviembre 2000

En la barra del bar

A veces, para tomarse una copa con los amigos basta abrir una carta. Es de Chema, y me manda dos fotos del café Gregorio de Gijón: una interior, de la barra y el rincón con mesa desde la que me escribe, y la otra exterior, brumosa, con un blanco y negro que difumina entre la niebla el rótulo del café, haciéndome recordar el Rick's de Casablanca, hasta el punto de que parecen a punto de asomar por la puerta Humphrey Bogart y Claude Rains, en mitad de uno de esos diálogos de amistad que todos habríamos querido protagonizar alguna vez en nuestras vidas. Para que luego digan que ya no tiene sentido la modalidad epistolar, y que el teléfono móvil e Internet se han cepillado el encanto de la cosa. Porque parece mentira lo que pueden sugerir una carta oportuna y unas fotos. Estoy aquí, tecleando, y llueve afuera sobre la sierra gris, y leo las palabras de ese amigo a quien no he visto la cara en mi vida, ni le he contestado una carta, ni sé qué pinta tiene, ni falta que me hace; y es como si estuviéramos los dos acodados en cualquier barra de cualquier bar de cualquier lugar del mundo. Charlando sin prisas, a media voz, mojando los labios en el vaso. Ya lo he dicho: charlando.

Ni siquiera falta la música. Para completar la cosa y acompañar la presencia de Chema con la de otro amigo —ellos no se conocen entre sí— recurro a La calle de la duda de lñaki Askunze, del lñaki Askunze Sextet, que me la mandó el otro día y ahora suena en la minicadena llenando el lugar de jazz suave; ambientando el bar en donde estamos Chema, lñaki y yo tomándonos esa copa, que en realidad puede ser cualquier otro sitio: el bar de Dani que ya no es de Dani, o el bar de Silvia, o el de Raquel, o el Muro, por volver de nuevo a Gijón, donde en este preciso instante Chema se inclina sobre la cerveza, echa un vistazo y dice es un dolor, colega, míralas. Están todas buenas. Le contesto que sí, que siempre lo estuvieron y que ahí están, las mismas, desde hace siglos y siglos, y Chema asiente un par de veces y da unas caladas al cigarrillo —no sé si fuma, pero lo imagino dando caladas al cigarrillo— mientras a nuestro lado, tímido como tantos vascos cuando hablas de tías, y quizá para inhibirse un poco del tema, Iñaki arranca unas notas a su saxo reluciente. Notas que son una afirmación y una pregunta en esa calle de la duda por la que transitamos todos los hombres desde que el mundo es mundo.

Sigue escribiendo Chema su carta, y yo sigo leyéndola, y la música de Iñaki suena en esta mañana gris que no es gris ni es mañana, sino noche cargada de humo y círculos de vasos de cerveza sobre el mostrador del bar en el que estamos los tres y todos los amigos conocidos o por conocer, vivos y muertos, y que al final he decidido que sea El Muro; más que nada por no salir de Gijón. Y en este momento Chema está diciendo me rindo, tío, me rindo, porque siempre parecemos nosotros, pobres guiñapos en sus manos, los dignos de compasión. Todavía no me explico, añade, cómo es posible una sociedad machista declarada, tan discriminatoria con la mujer, y a la vez tan pendiente y tan dependiente de ella. Le dejo decir todo eso sin interrumpirlo mientras la música de Iñaki va llenando las pausas. Porque Chema escribe, o habla, lo que sea, con muchas pausas. Algo normal, a estas horas y con tantas cervezas.

Entonces Chema apaga la colilla en el cenicero, me mira y dice lo que dice, y hasta Iñaki se interrumpe en mitad de un tirurirará y nos observa, interesado —de Iñaki sí conozco el careto porque viene en la funda del CD—. Y lo que dice Chema, o más bien pregunta, es dónde está el fallo, colega. Dónde entonces, en qué punto extraño y misterioso del recorrido, pierde la mujer esa ventaja con la que aparentemente juega desde el principio. Empieza mandando como madre, figura más respetable y creíble que la del padre. Luego todos tus pasos van en su dirección: conquistarla, complacerla, contentarla, mantenerla si puedes, aunque ella no se deje. Quieres ser el elegido, porque no olvides que eligen ellas —Iñaki, a punto de soplar de nuevo la boquilla del saxo, asiente con la cabeza—. Y sin embargo, en algún momento de la película que se me escapa —se nos escapa, le matizo— pierden su influencia y muchas pasan a ser dominadas, sin relieve, a veces casi unas parias. Tienen fecha de caducidad, resumo yo: como los yogures. Y Chema e Iñaki se miran el uno al otro, en mudo asentimiento. Luego Iñaki empieza La trampa, Chema me ofrece un cigarrillo y fumamos en silencio. Debe de ser duro de cojones ser tía, dice. Si te dejas, apunto. ¿Y por qué se dejan las que se dejan?, pregunta él. Esa es la gran pregunta, respondo al cabo de un rato. De cualquier modo, concluye Chema, parece que siempre son la misma, pero en realidad van pasando. Como nosotros, le digo yo. Como nosotros. La diferencia es que ellas se dan cuenta tarde, y los hombres nunca.

El Semanal, 12 Noviembre 2000

Carta a María

Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires.

Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente —como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática—, que Newton escribió en latín sus Principia Mathematica, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamamos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español. Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, ElIiot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles. Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso —o al menos sueñas con hacerlo—, conocerás la única patria que de verdad vale la pena.

El Semanal, 19 Noviembre 2000

Paradogas de la vida

Supongo que ustedes se habrán dado cuenta de que cada vez hablamos y escribimos peor. Ayer, en el prospecto de un estreno teatral de esta temporada, me saltó a la cara la palabra paradógicamente, escrita así, con g de gilipollas. Y no se trata, como podría parecer a primera vista, de una g cualquiera, de esas que a menudo quedan disculpadas —todos metemos la gamba algún día en la prisa de un momento o en el tecleo del ordenador. Porque esa g infame bailaba con todo descaro en el prospecto, impreso por cuenta del Ministerio de Cultura, de una obra estrenada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Y para más inri, en un texto firmado por una señora sobre cuyas anchas espaldas recaía la delicada tarea de adaptar —de la adaptación quizás hablemos otro día— ese monumento de la escena nacional que es el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Así que, con semejante prolegómeno, imaginen con qué ánimo vi levantarse el telón. Menos mal que estaba allí, en el escenario, ese magnífico actor que es Ginés García Millán, amigo mío y de Puerto Lumbreras: quizá la mejor presencia joven de la escena española, a quien recordaré siempre con el rostro y la voz del personaje El Peque de la película Gitano. Pero nos desviamos. Comentaba lo mal que escribimos y que hablamos en España. Y no se trata ya de las chocholocos analfabetas y los chuloputas agropecuarios vestidos de Hugo Boss que salen en Corazón corazón o en Tómbola, o llorando —alucina lo que les gusta llorar a esas pedorras— en El Bus cuando a Paco lo echan o Pepa tiene muy mal rollo, tía. Porque tampoco la clase política se va de rositas. Pase que los etarras amenacen a los jueces con faltas de ortografía —a fin de cuentas el castellano es una lengua vil, opresiva y represora, hablada, según los curas carlistas, por el demonio y los liberales de Madrid— y pase también que algunos sindicalistas, con eso de haberse pasado la vida en lucha por los compañeros y compañeras y los parias y parios de la tierra, no hayan tenido tiempo, por lo visto, de leer un libro en su puta vida, y hablen con el tono y la prosa de Jesús Gil cruzado con Marianico el Corto. Se hace más cuesta arriba, la verdad, lo de los presidentes de autonomías, y políticos de relumbre que farfullan lo que farfullan, y además creen que el autor del Poema del Cid y del Lazarillo de Tormes eran la misma persona —un tal Anónimo—; pero la gente los vota cada cuatro años, así que allá cada votante con sus actos y sus respectivas consecuencias. Lo que ya no tiene perdón de Dios es lo nuestro. Lo de columnistas, periodistas, tertulianos y otras especies. A veces uno abre los periódicos, pone el telediario, o la radio, y se pregunta qué lecturas y qué referencias culturales tendremos, o sobre todo no tendremos, para ser capaces de perpetrar semejantes atrocidades con la herramienta, en este caso la lengua, que nos da de comer. Me refiero a sujeto, verbo, predicado, ortografía y cosas así. Recuerdo que en mi juventud nos choteábamos de los periodistas deportivos que decían madridista y Torino. Ahora ciertos periodistas deportivos —el dignísimo Gaspar Rosetty es un ejemplo— son Castelar y Larra comparados con algunos de los que firman en páginas de Cultura; y eso por no hablar de secciones más prosaicas, como el redactor de Internacional que titulaba el otro día: Se repite el cuenteo en Florida. Imaginen eso en otro oficio. Imaginen a un delineante que ignore la línea recta, a un mecánico de la NASA que meta los tornillos a martillazos, a un músico tocando el violín con un serrucho, o a un atracador de bancos apuntándole al cajero con un plátano.

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Plotted in Cornwall by Janie Bolitho
In the End (Starbounders) by Demitria Lunetta
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