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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (16 page)

—Ahora —continuaba—, los laboratorios farmacéuticos financian congresos médicos en Egipto, o en Brasil, o en Estados Unidos, una semanita, todo pagado, estancia en buenos hoteles… O te dan una beca para una determinada investigación, o te pagan para que demuestres con un estudio figuradamente neutral que sus medicamentos son los mejores del mercado… Hasta hace poco, incluso se podían llevar a la mujer, o a la novia a los congresos. Ahora es verdad que eso está un poco más regulado, pero los visitadores siempre tienen alguna cosita para ofrecer, aunque sólo sean bolígrafos, calculadoras sencillas, cosas así. —Avanzándose a posibles objeciones, añadió—: Claro que debe de haber médicos que acepten regalos más sustanciosos, bajo mano. Pero de gente corrupta la hay en todos los oficios —en un tono que dejaba bien claro que él se autoexcluía de la cuadrilla de los corruptos.

—¿Y cuál era el sistema de Ramón Casagrande? —solté.

El doctor Marín parpadeó y por unos segundos, sólo por unos segundos, se olvidó de las glándulas mamarias de Beth.

—¿Están investigando eso que ha pasado con Casagrande? ¿Son de la policía?

—¡No! —riendo, «¡qué disparate!»—. No, policía, no… Qué va. Somos de la casa de seguros. Tenía un seguro de vida y, a la hora de investigar su vida, sus costumbres, posibilidades de riesgo, no sabemos a quién entrevistar. Era un hombre solitario, poca gente le conocía. Pensábamos que tal vez aquí, en su lugar de trabajo…

—Hombre, aquí, en su lugar de trabajo, es donde conoció a su asesino.

—Tiene razón. Adrián Gornal. ¿Conocía usted a Adrián Gornal?

—Sí. Claro, trabajaba aquí.

Por fin, se abrían las puertas que teníamos delante y los tres podíamos acceder al ascensor. El doctor Marín pulsó el botón marcado con el número tres.

—¿Y hubiera dicho alguna vez que Adrián Gornal podría acabar haciendo algo así?

—¡Nunca! —le salió instintivamente—. Pero, vaya, esto es lo que pasa siempre, ¿verdad? Siempre resulta que los grandes asesinos estaban conceptuados por los vecinos como bellísimas personas. No… Era un zángano, un bala perdida, poco competente, cumplía sus obligaciones con el entusiasmo de un condenado a trabajos forzados, pero no parecía un asesino.

—Pero tendría amigos, aquí… Conocidos…

—No lo sé, eso deberían preguntárselo al jefe de celadores. Aunque a ustedes no les interesa Adrián Gornal sino el señor Casagrande, ¿no? A lo mejor, si van a la planta baja, a Medicina General, les hablen de su enfermedad.

—¿Su enfermedad? —dije demasiado rápido.

El joven doctor se mostró confuso. Había metido la pata.

—Bueno… Suponía que lo sabían, estas cosas se suelen decir cuando se hace un seguro… —«O no», dijeron sus ojos. Preocupado, trató de desviar el tema—: Bueno, pero eso es irrelevante, porque Casagrande no murió de esa enfermedad. Da lo mismo que tuviera una cardiopatia como cualquier otra cosa, porque, con un tiro en la cabeza, habría muerto aunque hubiera estado sano como una manzana. Bueno —resopló—, espero no haber sido indiscreto.

—No, claro que no. Seguro que ese dato consta en su expediente. ¿De qué cardiopatia se trataba?

Aún estaba aturdido. Se preguntaba si su error podía considerarse violación del secreto profesional.

—Todo el mundo en el hospital lo sabe. No es ningún secreto. Era un poco aprensivo, hipocondríaco, y siempre andaba preguntando sobre su enfermedad.

—Pero fumaba —apunté con firmeza.

—Sí, es verdad, fumaba, y ya le decíamos que no debía fumar… En fin, contradicciones humanas…

El ascensor se detuvo en el primer piso. Se abrieron las puertas y entró otro doctor, éste con bata blanca. Tenía unos cuarenta años, era bajito, fofo y barrigón, y andaba con la cabeza muy echada hacia atrás, como si quisiera parecer más alto o hacer más prominente la barriga. La bata desabrochada mostraba una corbata a rayas, floja sobre una camisa de cuadros y unos pantalones marrones arrugados. Hizo el gesto de pulsar un botón pero la lucecita que iluminaba el número tres ya le pareció bien.

—Eh, Miguel —saludó sin interés.

En la tarjeta que llevaba pegada al pecho ponía: doctor Héctor Farina.

—Les hablaba de la enfermedad de Ramón Casagrande. —De vez en cuando, la gente hace cosas así. Para evitar que otros comenten sus errores, son los primeros en proclamarlos—. Estos señores son investigadores de la compañía aseguradora… ¿Cuál era exactamente la enfermedad que sufría?

—Insuficiencia cardíaca —comentó alegremente el doctor Farina. De repente, había aflorado una sonrisa en su rostro y un poco de vida en sus ojos pequeñitos. Parecía que le encantaba hablar con gente que trabajaba en compañías aseguradoras—. Pero nada, no era nada agudo. Se cansaba un poco… Lo que pasa es que tuvo un susto, no hace mucho, un mareo o un desmayo, algo así, y se asustó. Pero nada. Si hubiera sido grave, y fumando como fumaba, no habría dado tiempo a que Adrián le pegara el tiro. Ja, ja, ja. —La risa le salía del fondo de una caverna, sin alegría.

Ahora que el nuevo médico se había incorporado a la indiscreción, al doctor Marín se le veía más aliviado.

—Les decía que aquí, en el hospital, lo sabe todo el mundo. Era su tema de conversación preferido.

—Era su único tema de conversación. Eso y el fútbol.

—Eso y el fútbol, sí. No sabía hablar de otra cosa. Su cardiopatia, el fútbol y sus preguntas idiotas.

Se rieron con moderación. Un rictus triste, como el que usamos para reírnos de las tonterías cometidas por los muertos.

—¿Sus preguntas idiotas? —dije, ansioso por incorporarme a su broma privada.

—Me preguntaba usted antes cuál era el sistema de Casagrande para vender sus productos.

—No era de los más plastas —concedió Farina.

—Normalmente son unos pesados —aclaró Marín—. Sólo tratan de ser complacientes, claro, ya lo entiendo pero, como no tienen demasiados argumentos, los visitadores deben ser insistentes. Y de vez en cuando, te sale el pelotillero, cargante, que no te puedes quitar de encima. Hablan con nosotros en horario de trabajo, o sea, en un tiempo que nos paga o bien el hospital o bien la Seguridad Social con los impuestos de todos, porque esta clínica, a pesar de ser privada, tiene un concierto con la Seguridad Social. Son capaces de salirte al paso en una urgencia. Muchos médicos se esconden de ellos en cuanto los ven llegar.

El ascensor se había detenido en el tercer piso, se abrían las puertas y corríamos el riesgo de que la conversación se interrumpiera.

—Pero Casagrande… —dijo Beth, muy oportuna.

Estábamos en una estancia cuadrada de donde salían tres pasillos.

—No, Casagrande era aceptable —reconoció Marín, ecuánime—. Debía de ser un buen vendedor, porque me parece que tenía bastante éxito.

—Sólo había aquello de las preguntas idiotas —recordé, procurando que no quedaran temas a medio acabar.

—Ah, sí, eso sí. Siempre estaba preguntando, sobre todo a las enfermeras y médicos residentes: «Oye, ¿tú sabes cuándo es el cumpleaños de la mujer de tal médico?», o la fecha de boda, para poder enviarle un regalito a la señora el día señalado. O «Este médico nuevo que ha venido al hospital, de qué equipo es? ¿Del Barça? ¿Del Español? ¿Del Madrid? ¿O pasa de fútbol?» «¿Le gustan los toros?» Y de esta manera, cuando visitaba al médico, sabía qué tipo de actitud debía mostrar para hacerse simpático. Eso le tenía obsesionado, hasta el punto de que a veces hacía preguntas grotescas. ¡Un día viene y me pregunta si uno de los médicos tenía perro y cómo se llamaba!

—A lo mejor quería enviarle un paquete de latas de comida para perros —dijo Beth.

Nos reímos los cuatro.

—Ja, ja. Qué animalada.

—Nunca mejor dicho.

—¿Para quién trabajaba Casagrande? —pregunté.

—Para los Laboratorios Haffter —dijo Farina.

—Si quieren saber más cosas de Casagrande —dijo Farina a Marín, en confianza, como si nosotros no estuviéramos presentes—, podrían hablar con Melania
Melones.


¿Melania Melones
? —dije.

Y el doctor Marín, sorprendido:

—¿Melania Melones
?

—¿No lo sabes? Es que no te enteras de nada, Miguel, que vas todo el día de culo. No sé si ustedes lo saben, pero aquí, en los hospitales, los residentes son los que cobran menos y los que hacen todo el trabajo, ja ja. —Descargó un golpe excesivamente cordial en la espalda del aprendiz. Se le veía tanto o más dispuesto que a Marín, aunque en su caso, las sonrisas cordiales me las dedicaba a mí, y no a Beth—. Un chico cojonudo, este Miguel. Hay una enfermera que tenía muy buen rollo con Casagrande. La llamamos Melania
Melones
pero, en realidad, se llama Melania Lladó. Hace el turno de día, en la sala de control. —Yo hice un gesto interrogativo. Me aclaró—. En la sala de hospitalización. La llamamos la sala de control, donde siempre tiene que haber alguien a los mandos de la nave.

—¿Cree que podremos encontrarla ahora?

—Prueben al final de este pasillo. —El doctor Farina señaló lo que podríamos llamar pasillo A. Inesperadamente, su mirada se hizo penetrante, cargada de malas intenciones. Esta vez habló mirándome a los ojos, como si pensara que yo me llamaba Marín—: Y también podríamos hablar de la discusión de Casagrande con Helena Gimeno, ¿no te parece, Marín?

—¿Helena Gimeno? —dijo el otro, con cara de memo.

—Es que estás en las nubes, Marín —parecía que me estuviera riñendo a mí—. Hace unos diez o doce días, nuestro amigo Ramón Casagrande y una visitadora de otro laboratorio, Helena Gimeno, tuvieron una discusión a gritos, en la zona de las consultas.

—¿Por qué discutían? —pregunté, en lugar de «¿por qué me lo cuenta?»—No lo sé. Cosas de su trabajo, supongo. Se fueron a un rincón y discutieron gritando en voz baja, si entiende lo que quiero decir. En voz baja pero con mucha mala leche, ¿eh? Sólo subieron el tono de voz cuando ella le gritó «¡Te acordarás de mí! ¡Te juro que ésta me la pagas! ¡Acabarás mal, Ramón!» Y él se deshizo de ella de una manera muy poco elegante. Con palabras impropias de un caballero.

—¿Hubo más testigos aparte de usted? —le pedí.

—Dos o tres visitadores más que estaban por allí, y unos cuantos médicos y enfermeras.

—¿Algún celador? ¿Tal vez Adrián Gomal?

—¡No lo sé! —se exasperaba Farina como si yo no hubiera acertado a formular la pregunta adecuada.

—¿Dónde podemos encontrar a esa chica, la visitadora, Helena Gimeno?

Aquélla era la pregunta adecuada.

—Viene a menudo por aquí, casi cada día. Ronda por la zona de las consultas, como todos los visitadores. —Nos indicó con un gesto el, digamos, pasillo B. Y, de repente, para recompensar mi acierto inquisidor, recuperó el buen humor, se me acercó y temí que me pusiera la mano encima—. ¿Saben? A mí, si no hubiera sido médico, me habría gustado ser detective. Me parece un trabajo apasionante. Claro, que los médicos, de alguna manera, también somos detectives, porque buscamos pistas, que son los síntomas, y hacemos deducciones para descubrir los virus y bacterias culpables de las enfermedades y, cuando los encontramos, los juzgamos y los ejecutamos, ja ja.

Desde hacía rato, el doctor Marín miraba a su compañero como preguntándose si se habría tomado una dosis de alguna droga neurològica experimental.

—Barrios nos debe de estar esperando —le dijo.

—Ah, sí —dijo el doctor Farina. Sacó del bolsillo una tarjeta y me la dio—. Cualquier cosa que necesiten, cualquier duda que tengan, me llaman. O me buscan, si están por aquí, en el hospital. ¿De acuerdo?

Los dos médicos se alejaron hacia el fondo del pasillo. Farina aún se volvió dos veces para saludarnos con la mano, sonriendo.

—Qué raro, ¿no te parece? —comenté cuando hubieron desaparecido los médicos. Beth me miraba interrogativa. Le aclaré—: Tanta amabilidad.

—¿El doctor Marín? —probó.

—No. El otro. Cuando ha entrado en el ascensor, era una persona huraña absorta en sus pensamientos, pero en cuanto ha sabido que éramos investigadores de una compañía de seguros que preguntábamos por Casagrande, se ha vuelto de lo más amable, hablador, indiscreto y colaborador. «Cualquier cosa que necesiten, cualquier duda que tengan…»

—Bueno. Es que ha dicho que a él le gustaría ser detective.

—Sí —acepté—. Será eso. Pero no puedo evitar preguntarme por qué odia tanto a Melania Lladó y a Helena Gimeno.

Ya estaba metiéndome por el pasillo llamémosle A.

—Eh —Beth me retuvo—. Que ha dicho que los visitadores médicos estaban por allí.

—Sí, pero ahora me han entrado ganas de hablar con esa enfermera, Melania
Melones
. Me ha parecido oír que el doctor Barrios estará ocupado en una reunión, ahora, ¿verdad? Aprovecharemos su ausencia para hablar con libertad.

Recorrimos un pasillo poblado de pacientes en batín y con muletas, o en silla de ruedas, y de visitantes solícitos que les animaban diciéndoles «que ya faltaba menos», como si los enfermos estuvieran haciendo la mili.

—¿He metido la pata, al interesarme por Colmenero? —preguntó Beth mientras nos adentrábamos en el departamento de hospitalización, el más importante del establecimiento. Y, sin darme tiempo a abrir la boca, ella misma se contestó—. Sí que la he metido. Soy burra. Vaya, perdona.

—Que no —protesté—. Lo has hecho muy bien. Saber improvisar sobre la marcha es una de las cualidades de un buen detective. Lo has justificado muy bien.

—¿De verdad? ¿No me lo dices para que no me deprima?

—Has estado brillante. Ahora ya sabemos que murió por un error médico. Era alérgico a un medicamento y alguien se equivocó.

—¿Tú qué opinas?

—Que me gustaría saber quién se equivocó y por qué. Y qué tiene que ver esto con la muerte de Ramón Casagrande, y con Adrián Gomal. Muchas preguntas. Y me gustaría que las hicieras tú, Beth.

—¿Yo?

—Sí. Me gustará ver cómo trabajas.

—Pero yo…

Escena 3

La sala de control, en lugar de puerta, tenía un mostrador en donde las enfermeras atendían al público. Se las podía ver trabajando en aquel reducido espacio, preparando jeringas o haciendo constar las temperaturas de los pacientes en los informes médicos, o entrando y saliendo por unas puertas batientes que llevaban a otras dependencias.

Antes de llegar a la altura del mostrador, ya escuchamos la voz exasperada de un hombre muy disgustado.

—¡No era esto lo que quería decir! ¿Pero qué es esta chapuza? ¿Te crees que estamos en Ruanda-Burundi?

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