Concierto para instrumentos desafinados

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Authors: Juan Antonio Vallejo-Nágera

Tags: #Psiquiatría

 

En «Concierto para instrumentos desafinados», Juan Antonio Vallejo-Nágera pretende mostrar que el ser humano, aun con la mente deteriorada y en las condiciones más adversas, puede dar lecciones de talento, ingenio, generosidad, sublimación y grandeza. El autor centra la acción en un viejo manicomio olvidado, en los años cincuenta. Con las posibilidades melódicas de los protagonistas, los “instrumentos desafinados” a que se refiere el título, ha compuesto su “concierto”, un libro lleno de humor, poesía y, especialmente, humanidad.

«Concierto para instrumentos desafinados» es un canto esperanzador a la dignidad humana. Los distintos episodios están contados con una rara combinación de garbo, desgarro, alegría y profundidad. La difícil facilidad de Vallejo-Nágera consigue que se lea de un tirón y que deje una huella muy honda en el lector.

Juan Antonio Vallejo-Nágera

Concierto para instrumentos desafinados

ePUB v1.0

Dirdam
01.04.12

Editorial: Argos Vergara, S. A.

Publicación: noviembre de 1980

ISBN 84-7071-976-2

A mis enfermos del hospital.

Dieron dimensión y sentido a mi vida.

Aprendí de ellos muchas cosas que no están en los libros,

y que en homenaje a su recuerdo voy a contar.

Confidencia al lector

Lector amigo:
la trama de este libro está tejida con fibras del alma de personas a las que he querido mucho. Posiblemente al cerrar las páginas, estas historias sigan dando vueltas en tu mente, como vienen haciéndolo en la mía desde hace tantos años.

Son viejas historias. Por obligada discreción he seleccionado acontecimientos ocurridos hace más de veinte años, cuyos desaparecidos protagonistas ya no pueden incomodarse con su publicación.

Ornamentados y disfrazados para construir los relatos, los hechos fundamentales son ciertos. En la consulta sigo recibiendo, casi a diario, lecciones similares. Es uno de los grandes atractivos de mi hermosa profesión.

Situada la acción en un antiguo hospital psiquiátrico para enfermos crónicos, que era un verdadero manicomio antes de su reforma, no he podido evitar que alguna de las escenas resulte penosa. No he buscado impresionar, sino ponerte alerta, dispuesto a ayudar si la ocasión cruza tu camino.

Entonces, el libro y su autor pensarán que la misión está cumplida.

Juan Antonio Vallejo-Nágera

Sotogrande, verano de 1980

1. Joyas en el basurero

H
iginio, viejo y noble amigo. Escucha:

El manicomio es el basurero en el que la sociedad arrincona a los que, como tú, parecen inservibles para siempre.

Buscando bien, sabiendo mirar, a veces se encuentran joyas en el basurero. Fuiste una de ellas.

Nunca pudiste sospechar la gran influencia que has tenido en mi vida. Llegaste al sanatorio poco después que yo, en un traslado desde otro hospital donde no pudieron curarte y te enviaban a uno de «crónicos». No les gusta llamarlo de «incurables».

¡Pobre Higinio! En las primeras semanas eras una «curiosidad clínica», que debía mostrar a los estudiantes de Medicina que acudían a hacer prácticas, por si no tenían posibilidad de estudiar otro caso similar.

Esa mirada tuya, transparente y limpia de hombre sin doblez e ilusionado, estaba fija, inexpresiva, vidriada como la de las figuras de los museos de cera. En realidad de personaje secundario del museo, sólo útil para completar la escena, pues representabas a un campesino zafio. Entre paleto de Gila o «isidro» de comedia de Arniches. Abarcas hechas con trozos de neumático desechado, el pantalón de pana sujeto con una soga, la camisa sin cuello. Sobre el tuyo, corto y ancho, la cabeza hirsuta. Dentadura mellada, cejas casi juntas, y la boina, Higinio, la boina desteñida color ala de mosca que no te quitabas ni para dormir.

¿Cómo podíamos sospechar que ese corpachón tosco, deformado por el duro trabajo inclemente desde la niñez, escondía tal tesoro de belleza interior? Ni siquiera hablabas, Higinio. Recuerda que había que vestirte, darte de comer, cucharada a cucharada, bocado a bocado… y tú masticando lentamente de forma mecánica, como una vaca, con expresión “estupurosa” y los ojos inmóviles. ¡Compréndelo!, no es culpa nuestra, nadie lo hubiese adivinado.

La revelación llegó repentinamente tras abandonar el hospital, con tu primera carta, en la que te disculpabas por no haber acudido a la consulta:

«Ende que no fui, habrá vd. pensado que soy desagradecido, pero es la verdad que no me lo quito de entre las mientes.

»No fui por la recogida de la aceituna, que aquí en el pueblo es ahora la furia de ella.

»La aceituna, no sé si vd. sabrá, es de donde sale el aceite y es un fruto muy hermoso…»

Lo sé, Higinio, lo sé. Es una maravilla. Tiene el ritmo melódico de una sonata barroca. Milagro verbal. Proeza literaria de alguien que nunca fue a la escuela.

Pastor desde los cinco años, y bracero del campo en cuanto pudieron sostener la azada y manejar la hoz aquellas manos infantiles que en seguida crecieron y se deformaron. Todos lo reconocimos; bueno, los pocos que entonces trabajábamos en el hospital. Atónitos, en el despacho leíamos en voz alta una y otra vez esta poesía involuntaria. Repasábamos el papi amarillento y esponjoso en el que se había corrido la tinta verde con tu caligrafía casi ilegible. Pero, ¿por qué os daba en los pueblos por usar tinta verde?

Vicente Gradillas, extremeño, insistía en que se trata de Castellano arcaico puro. Rubén Cobos, nicaragüense, comentó: «no sé si es Castellano puro, pero es asombroso». José Luis, optimista y un tanto farolero aseguró que él «ya se barruntaba algo». Sor Adela, en silencio, asentía repetidamente movilizando aquella gigantesca toca almidonada, reliquia medieval que hacía a las hermanas pasar las puertas con la cabeza de perfil.

Sin saber por qué me puse triste y te juro que jamás, Higinio, jamás he vuelto a sentirme superior ante alguien a quien el destino ha dado menos oportunidades. Ya lo dije, has influido mucho en mi vida.

Las primeras semanas seguías siendo una figura de cera. Nunca te interesó el nombre de la enfermedad que bloqueaba todas tus iniciativas: Esquizofrenia catatónica. De la variedad que tiene un síndrome llamado «flexibilidad cérea», porque el cuerpo, los brazos, las piernas, las manos, todo opone una resistencia pasiva, como de cera, a las posturas en que se intenta colocar. Luego queda así inmovilizado, tal como se moldeó, hasta que otra persona altera la posición de la estatua viviente.

Esta forma de la catatonia es una rareza, por eso había que mostrarte a los estudiantes. Reconocerás que siempre tenía buen cuidado de advertirles antes de llegar a ti, que aunque no reaccionabas perceptiblemente a nada te enterabas de todo, y que por tanto debían tener mucho esmero en no herir tu sensibilidad con algún comentario.

No es grato sentirse colocado en una postura rara, artificial, con cada dedo en una dirección y una pierna en el aire, para que comprueben que permaneces así. Luego había que demostrarles que en esa enfermedad con abolición de toda motilidad voluntaria no hay sin embargo una parálisis pues se conserva la motilidad automática, la que se tiene instintivamente cuando uno pierde el equilibrio y va a caer. Por eso sentado en una silla, traicioneramente tirábamos de ella hacia atrás, y extendías repentinamente los brazos y las piernas, como hacemos todos por reflejo en situación similar. Luego tornabas a quedar inmóvil, congelado.

De acuerdo, es triste, y si quieres humillante; pero ¡compréndelo, Higinio!, tienen que aprender. Sólo así conocerán esta enfermedad, para el día de mañana curar a otros enfermos iguales. Si nosotros no hubiésemos estudiado años atrás otras víctimas de tu enfermedad, no te habríamos podido curar. Y te curamos, Higinio, te curamos. Y ellos están curando ahora a otros enfermos que sufren lo mismo que padecías tú.

Los años cincuenta fueron los del gran avance práctico de la Psiquiatría. Cada pocos meses salía un nuevo medicamento dando esperanza a enfermos antes incurables. Una de estas medicinas te salvó de perpetuar el amargo destino al que parecías condenado.

«Fíjense en que adopta pasivamente, y luego mantiene, las flexiones que impongo a sus dedos». Mis manos parecían una frágil miniatura entre las tuyas gigantescas y nudosas, como sarmientos de vid. Era febrero. La escarcha brillaba al sol invernal y embellecía el patio cuando ocurrió el milagro. Tu mano, en lugar de la resistencia pasiva cediendo pausadamente a la presión, apretó la mía. Miré tus ojos y por primera vez tenían expresión; los labios temblorosos dejaron salir las primeras palabras musitadas:
«Tengo… tengo miedo».

Todo fue muy rápido. En pocos días transformado en otra persona, en una persona, pedías lo que nunca habías querido interrumpir: trabajar.

Es muy fácil decir ahora que debíamos haber intuido el torrente de poesía que brota de tu alma; al ver que en la huerta hacías los surcos amorosamente, enterrando las semillas como quien arropa un niño.

En el verano, al entregar una sandía o una berenjena, la boca abierta en sonrisa mellada y los ojos radiantes:
«mire usté ¡qué cosa más bonita!».
Fíjate, no lo entendimos.

• • •

Higinio, llevas un mes completamente bien, el tratamiento se puede seguir en casa: avisa a tu familia
«No tengo a nadie».

Te dimos una carta para el médico del pueblo explicando cómo convenía seguir el tratamiento, y una palmada en la espalda. No mucho.

Viniste a consulta poco después de la primera carta, y meses más tarde llegó la segunda, en que contabas tus cuitas al regresar al hogar vacío:
«En llegando al pueblo hube mucha soledad…»

Lo ocultaste hasta entonces pues no gustabas agobiar a los demás con tus penas. Ahora podías decirlo porque las habías superado gracias al encuentro con una mujer como tú:
«… La vi y me dije: poco he de poder o me he de casar con esa…»

Pudiste, Higinio, pudiste. No olvidaré la escena dos años después. Con el pretexto de una revisión aparecieron la mujer y el hijo de pocas semanas. Se te caía la baba al entregar el niño a cada una de las monjas. Aquel día bajó sor Carmen, la superiora. Por las cartas eras una celebridad: «Señor director, ha venido Higinio con la mujer y el niño». También los médicos acudimos a veros. De aquel niño y aquella palpable felicidad nos sentíamos, cómo lo diría, dispensadores de gracia. «Mire, doctor». Tus manazas cogían al niño con tanto amor ¡como si fuese una semilla!

Pasaron los años. En el hospital fueron cambiando muchas cosas. Al fin la calefacción, que no disfrutaste. Nuevos pabellones, médicos, psicólogos, asistentes sociales, régimen abierto, dinámica de grupo, talleres, campos de deporte. Tantas novedades que no parecía el mismo. En realidad no lo era.

En la última visita te asombró que los vientos conciliares se llevasen por los aires las tocas centenarias de las Hermanas de la Caridad. El nuevo hábito, que parecía un uniforme, las tenía desconcertadas. Pese al funcional tocado seguían ladeando la cabeza al cruzar los obstáculos, al modo de los venados tras el desmogue,
«esmogaos»
dijiste riendo. En pocos meses se consolaron Higinio, empezaron a encontrar ventajas: es mejor para el autobús.

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