—Ah, claro! Se me olvidaba. A pesar de que he vivido anteriormente en la India, nunca tuve oportunidad de visitar el Taj Mahal, tan próximo a Nueva Delhi. Esta sería la ocasión de conocer el admirable monumento, si la policía no me hubiera notificado que no puedo salir de la ciudad y que debo regresar a Europa cuanto antes. Regreso mañana.
Contento de haberle asestado el dardo, lo saludé ligeramente y abandoné su despacho. En la recepción del hotel me esperaba el gerente.
—Tengo un mensaje para usted. Acaban de telefonearme del gobierno para informar que usted puede visitar cuando le plazca el Taj Mahal.
—Prepare mi cuenta —le contesté—. Siento no hacer esa visita. Me voy ahora mismo al aeropuerto, a tomar el primer avión que me lleve a París.
Cinco años después me correspondía sesionar en Moscú con el comité de premios que cada año otorga el Premio Lenin de la Paz, jurado internacional del cual formo parte. Cuando llegó el momento de presentar y votar las candidaturas correspondientes a ese año, el delegado representante de la India lanzó el nombre del primer ministro Nehru.
Yo insinué una sonrisa que ninguno de los otros jurados entendió y voté afirmativamente. Con aquel premio internacional, Nehru quedó consagrado como uno de los campeones de la paz del mundo.
Dos veces visité a China después de la revolución. La primera fue en 1951, año en que me tocó compartir la misión de llevar el Premio Lenin de la Paz a la señora Sung Sin Ling, viuda de Sun Yat Sen.
Recibía ella esa medalla de oro a proposición de Kuo Mo Jo, vicepresidente de China y escritor. Kuo Mo Jo era, además, vicepresidente del comité de premios, junto con Aragón. A ese mismo jurado pertenecíamos Anna Seghers, el cineasta Alexandrov, algunos más que no recuerdo, Ehrenburg y yo.
Existía una secreta alianza entre Aragón, Ehrenburg y yo, por medio de la cual logramos que se le otorgara el premio en otros años a Picasso, a Bertolt Brecht y a Rafael Alberti. No había sido fácil, por cierto.
Salimos hacia China por el tren transiberiano. Meterme dentro de ese tren legendario era como entrar en un barco que navegara por tierra en el infinito y misterioso espacio. Todo era amarillo a mi alrededor, por leguas y leguas, a cada lado de las ventanillas. Promediaba el otoño siberiano y no se veían sino plateados abedules de pétalos amarillos. A continuación, la pradera inabarcable, tundra o taigá. De cuando en cuando, estaciones que correspondían a las nuevas ciudades. Bajábamos con Ehrenburg para desentumecernos. En las estaciones los campesinos esperaban el tren con envoltorios y maletas, hacinados en las salas de espera.
Apenas nos alcanzaba el tiempo para dar algunos pasos por esos pueblos. Todos eran iguales y todos tenían una estatua de Stalin, de cemento. A veces estaba pintada de plata, otras veces era dorada. De las docenas que vimos, matemáticamente iguales, no sé cuáles eran más feas, si las plateadas o las áureas. De vuelta al tren, y por una semana, Ehrenburg me entretenía con su conversación escéptica y chispeante. Aunque profundamente patriótico y soviético, Ehrenburg me comentaba en forma sonriente y desdeñosa muchos de los aspectos de la vida de aquella época.
Ehrenburg había llegado hasta Berlín con el Ejército Rojo. Fue, sin duda, el más brillante de los corresponsales de guerra entre cuantos han existido. Los soldados rojos querían mucho a este hombre excéntrico y huraño. Me había mostrado poco antes en Moscú dos regalos que esos soldados le habían hecho, tras desentrañarlos de las ruinas alemanas. Era un rifle construido por armeros belgas para Napoleón Bonaparte, y dos tomos minúsculos de las obras de Ronsard, impresos en Francia en 1650. Los pequeños volúmenes estaban chamuscados y manchados de lluvia o sangre.
Ehrenburg cedió a los museos franceses el bello rifle de Napoleón. ¿Para qué lo quiero?, me decía, acariciando el labrado cañón y la bruñida culata. En cuanto a los libritos de Ronsard, los guardó celosamente para sí.
Ehrenburg era un francesista apasionado. En el tren me recitó uno de sus poemas clandestinos. Era una corta poesía en que cantaba a Francia como si hablara a la mujer amada.
Digo que el poema era clandestino porque era la época en Rusia de las acusaciones de cosmopolitismo. Los periódicos traían con frecuencia denuncias oscurantistas. Todo el arte moderno les parecía cosmopolita. Tal o cual escritor o pintor caía y se borraba su nombre de pronto bajo esa acusación. Así es que el poema francesista de Ehrenburg debió guardar su ternura como una flor secreta.
Muchas de las cosas que Ehrenburg me daba a conocer, desaparecían luego irreparablemente en la sombría noche de Stalin, desapariciones que yo atribuía más bien a su carácter protestatario y contradictor.
Con sus mechones desordenados, sus profundas arrugas, sus dientes nicotinizados, sus fríos ojos grises y su triste sonrisa, Ehrenburg era para mí el antiguo escéptico, el gran desengañado. Yo recién abría los ojos a la gran revolución y no había cabida en mí para siniestros detalles. Apenas sí disentía del mal gusto general de la época, de aquellas estatuas embadurnadas de oro y plata. El tiempo iba a probar que no era yo quien tenía la razón, pero creo que ni siquiera Ehrenburg alcanzó a comprender en su extensión la inmensidad de la tragedia. La magnitud de ella nos sería revelada a todos por el XX Congreso.
Me parecía que el tren avanzaba muy lentamente por la inmensidad amarilla, día tras día, abedul tras abedul Así íbamos acercándonos a través de Siberia, a los Montes Urales.
Almorzábamos un día en el coche comedor cuando me llamó la atención una mesa ocupada por un soldado. Estaba borrachísimo. Era un joven rubicundo y sonriente. A cada momento pedía huevos crudos al camarero, los quebraba y con gran alborozo los dejaba caer en el plato. De inmediato pedía otro par de huevos. Cada vez se sentía más feliz, a juzgar por su sonrisa extasiada y sus ojos azules de niño. Debía ya llevar mucho tiempo en eso, porque las yemas y las claras comenzaban peligrosamente a resbalar del plato y a caer en el piso del vagón.
—Tovarich! —llamaba con entusiasmo el soldado al camarero y le pedía nuevos huevos para aumentar su tesoro.
Yo observaba con entusiasmo esta escena de un surrealismo tan inocente, y tan inesperado en aquel marco de oceánica soledad siberiana.
Hasta que el camarero alarmado llamó a un miliciano. El policía fuertemente armado miró desde su gran altura con severidad al soldado. Este no le prestó ninguna atención y siguió en su tarea de romper y romper huevos.
Supuse que la autoridad iba a sacar violentamente de su ensueño al despilfarrador. Pero me quedé asombrado. El hercúleo policía se sentó junto a él, le pasó con ternura la mano por la cabeza rubia y comenzó a hablarle a media voz, sonriéndole y convenciéndole. Hasta que de pronto lo levantó con suavidad de su asiento y lo condujo del brazo, como un hermano mayor, hasta la salida del vagón, hacia la estación, hacia las calles del pueblo.
Pensé con amargura en lo que le sucedería a un pobre indiecito borracho que se pusiera a romper huevos en un tren ecuatoriano.
Durante aquellos días transiberianos se oía por la mañana y por la tarde cómo Ehrenburg golpeaba con energía las teclas de su máquina de escribir. Allí terminó La nueva ola, su última novela antes de El deshielo. Por mi parte, escribía sólo a ratos algunos de Los versos del capitán, poemas de amor para Matilde que publicaría más tarde en Nápoles en forma anónima.
Dejamos el tren en Irkutz. Antes de tomar el avión hacia Mongolia, nos fuimos a pasear por el lago, el famoso lago Baikal, en los confines de Siberia, que significó durante el zarismo la puerta de la libertad. Hacia ese lago iban los pensamientos y los sueños de los exiliados y de los prisioneros. Era el único camino posible para la evasión. «Baikal! Baikal!», repiten aún ahora las roncas voces rusas, cantando las antiguas baladas.
El Instituto de Investigación Lacustre nos invitó a almorzar. Los sabios nos revelaron sus secretos científicos. Nunca se ha podido precisar la profundidad de aquel lago, hijo y ojo de los Montes Urales. A dos mil metros de hondura se recogen peces extraños, peces ciegos, sacados de su abismo nocturno. De inmediato se me despertó el apetito y logré que los investigadores me trajeran a la mesa un par de aquellos extraños pescados. Soy una de las pocas personas en el mundo que han comido peces abisales, regados con buen vodka siberiano.
De allí volamos a Mongolia. Guardo un recuerdo brumoso de aquella tierra lunaria donde los habitantes viven aún en tiendas nómadas, mientras crean sus primeras imprentas, sus primeras universidades. Alrededor de Ulan Bator se abre una aridez redonda, infinita, parecida al desierto de Atacama en mi patria, interrumpida sólo por grupos de camellos que hacen más arcaica la soledad. Por cierto que probé en tazas de plata, pasmosamente labradas, el whisky de los mongoles. Cada pueblo hace su alcohol de lo que puede. Este era de leche de camello fermentada. Todavía me corren escalofríos cuando recuerdo su sabor. Pero, qué maravilla es haber estado en Ulan Bator! Más para mí que vivo en los bellos nombres. Vivo en ellos como en mansiones de sueño que me estuvieran destinadas. Así he vivido, gozado de cada sílaba, en el nombre de Singapur, en el de Samatkarida. Deseo que cuando me muera me entierren en un nombre, en un sonoro nombre bien escogido, para que sus sílabas canten sobre mis huesos, cerca del mar.
El pueblo chino es uno de los más sonrientes del mundo. A través del implacable colonialismo, de revoluciones, de hambrunas, de masacres, sonríe como ningún otro pueblo sabe sonreír. La sonrisa de los niños chinos es la más bella cosecha de arroz que desgrana la gran muchedumbre.
Pero hay dos clases de sonrisas chinas. Hay una natural que ilumina los rostros color de trigo. Es la de los campesinos y la del vasto pueblo. La otra es una sonrisa de quita y pon, postiza, que se pega y despega bajo la nariz. Es la sonrisa de los funcionarios.
Nos costó distinguir entre ambas sonrisas cuando con Ehrenburg llegamos por primera vez al aeropuerto de Pekín. Las verdaderas y mejores nos acompañaron por muchos días. Eran las de nuestros compañeros escritores chinos, novelistas y poetas que nos acogieron con noble hospitalidad. Así conocimos a Tieng Ling, novelista, Premio Stalin, presidente de la Unión de Escritores, a Mao Dung, a Emi Siao, y al encantador Ai Ching, viejo comunista y príncipe de los poetas chinos. Ellos hablaban francés o inglés. A todos los sepultó la Revolución Cultural, años después. Pero en aquel entonces, a nuestra llegada, eran las personalidades esenciales de la literatura.
Al día siguiente, después de la ceremonia de entrega del Premio Lenin, llamado entonces Premio Stalin, comimos en la embajada soviética. Allí estaban, además de la laureada, Chu En Lao, el viejo mariscal Chu Teh, y unos pocos más. El embajador era un héroe de Stalingrado, típico militar soviético, que cantaba y brindaba repetidamente. A mí me tocó sentarme junto a Sung Sin Ling, muy digna y todavía bella. Era la figura femenina más respetada de la época.
Cada uno de nosotros tenía a su disposición una pequeña botella de cristal llena de vodka. Los gambé estallaban con profusión. Este brindis chino obligaba a apurar la copa al seco, sin dejar una gota. El viejo mariscal Chu Teh, frente a mí, se llenaba su copita con frecuencia y con su gran sonrisa campesina me incitaba a cada momento a un nuevo brindis. Al final de la comida aproveché un momento de distracción del antiguo estratega para probar un trago de su botella de vodka. Mis sospechas se confirmaron al comprobar que el mariscal había tomado agua pura durante la comida, mientras yo me echaba al coleto grandes cantidades de fuego líquido.
A la hora del café mi vecina de mesa Sung Sin Ling, la viuda de Sun Yat Sen, la portentosa mujer que vinimos a condecorar, sacó un cigarrillo de su pitillera. Luego, con exquisita sonrisa, me ofreció otro a mí. «No, yo no fumo, muchas gracias», le dije. Y al elogiarle su estuche de cigarrillos, me respondió: «Lo conservo porque es un recuerdo muy importante en mi vida». Era un objeto deslumbrante, de oro macizo, tachonado de brillantes y rubíes. Después de mirarlo concienzudamente, y añadir nuevas alabanzas, se lo devolví a su propietaria.
Olvidó muy pronto la restitución, pues, al levantarnos de la mesa se dirigió a mí con cierta intensidad y me dijo:
—¿Mi pitillera, please?
Yo no tenía duda de habérsela devuelto pero, de todas maneras, la busqué sobre la mesa, luego debajo, sin encontrarla. La sonrisa de la viuda de Sun Yat Sen se había desvanecido y sólo dos ojos negros me perforaban como dos rayos implacables. El objeto sagrado no se hallaba por parte alguna y yo comenzaba a sentirme absurdamente responsable de su pérdida. Aquellos rayos negros me estaban convenciendo de que yo era un ladrón de joyas cinceladas.
Por suerte, en el último minuto de agonía, divisé la pitillera que reaparecía en sus manos. La había encontrado en su bolso, simplemente, naturalmente. Ella recobró su sonrisa, pero yo no volví a sonreír durante varios años. Pienso ahora que tal vez la Revolución Cultural la dejó definitivamente sin su bellísima pitillera de oro.
En aquella estación del año los chinos vestían de azul, un traje de mecánico que cubría por igual a hombres y mujeres, dándoles un aspecto unánime y celeste. Nada de harapos. Aunque tampoco automóviles. Una multitud densa lo llenaba todo, fluía de todas partes.
Era el segundo año de la revolución. Seguramente habría escasez y dificultades en diversos sitios, pero no se veían al recorrer la ciudad de Pekín. Lo que nos preocupaba especialmente, a Ehrenburg y a mí, eran pequeños detalles, pequeños tics del sistema. Cuando quisimos comprar un par de calcetines, un pañuelo, aquello se convirtió en un problema de estado. Los compañeros chinos discutieron entre sí. Luego de nerviosas deliberaciones, partimos del hotel en caravana. A la cabeza iba nuestro coche, luego el de los guardias, el de los policías, el de los intérpretes. La manada de coches arrancó velozmente y se abrió camino por entre la siempre apiñada multitud. Pasábamos como un alud por el estrecho canal que nos dejaba libre la gente. Llegados al almacén, bajaron de prisa los amigos chinos, expulsaron con rapidez a toda la clientela de la tienda, detuvieron el tráfico, formaron una barrera con sus cuerpos, un pasadizo humano que atravesamos cabizbajos Ehrenburg y yo, para salir igualmente cabizbajos quince minutos después, con un paquetito en la mano y la más ferviente resolución de no comprar nunca más un par de calcetines.