Nos pusimos a hablar de vinos. Recordé aquella época de mi juventud en que nuestros vinos patrimoniales emprendían viaje al extranjero, por exigencia y excelencia. Fueron siempre demasiado caros para los que usábamos vestimentas ferroviarias y vivíamos en tormentosa bohemia.
En todos los países me preocuparon los derroteros del vino, desde que nacía de «los pies del pueblo» hasta que se engarrafaba en vidrio verde o cristal facético. Me gustó tomar en Galicia el vino de Ribeiro, que se bebe en taza y deja en la loza una espesa marca de sangre. Recuerdo en Hungría un vino grueso, llamado «sangre de toro», cuyas embestidas hacen trepidar los violines de la gitanería.
Mis tatarabuelos tuvieron viñas. Parral, el pueblo donde nací, es cuna de ásperos mostos. De mi padre y de mis tíos, don José Angel, don Joel, don Oseas v don Amós, aprendí a diferenciar el vino pipeño del filtrado. Me costó trabajo acatar sus inclinaciones hacia el vino irrefinado que cae de la pipa, de corazón original e irreductible. Como en todas las cosas, me costó volver a lo primitivo, al vigor, tras haber practicado la superación del gusto, saboreado el bouquet formalista. Pasa igual con el arte: se amanece con la Afrodita de Praxiteles y se queda uno a vivir con las estatuas salvajes de Oceanía.
Fue en París donde probé un vino excelso en una casa excelsa. El vino era un Mouton-Rothschild de cuerpo impecable, de aroma inexpresable, de perfecto contacto. La casa era la de Aragón y Elisa Triolet.
—Acabo de recibir estas botellas y las abro para ti —me dijo Aragón. Y me contó la historia.
Avanzaban los ejércitos alemanes dentro de tierra francesa. El soldado más inteligente de Francia, poeta y oficial, Louis Aragón, llegó hasta un puente de avanzada. Mandaba un destacamento de enfermeros. Su orden era seguir más allá de ese puesto, hasta un edificio situado a trescientos metros más lejos. El capitán de la posición francesa lo detuvo. Era el conde Alplionse de Rothschild, más joven que Aragón y de sangre tan apremiante como la suya.
—No puede pasar de aquí —le dijo—. Es inminente el fuego alemán.
—Mis instrucciones son llegar a ese edificio —replicó vivamente Aragón.
—Mis órdenes son que no siga y se quede aquí —repuso el capitán.
Conociendo a Aragón, como yo lo conozco, estoy seguro de que en la discusión salieron chispas como granadas, contestaciones como estoques. Pero ella no duró más de diez minutos. De pronto, ante los ojos de Rothschild y Aragón, una granada de un mortero alemán cayó sobre aquel edificio cercano convirtiéndolo instantáneamente en humo, escombros y pavesa.
Así se salvó el primer poeta de Francia, gracias a la obstinación de Rothschild.
Desde entonces, en la misma fecha aniversaria del suceso, Aragón recibe unas cuantas bonnes bouteilles de Mouton-Rothschild, de las viñas del conde que fue su capitán en la última guerra.
Ahora estoy en Moscú, en la casa de Ilya Ehrenburg. Este gran guerrillero de la literatura, tan peligroso enemigo para el nazismo como una división de cuarenta mil hombres, era también un epicureísta refinado. Nunca supe si sabía de Stendhal o de foie gras. Paladeaba los versos de Jorge Manrique con tanto deleite como degustaba un Pommery-Greno. Su amor más viviente era Francia entera, el alma y el cuerpo de Francia sabrosa y fragante.
El caso es que, después de la guerra, se rumoreó en Moscú que se pondrían en venta ciertas misteriosas botellas de vino francés. El Ejército Rojo había conquistado, en su avance hacia Berlín, una fortaleza-cava, repleta de la insana propaganda de Goebbels y de los vinos que éste había saqueado en las bodegas de la dulce Francia. Papeles y botellas fueron enviados a los cuarteles generales del ejército vencedor, el Ejército Rojo, que investigó los documentos y no halló qué hacer con las botellas.
Las botellas eran gloriosos vidrios que ostentaban en etiquetas especiales sus fechas de nacimiento. Todos procedían de origen ilustre y de celebérrima vendimia. Los Romané, los Beaune, los Chateau-neuf du Pape, se codeaban con los rubios Pouilly, los ambarescentes Vouvray, los aterciopelados Chambertin. La colección entera estaba respaldada por cifras cronológicas de las más supremas cosechas.
La mentalidad igualitaria del socialismo distribuyó en las botillerías estos trofeos sublimes de los lagares franceses, al mismo precio de los vinos rusos. Como medida taxativa se dispuso que cada comprador sólo podía adquirir un reducido y determinado número de botellas. Grandes son los designios del socialismo, pero los poetas somos iguales en todas partes. Cada uno de mis compañeros de letras envió a parientes, vecinos, conocidos, a comprar a tan bajo precio botellas de tan alto linaje. Se agotaron en un día.
Una cantidad que no diré llegó a la casa de Ehrenburg, el irreductible enemigo del nazismo. Y por ese motivo me encuentro en su compañía, hablando de vinos y bebiéndonos parte de la cava de Goebbels, en honor de la poesía y de la victoria.
Nunca me invitaron los magnates a las grandes mansiones; y la verdad es que tuve siempre poca curiosidad. En Chile el deporte nacional es el remate. Se ve mucha gente acudir en forma atropellada a las semanales subastas que caracterizan a mi país. Cada casona de ésas tiene su sino. Llegado un momento se rematan al mejor postor las verjas que no me dejaron pasar, a mí ni al vulgo de que formo parte, y con las verjas cambian de dueño los sillones, los cristos sanguinolentos, los retratos de época, los platos, las cucharas, y las sábanas entre las cuales se procrearon tantas vidas ociosas. Al chileno le gusta entrar, tocar y ver. Pocos son los que finalmente compran. Luego el edificio se demuele y se rematan pedazos de la casa. Los compradores se llevan los ojos, es decir, las ventanas; los intestinos, es decir, las escaleras; los pisos son los pies; y finalmente se reparten hasta las palmeras.
En Europa, en cambio, las inmensas casas se conservan. Podemos ver a veces los retratos de sus duques y de sus duquesas que sólo algún pintor afortunado vio en cueros para felicidad de los que ahora disfrutamos de esa pintura y de esas curvas. Podemos atisbar también los secretos, los crímenes inquisitivos, las pelucas, y esos archivos despampanantes que son las paredes tapizadas que absorbieron tantas conversaciones destinadas al palco electrónico del porvenir.
Fui invitado a Rumania y acudí a la cita. Los escritores me llevaron a descansar a su casa de campo colectiva, en medio de los bellos bosques transilvanos. La residencia de los escritores rumanos había sido antes el palacio de Carol, aquel tarambana cuyos amores extrarreales llegaron a ser comidilla mundial. El palacio, con sus muebles modernos y sus baños de mármol, estaba ahora al servicio del pensamiento y de la poesía de Rumania. Dormí muy bien en la cama de su majestad la reina y, al día siguiente, nos dimos a visitar otros castillos convertidos en museos y casas de reposo o vacaciones. Me acompañaban los poetas Jebeleanu, Beniuc y Radu Bourreanu. En la mañana verde, bajo la profundidad de los abetos de los antiguos parques reales, cantábamos descompasadamente, reíamos con estruendo, gritábamos versos en todos los idiomas. Los poetas rumanos, con su larga historia de padecimientos durante los regímenes monarcofascistas, son los más valerosos y al par los más alegres del mundo. Aquel grupo de juglares, tan rumanos como los pájaros de sus tierras forestales, tan decididos en su patriotismo, tan firmes en su revolución, y tan embriagadoramente enamorados de la vida, fueron una revelación para mí. En pocos sitios he adquirido con tanta prontitud tantos hermanos.
Les referí a los poetas rumanos, para gran regocijo de ellos, mi visita anterior a otro palacio noble. Fue el palacio de Liria, en Madrid, en plena guerra. Mientras el enemigo marchaba con sus italianos, moros y cruces gamadas, dedicado a la santa tarea de matar españoles, los milicianos ocuparon aquel palacio que yo había visto tantas veces al pasar por la calle de Argüelles, en los años 1934 y 1935. Desde el autobús dirigía una mirada respetuosa, no por vasallaje hacia los nuevos duques de Alba que ya no podían someterme a mí, irredento americano y poeta semibárbaro, sino fascinado por esa majestad que tienen los callados y blancos sarcófagos.
Cuando vino la guerra, el duque se quedó en Inglaterra, porque su apellido es en realidad Berwick. Se quedó allí con sus cuadros mejores y con sus más ricos tesoros. Recordando esta fuga ducal les dije a los rumanos que en China, después de la liberación, el último descendiente de Confucio, que se enriqueció con un templo y con los huesos del difunto filósofo, se fue a Formosa también provisto de cuadros, mantelerías y vajillas. Y además con los huesos. Allí debe estar bien instalado, cobrando entrada por mostrar las reliquias.
Desde España, por aquellos días, salían hacia el resto del mundo tremebundas noticias: «Histórico palacio del duque de Alba, saqueado por los rojos», «Lúbricas escenas de destrucción», «Salvemos esta joya histórica».
Me fui a ver el palacio ya que ahora me dejaban entrar. Los supuestos saqueadores estaban a la puerta con overol azul y fusil en la mano. Caían las primeras bombas sobre Madrid desde aviones del ejército alemán. Pedí a los milicianos que me dejaran pasar. Examinaron minuciosamente mis documentos. Ya me creía listo para dar los primeros pasos en los opulentos salones cuando me lo impidieron con horror: no me había limpiado los zapatos en el gran felpudo de la entrada. En realidad los pisos relucían como espejos. Me limpié los zapatos y entré. Los rectángulos vacíos de las paredes significaban cuadros ausentes. Los milicianos lo sabían todo. Me contaron como el duque tenía esos cuadros desde hace años en su banco de Londres, depositados en una buena caja de seguridad. En el gran hall lo único importante eran los trofeos de caza, innumerables cabezas cornudas y trompas de diferentes bestezuelas. Lo más notorio era un inmenso oso blanco parado en dos patas en medio de la habitación, con sus dos brazos polares abiertos y una cara disecada que se reía con todos los dientes. Era el favorito de los milicianos que lo cepillaban cada mañana.
Naturalmente que me interesaron los dormitorios en que tantos Alba durmieron con pesadillas originadas por los espectros flamencos que en las noches llegaban a hacerles cosquillas en los pies. Los pies ya no estaban allí, pero sí la más grande colección de zapatos que nunca he visto. Este último duque nunca aumentó su pinacoteca, pero su zapatería era sorprendente e incalculable. Largas estanterías acristaladas que llegaban al techo guardaban millares de zapatos. Como en las bibliotecas, había escaleritas especiales, quizás para cogerlos delicadamente de los tacos. Miré con cuidado. Había centenares de pares de finísimas botas de montar, amarillas y negras. También había de esos botines con chalequillo de felpa y botones de nácar. Y cantidades de zapatones, zapatillas y polainas, todos ellos con sus hormas adentro, lo que les daba la apariencia de que tenían piernas y pies sólidos a su disposición. Si se les abría la vitrina, correrían todos a Londres detrás del duque! Podía darse uno un festín de botines, alineados a lo largo de tres o cuatro habitaciones. Un festín con la mirada y sólo con la mirada, porque los milicianos, fusil al brazo, no permitían que ni siquiera una mosca tocara aquellos zapatos. «La cultura», decían. «La historia», decían. Yo pensaba en los pobres muchachos de alpargatas deteniendo al fascismo en las cumbres terribles de Somosierra, enterrados en la nieve y el barro.
Junto a la cama del duque había un cuadrito efimarcado en oro cuyas mayúsculas góticas me atrajeron. Caramba!, pensé, aquí debe estar impreso el árbol genealógico de los Alba. Me equivocaba. Era el «If» de Rudyard. Kipling, esa poesía pedestre y santurrona, precursora del Readers Digest, cuya altura intelectual no sobrepasaba a mi juicio la de los zapatos del duque de Alba. Con perdón del imperio británico!
El baño de la duquesa será incitante, pensaba yo. Tantas cosas evocaba. Sobre todo aquella madona recostada del Museo del Prado, a quien Goya le colocó los pezones tan aparte el uno del otro, que uno piensa cómo el pintor revolucionario midió la distancia añadiendo un beso a cada beso hasta dejarle un collar invisible de seno a seno. Pero el equívoco continuaba. El oso, la botinería de zarzuela, el «If» y, por último, en vez de un baño de diosa encontré un recinto redondo, falsamente pompeyano, con una tina bajo el nivel del suelo, cisnecillos siúticos de alabastro, cursi-cómicos lampadarios, en fin, una sala de baño para odalisca de película norteamericana.
Ya me retiraba con sombrío desencanto cuando tuve mi recompensa. Los milicianos me invitaron a almorzar. Bajé con ellos a las cocinas. Cuarenta o cincuenta mozos y servidores, cocineros y jardineros del duque, seguían cocinando para sí mismos y para los milicianos que custodiaban la mansión. Me consideraban honrosa visita. Después de algunos cuchicheos, vueltas y revueltas, recibos que se firmaban, sacaron una polvorienta botella. Era un «lachrima christi» de cien años, del cual apenas me dejaron beber unos cuantos sorbos. Era un vino ardiente, con una contextura de miel y fuego, al mismo tiempo severo e impalpable. No olvidaré tan fácilmente aquellas lágrimas del duque de Alba.
Una semana después los bombarderos alemanes dejaron caer cuatro bombas incendiarias sobre el palacio de Liria. Desde 1 terraza de mi casa vi volar los dos pájaros agoreros. Un resplandor colorado me hizo comprender en seguida que estaba presenciando los últimos minutos del palacio.
—Aquella misma tarde pasé por las ruinas humeantes —digo a los escritores rumanos para concluir mi relato—. Allí me enteré de un detalle conmovedor. Los nobles milicianos, bajo el fuego que caía del cielo, las explosiones que sacudían la tierra y la hoguera que crecía, sólo atinaron a salvar el oso blanco. Casi murieron en la tentativa. Se derrumbaban las vigas, todo ardía y el inmenso animal embalsamado se obstinaba en no pasar por las ventanas y las puertas. Lo vi de nuevo y por última vez, con los brazos blancos abiertos, muerto de risa, sobre el césped del jardín del palacio.
Moscú de nuevo. El 7 de noviembre en la mañana presencié el desfile del pueblo, de sus deportistas, de la luminosa juventud soviética. Marchaban firmes y seguros sobre la Plaza Roja. Los contemplaban los agudos ojos de un hombre muerto hace ya muchos años, fundador de esta seguridad, de esta alegría y de esta fuerza: Vladimir Ilich Ulianov, inmortalmente conocido como Lenin.