Confieso que he vivido (7 page)

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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Dos o tres días después no sorprendía a nadie que el poeta cadáver entrara de nuevo sigilosamente por corrillos y cafés. Su tranquilidad estaba asegurada hasta el próximo 1.º de noviembre.

En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o se llama Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un restaurant del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: «¡Sentáte, Omar Vignole!». Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: «¿Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?». «Sí —me respondió—, pero en este restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a tí».

Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y yo, etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Bue nos Aires el congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con su rumiante. Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el granVignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial.

De este mismo Vignole contaré que una vez desafío a un luchador de catch-as-can. Aceptado el desafío por el profesional, fijó la noche del encuentro en un Luna Park repleto. Mi amigo apareció puntualmente con su vaca, la amarró a una esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y se enfrentó a «El Estrangulador de Calcuta».

Pero aquí no servía de nada la vaca, ni el suntuoso atavío del poeta luchador. «El Estrangulador de Calcuta» se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo indefenso, y le colocó, además, como signo de humillación, un pie sobre su garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de un público feroz que exigía la continuación del combate.

Pocos meses después publicó un nuevo libro: Conversaciones con la vaca. Nunca olvidaré la originalísima dedicatoria impresa en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: «Dedico este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero».

En París, antes de la última guerra, conocí al pintor Álvaro Guevara, a quien en Europa siempre se le llamó Chile Guevara. Un día me telefoneó con urgencia. «Es un asunto de primera importancia», me dijo.

Yo venía de España y nuestra lucha de entonces era contra Nixon de aquella época, llamado Hitler. Mi casa había sido bombardeada en Madrid y vi hombres, mujeres y niños destrozados por los bombarderos. La guerra mundial se aproximaba. Con otros escritores nos pusimos a combatir al fascismo a nuestra manera: con nuestros libros que exhortaban con urgencia a reconocer el grave peligro.

Mi compatriota se había mantenido al margen de esta lucha. Era un hombre taciturno y un pintor muy laborioso, lleno de trabajos. Pero el ambiente era de pólvora. Cuando las grandes potencias impidieron la llegada de armas para que se defendieran los españoles republicanos, y luego cuando en Munich abrieron las puertas al ejército hitleriano, la guerra llegaba.

Acudí al llamado del Chile Guevara. Era algo muy importante lo que quería comunicarme; —¿De qué se trata? —le dije.

—No hay tiempo que perder —me respondió—. No tienes por qué ser antifascista. No hay que ser antinada. Hay que ir al grano del asunto y ese grano lo he encontrado yo. Quiero comunicártelo con urgencia para que dejes tus congresos antinazis y te pongas de lleno a la obra. No hay tiempo que perder.

—Bueno, dime de qué se trata. La verdad, Alvaro, es que ando con muy poco tiempo libre.

—La verdad, Pablo, es que mi pensamiento está expresado en una obra de teatro, de tres actos. Aquí la he traído para leértela —y con su cara de cejas tupidas, de antiguo boxeador, me miraba fijamente mientras desembolsaba un voluminoso manuscrito.

Presa del terror y pretextando mi falta de tiempo, lo convencí de que me explayara verbalmente las ideas con las cuales pensaba salvar la humanidad.

—Es el huevo de Colón —me dijo—. Te voy a explicar. Cuántas papas salen de una papa que se siembra.

—Bueno, serán cuatro o cinco —dije por decir algo.

—Mucho más —respondió—. A veces cuarenta, a veces más de cien papas. Imagínate que cada persona plante una papa en el jardín, en el balcón, donde sea. ¿Cuántos habitantes tiene Chile? Ocho millones. Ocho millones de papas plantadas. Multiplica Pablo, por cuatro, por cien. Se acabó el hambre, se acabó la guerra. ¿Cuántos habitantes tiene China? Quinientos millones, ¿verdad? Cada chino planta una papa. De cada papa sembrada salen cuarenta papas. Quinientos millones por cuarenta papas. La humanidad está salvada.

Cuando los nazis entraron a París no tomaron en cuenta esa idea salvadora: el huevo de Colón, o más bien la papa de Colón. Y Detuvieron a Alvaro Guevara una noche de frío y niebla en su casa de París. Lo llevaron a un campo de concentración y ahí lo mantuvieron preso, con un tatuaje en el brazo, hasta el fin de la guerra. Hecho un esqueleto humano salió del infierno, pero ya nunca pudo reponerse. Vino por última vez a Chile, como para despedirse de su tierra, dándole un beso final, un beso de sonámbulo, se volvió a Francia, donde terminó de morir.

Gran pintor, querido amigo, Chile Guevara, quiero decirte una cosa: Ya sé que estás muerto, que no te sirvió de nada el apoliticismo de la papa. Sé que los nazis te mataron. Sin embargo, en el mes de junio del año pasado, entré en la National Gallery. Iba solamente para ver los Turner, pero antes de llegar a la sala grande encontré un cuadro impresionante: un cuadro que era para mí tan hermoso como los Turner, una pintura deslumbradora. Era el retrato de una dama, de una dama famosa: se llamó Edith Sitwell. Y este cuadro era una obra tuya, la única obra de un pintor de América Latina que haya alcanzado nunca el privilegio de estar entre las obras maestras de aquel gran museo de Londres.

No me importa el sitio, ni el honor, y en el fondo me importa también muy poco aquel hermoso cuadro. Me importa el que no nos hayamos conocido más, entendido más, y que hayamos cruzado nuestras vidas sin entendernos, por culpa de una papa.

Yo he sido un hombre demasiado sencillo: éste es mi honor y mi vergüenza. Acompañé la farándula de mis compañeros y envidié su brillante plumaje, sus satánicas actitudes, sus pajaritas de papel y hasta esas vacas, que tal vez tengan que ver en forma misteriosa con la literatura. De todas maneras me parece que yo no nací para condenar, sino para amar. Aun hasta los divisionistas que me atacan, los que se agrupan en montones para sacarme los ojos y que antes se nutrieron de mi poesía, merecen por lo menos mi silencio. Nunca tuve miedo de contagiarme penetrando en la misma masa de mis enemigos, porque los únicos que tengo son los enemigos del pueblo.

Apollinaire dijo: «Piedad para nosotros los que exploramos las fronteras de lo irreal», cito de memoria, pensando en los cuentos que acabo de contar, cuentos de gente no por extravagante menos querida, no por incomprensible menos valerosa.

Grandes negocios

Siempre los poetas hemos pensado que poseemos grandes ideas para enriquecernos, que somos genios para proyectar negocios, aunque genios incomprendidos. Recuerdo que impulsado por una de esas combinaciones florecientes vendí a mi editor de Chile, en el año 1924, la propiedad de mi libro
Crepusculario
, no para una edición, sino para la eternidad. Creí que me iba a enriquecer con esa venta y firmé la escritura ante notario. El tipo me pagó quinientos pesos, que eran algo menos de cinco dólares por aquellos días. Rojas Giménez, Alvaro Hinojosa, Homero Arce, me esperaban a la puerta de la notaría para darnos un buen banquete en honor de este éxito comercial. En efecto, comimos en el mejor restaurant de la época, «La Bahía», con suntuosos vinos, tabacos y licores. Previamente nos habíamos hecho lustrar los zapatos y lucían como espejos. Hicieron utilidades con el negocio: el restaurant, cuatro lustrabotas y un editor. Hasta el poeta no llegó la prosperidad.

Quien decía tener ojo de águila para todos los negocios era Alvaro Hinojosa. Nos impresionaba con sus grandiosos planes que, de ponerse en práctica, harían llover dinero sobre nuestras cabezas. Para nosotros, bohemios desastrados, su dominio del inglés, su cigarrillo de tabaco rubio, sus años universitarios en Nueva York, garantizaban el pragmatismo de su gran cerebro comercial.

Cierto día me invitó a conversar muy secretamente para hacerme partícipe y socio de una formidable tentativa dirigida a conquistar nuestro enriquecimiento inmediato. Yo sería su socio al cincuenta por ciento con sólo aportar unos pocos pesos que recibiría de algún lado. El pondría el resto. Aquel día nos sentíamos capitalistas sin Dios ni ley, decididos a todo.

—¿De qué mercancía se trata? —le pregunté con timidez al incomprendido rey de las finanzas.

Alvaro cerró los ojos, arrojó una bocanada de humo que se desenvolvía en pequeños círculos, y finalmente contestó con voz sigilosa:

—¡Cueros!

—¿Cueros? —repetí asombrado.

—De lobo de mar. Para ser preciso, de lobo de mar de un solo pelo.

No me atreví a averiguar más detalles. Ignoraba que las focas, o lobos marinos, pudieran tener un solo pelo. Cuando los contemplé sobre una roca, en las playas del sur, les vi una piel reluciente que brillaba al sol, sin advertir asomo alguno de cabellera sobre sus perezosas barrigas.

Cobré mis haberes con la velocidad del rayo, sin pagar lo que debía de alquiler, ni la cuota del sastre, ni el recibo del zapatero, y puse mi participación monetaria en las manos de mi socio financista.

Fuimos a ver los cueros. Alvaro se los había comprado a una tía suya, sureña, que era dueña de numerosas islas improductivas. Sobre los islotes de desolados roqueríos los lobos marinos acostumbraban practicar sus ceremonias eróticas. Ahora estaban ante mis ojos, en grandes atados de cueros amarillos, perforados por las carabinas de los servidores de la tía maligna. Subían hasta el techo los paquetes de cueros en la bodega alquilada por Alvaro para deslumbrar a los presuntos compradores.

—¿Y qué haremos con esta enormidad, con esta montaña de cueros? —le pregunté encogidamente.

—Todo el mundo necesita cueros de esta clase. Ya verás. —Y salimos de la bodega, Alvaro despidiendo chispas de energía, yo cabizbajo y callado.

Alvaro iba de aquí para allá con un portafolio, hecho de una de nuestras auténticas pieles de «lobo marino de un solo pelo», portafolio que rellenó de papeles en blanco para darle apariencia comercial. Nuestros últimos centavos se fueron en los anuncios de prensa. Que un magnate interesado y comprensivo los leyera, y bastaba. Seríamos ricos. Alvaro, muy atildado, quería confeccionarse media docena de trajes de tela inglesa. Yo, mucho más modesto, albergaba, entre mis sueños por satisfacer, el de adquirir un buen hisopo o brocha para afeitarme, ya que el actual iba camino de una calvicie inaceptable.

Por fin se presentó el comprador. Era un talabartero de cuerpo robusto, bajo de estatura, con ojos impertérritos, muy parco de palabras, y con cierto alarde de franqueza que a mi juicio se aproximaba a la grosería. Alvaro lo recibió con protectora displicencia y le señaló una hora, tres días después, apropiada para mostrarle nuestra fabulosa mercancía. En el curso de esos tres días, Alvaro adquirió espléndidos cigarrillos ingleses y algunos puros cubanos «Romeo y Julieta», que colocó de manera visible en el bolsillo exterior de su chaqueta, cuando llegó la hora de esperar al interesado. En el suelo habíamos esparcido las pieles que revelaban mejor estado.

El hombre concurrió puntualmente a la cita. No se sacó el sombrero y apenas nos saludó con un gruñido. Miró desdeñosamente y con rapidez las pieles extendidas en el piso. Luego paseó sus ojos astutos y férreos por los estantes atiborrados. Levantó una mano regordeta y una uña dudosa para señalar un atado de pieles, uno de aquellos que estaban más arriba y más lejos. Justamente donde yo había arrinconado las pieles más despreciables.

Alvaro aprovechó el momento culminante para ofrecerle uno de sus auténticos cigarros habanos. El mercachifle lo tomó rápidamente, le dio una dentellada a la punta y se lo encasquetó en las fauces. Pero continuó imperturbable, indicando el atado que deseaba inspeccionar.

No había más remedio que mostrárselo. Mi socio trepó por la escalera y, sonriendo como un condenado a muerte, bajó con el grueso envoltorio. El comprador, interrumpiéndose para sacarle humo y más humo al puro de Alvaro, revisó una por una todas las pieles del paquete.

El hombre levantaba una piel, la frotaba, la doblaba, la escupía y en seguida pasaba a otra, que a su vez era rasguñada, raspada, olfateada y dejada caer. Cuando al cabo terminó su inspección, paseó de nuevo su mirada de buitre por las estanterías colmadas con nuestras pieles de lobo de mar de un solo pelo y, por último, detuvo sus ojos en la frente de mi socio y experto en finanzas. El momento era emocionante.

Entonces dijo con voz firme y seca una frase inmortal, al menos para nosotros.

—Señores míos, yo no me caso con estos cueros, y se marchó para siempre, con el sombrero puesto como había entrado, fumando el soberbio cigarro de Alvaro, sin despedirse, matador implacable de todos nuestros ensueños millonarios.

Mis primeros libros

Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día. En las tardes, al ponerse el sol, frente al balcón se desarrollaba un espectáculo diario que yo no me perdía por nada del mundo. Era la puesta de sol con grandiosos hacinamientos de colores, repartos de luz, abanicos inmensos de anaranjado y escarlata. El capítulo central de mi libro se llama «Los crepúsculos de Maruri». Nadie me ha preguntado nunca qué es eso de Maruri. Tal vez muy pocos sepan que se trata apenas de una humilde calle visitada por los más extraordinarios crepúsculos.

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