Contrato con Dios (9 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

El joven había ido mostrándose cada vez más violento en sus comentarios. Una noche, su hermana Hana, dos años mayor que él, regresó a las dos de la mañana de tomar unas copas con sus amigas. Nazim la esperaba despierto y la abroncó por la manera en que iba vestida y por llegar un poco borracha. Hubo insultos muy feos por ambas partes. Entonces su padre se interpuso entre ambos y Nazim lo señaló con el dedo.

—Eres débil. No sabes sujetar a tus mujeres. Dejas trabajar a tu hija. La dejas conducir y no la obligas a llevar velo. Su papel está en casa, esperando un marido.

Hana fue a protestar y Nazim la abofeteó. Eso fue la gota que colmó el vaso para su padre.

—Puede que yo sea débil, pero al menos soy dueño de mi casa. Márchate. No te conozco. ¡Márchate!

Nazim se fue a casa de Kharouf con lo puesto. Aquella noche lloró un poco, pero las lágrimas pasaron pronto. Ahora tenía una nueva familia. Y Kharouf representaba en ella el papel de padre y hermano mayor. Nazim lo admiraba mucho, porque Kharouf era un jihadista auténtico. Tenía 39 años, y había estado en los campos de entrenamiento de Afganistán y Pakistán, y transmitía sus conocimientos tan sólo a un puñado selecto de jóvenes que, como Nazim, habían sufrido muchas faltas de respeto. En el colegio, en el instituto, incluso por la calle, la gente desconfiaba de él en cuanto sabían que era de origen árabe, cuando advertían su piel aceitunada o su nariz aguileña. Kharouf le había dicho que eso era porque les tenían miedo. Porque los cristianos sabían que los fieles al Islam son más numerosos y más fuertes. Eso a Nazim le gustaba. Era la hora de imponer su propio respeto.

Kharouf subió la ventanilla del conductor.

—Lo haremos dentro de seis minutos.

Nazim lo miró, preocupado. Su amigo notó que algo no andaba bien.

—¿Qué te pasa, Nazim?

—Nada.

—Nunca es nada. Vamos, sabes que puedes contármelo.

—No es nada.

—¿Es miedo? ¿Tienes miedo?

—No. Soy un soldado de Alá.

—Los soldados de Alá también pueden tener miedo, Nazim.

—Bueno, yo no tengo.

—¿Es por disparar?

—¡No!

—Vamos, has hecho las prácticas en el matadero de mi primo. Cuarenta horas. Creo que acribillaste más de mil vacas.

Kharouf había sido también uno de los instructores de tiro de Nazim. Uno de los ejercicios en los que había insistido más había sido en disparar a ganado —a veces vivo, otras muchas veces muerto— para que Nazim se acostumbrase al manejo del arma y al impacto de las balas en la carne.

—Las prácticas están bien. No me da miedo disparar a la gente. Quiero decir, ya sé que no son realmente gente y eso.

Kharouf no respondió. Apoyó las manos en el volante, miró al frente y esperó. Sabía que la mejor manera de que Nazim le contase algo era dejar transcurrir un pequeño silencio incómodo. El chaval lo acababa llenando siempre.

—Es sólo… bueno, siento no haberme despedido de mis padres —dijo Nazim al cabo de un rato.

—Ya veo. Aún te culpas por lo que pasó, ¿verdad?

—Un poco. ¿Está mal?

Kharouf sonrió y puso su mano sobre el hombro de Nazim.

—No. Eres un joven sensible y cariñoso, Nazim. Alá te dio esas buenas cualidades, bendigamos su nombre.

—Bendito sea.

—También te dio la fuerza para superarlos cuando sea necesario. Y ahora empuñas la espada de Alá y sirves a su propósito. Alégrate, Nazim.

El joven intentó sonreír, pero por su cara sólo asomó un rictus torcido. Kharouf apretó la presión de la mano sobre su hombro. Su voz sonaba cálida, amable.

—Descuida, Nazim. Hoy Alá no nos pide nuestra sangre, sólo la de otros. Pero aunque ocurriera algo, has grabado un vídeo para tu familia, ¿verdad?

Nazim asintió.

—Entonces no te preocupes. Puede que tus padres se hayan occidentalizado un poco, pero en el fondo de su alma son buenos musulmanes. Saben cuál es el premio del mártir. Y cuando llegues a la Vida Futura, Alá te da el privilegio de interceder por ellos. Imagina cómo se sentirán ellos entonces.

El joven imaginó a sus padres y a su hermana arrodillados ante él, dándole las gracias por la salvación, pidiéndole perdón por haber estado equivocados. En la bruma de su fantasía, ése era el avance más hermoso de la Vida Futura. Consiguió sonreír por fin.

—Así me gusta, Nazim. Lleva en tu rostro la
bassamat al farah,
la sonrisa del martirio. Es parte de nuestro compromiso. Es parte de nuestro premio.

Nazim metió la mano en la cazadora y agarró fuerte la culata del arma.

Pausadamente, Kharouf y él bajaron del coche.

A
BORDO
DE
LA
B
EHEMOT

Navegando por el golfo de Aqaba, mar Rojo

Martes, 11 de julio de 2006. 17.11

—Usted —repitió Andrea, con más enfado que sorpresa.

La última vez que se habían visto, Andrea gateaba peligrosamente a seis metros de altura perseguida por un improbable agresor. En aquel momento, el padre Fowler le había salvado la vida, pero también le había arrebatado de las manos la Gran Historia, ese reportaje con el que todos los reporteros sueñan alguna vez. Woodward y Bernstein lo lograron; Lowell Bergman
[4]
lo logró; Andrea Otero lo hubiese logrado. Pero en su camino se cruzó aquel sacerdote. Al menos le había conseguido —
que me cuelguen si sé cómo,
pensaba Andrea— una entrevista en exclusiva con el presidente Bush, y gracias a esa entrevista estaba en aquel barco, o eso creía ella. Pero aquella historia era agua pasada, y el presente se imponía. Andrea no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad.

—Yo también me alegro de verla, señorita Otero. Veo que la cicatriz ya es sólo un recuerdo.

La joven se tocó instintivamente la frente, en el lugar donde Fowler le había dado cuatro puntos dieciséis meses atrás. Sólo quedaba una fina línea pálida.

—Tiene usted buenas manos. Pero eso no justifica su presencia aquí. ¿Está usted espiándome? ¿Ha venido de nuevo para fastidiarme?

—Sólo soy un observador del Vaticano en la expedición. Nadie importante.

La joven estudió desconfiada al sacerdote. Debido al tremendo calor, sólo llevaba una camisa de manga corta con alzacuellos y unos pantalones de pinzas, todo de riguroso negro. Andrea se fijó en los morenos brazos del cura por primera vez. Los antebrazos nervudos eran enormes y llenos de gruesas venas del tamaño de bolígrafos.

Estos no son los brazos de un levantabiblias.

—¿Y por qué envía el Vaticano un observador a una expedición arqueológica?

El sacerdote iba a responder cuando una voz alegre los interrumpió.

—¡Qué bien! ¿Ya los han presentado?

La doctora Harel irrumpió en la popa enarbolando una preciosa sonrisa. Andrea no se la devolvió.

—Algo así. El padre Fowler iba a explicarme por qué jugaba a Brett Favre conmigo hace dos minutos.

—En realidad Brett Favre es
quarterback.
No hace placajes —repuso Fowler.

—¿Padre? ¿Qué es lo que ha pasado? —dijo Harel.

—La señorita Otero ha entrado en la popa cuando el señor Kayn bajaba del avión. Me temo que tuve que reducirla sin demasiados modales. Lo lamento.

Harel asintió.

—Ya comprendo. Al fin y al cabo ella no estuvo en la reunión de seguridad. No se preocupe, padre.

—¿Cómo que no se preocupe? ¿Es que aquí se han vuelto todos locos?

—Tranquila, Andrea. Por desgracia usted ha estado enferma las últimas cuarenta y ocho horas y no ha podido ser puesta al día. Permítame que le haga un breve resumen. Verá, Raymond Kayn es agorafóbico.

—Eso me ha dicho el padre
Placador.

—Debería saber que el padre Fowler es psicólogo además de sacerdote. Por favor, padre, no dude en intervenir para completar la explicación si me olvido algo. ¿Qué sabe acerca de la agorafobia, Andrea?

—Que es el miedo a los espacios abiertos.

—Es un error muy común. En realidad los que padecen esta enfermedad manifiestan temores bastante más complejos que esa reducción simplista.

Fowler carraspeó.

—Lo que de verdad temen los agorafóbicos es perder el control —dijo el sacerdote—. Tienen miedo a estar solos, a encontrarse en lugares de los que sea difícil escapar o a conocer a nuevas personas. Por eso suelen encerrarse en casa durante largos períodos.

—¿Qué ocurre cuando algo se escapa a su control?

—Depende del nivel del trastorno. El caso del señor Kayn es de los más agudos, así que lo más probable es que ante un ansiógeno sufriese ataques de pánico, pérdida de contacto con la realidad, temblores, mareos y taquicardia.

—Vamos, que no podrían ser agentes de Bolsa.

—Ni neurocirujanos, ya puestos —bromeó Harel—. Pero sí que pueden llevar una vida normal. Hay famosos, como Kim Bassinger o Woody Alien, que han lidiado contra la agorafobia durante décadas y salido airosos. El propio señor Kayn ha levantado un imperio de la nada. Por desgracia en los últimos cinco años ha estado luchando contra un empeoramiento de su enfermedad.

—Me pregunto qué demonios es tan importante para que un hombre enfermo se arriesgue a salir de su caparazón.

—Ha puesto el dedo en la llaga, Andrea —dijo Harel. Andrea notó que la doctora la miraba de una manera extraña.

Permanecieron en silencio unos instantes. Fue Fowler quien reanudó la conversación.

—Espero que ahora perdone mi exceso de brusquedad de antes.

—Tal vez. Pero casi me desnuca en el intento —dijo Andrea frotándose el cuello.

Fowler miró a Harel, quien asintió.

—Verá, señorita Otero… ¿ha podido ver a los hombres que bajaban del BA-609?

—Había un joven moreno con gafas, muy atractivo. Un hombre de unos cincuenta años vestido con ropas negras y una cicatriz enorme. Y un hombre delgado de pelo blanco, que me imagino que sería el señor Kayn.

—El joven era el secretario de Kayn, Jacob Russell. El hombre de la cicatriz se llama Mogens Dekker y es el jefe de seguridad de Kayn Industries. Créame, si se hubiese acercado a Kayn siguiendo su… estilo habitual podía haberle puesto muy nervioso. Y usted no quiere que eso ocurra.

Un sonido de aviso recorrió el barco de proa a popa.

—Vaya, ya es la hora de la sesión introductoria —dijo Harel—. Por fin se desvelará el gran misterio. Síganme.

—¿Dónde vamos? —dijo Andrea, echando a andar tras la doctora. Los tres volvieron a la cubierta central y entraron por el mismo pasillo de la superestructura por el que la periodista se había colado unos minutos antes.

—Todo el personal de la expedición se va a encontrar por primera vez. Nos explicarán cuál es el papel que juega cada uno y lo más importante… qué es lo que vamos a buscar a Jordania.

—¿Por cierto, doctora, cuál es su especialidad? —preguntó Andrea, mientras entraban a la sala de reuniones.

—Medicina de combate —respondió Harel, con tono descuidado.

R
EFUGIO
DE
LA
FAMILIA
C
OHEN

Viena

Febrero de 1943

Jora Myer estaba enferma de preocupación. Era un sentimiento ácido en el fondo de la garganta que le provocaba terribles mareos. No lo había experimentado desde los catorce años, cuando había huido de los pogromos de 1906 en Odessa, Ucrania, con su abuelo colgado del brazo. Había tenido suerte. Entró muy joven a servir en casa de la familia Cohen, dueños de una fábrica en Viena. Josef era el mayor de los hijos. Cuando la
shadchan,
la casamentera, le encontró una buena esposa judía, Jora le acompañó como niñera. Los primeros años del primogénito, Elan, estuvieron rodeados de mimo y privilegio. El pequeño Yudel, sin embargo…

El niño yacía hecho un ovillo en el camastro, improvisado en el suelo con dos mantas dobladas. Hasta ayer lo había compartido con su hermano. Viéndole allí acostado Yudel parecía diminuto y triste. Sin los padres, el asfixiante espacio se antojaba enorme.

Pobre Yudel. Aquellos cuatro metros cuadrados habían sido el universo entero para él prácticamente desde que nació. La tarde en la que vino al mundo, toda la familia, incluyendo a Jora, estaba en el hospital. Ninguno regresó al lujoso piso de Rienstrasse. Era el 9 de noviembre de 1938, la jornada que el mundo conocería semanas más tarde como la
Kristallnacht,
la Noche de los Cristales Rotos. Los abuelos de Yudel fueron de los primeros en caer. El inmueble completo de Rienstrasse ardió hasta los cimientos, junto a la sinagoga colindante, mientras los bomberos bebían y se reían.

El único equipaje que los Cohen se llevaron fue algo de ropa y un misterioso paquete que el padre de Yudel había empleado en una ceremonia cuando nació el pequeño. Jora no supo de qué se trataba ya que el señor Cohen había insistido en que todos abandonasen la habitación del hospital para realizarla, incluso Odile, que apenas podía tenerse en pie.

Sin apenas dinero, Josef no se atrevió o no pudo huir del país. Creyó, como muchos entonces, que la tormenta pasaría pronto y buscó refugio para todos en las casas de amigos austríacos católicos. No se olvidó de Jora, algo que la madura señorita Myer no olvidaría a su vez. Pero pocas amistades resisten pruebas tan terribles como la que suponía la Austria ocupada. Una sí lo consiguió. El anciano juez Rath decidió ayudarles aunque le costase la vida. Camufló en su casa un espacio en una de las habitaciones, levantando con sus propias manos la pared de ladrillos y dejando un hueco estrecho que hacía las veces de puerta. Una librería baja cubría aquella pequeña entrada.

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