Meggie calló. Ella misma desconocía por qué había hecho esa pregunta.
—¿Es muy valioso, verdad? —inquirió.
—¿
Corazón de tinta?
—Elinor tomó el libro de las manos de Meggie, acarició la tapa y se lo devolvió—. Sí, eso creo. A pesar de que no encontrarás un solo ejemplar en ninguno de los catálogos e inventarios existentes de libros valiosos. Con el correr de los años he averiguado ciertas cosas sobre este libro. Algún que otro coleccionista le ofrecería a tu padre mucho, pero que mucho dinero, si se divulgara que posee quizás el único ejemplar. A fin de cuentas, dicen que no sólo es un libro raro, sino también un buen libro. Yo nada puedo comentar al respecto, ayer por la noche apenas conseguí leer una docena de páginas. Cuando apareció la primera hada, me dormí. Las historias de hadas, enanos y toda esa parafernalia nunca me han interesado demasiado. A pesar de que no me habría importado tener unas cuantas en mi jardín.
Elinor volvió a desaparecer tras la puerta del armario: era evidente que se estaba mirando al espejo. El comentario de Meggie sobre su indumentaria parecía darle que pensar.
—Sí, creo que es muy valioso —repitió con voz meditabunda—. A pesar de que con el paso del tiempo ha sido relegado al olvido. Casi nadie parece saber ya de qué trata y poca gente lo ha leído. Ni siquiera en las bibliotecas se encuentra. Pero de vez en cuando se siguen oyendo esas historias sobre él: que ya no queda ningún ejemplar porque todos los existentes fueron robados. Seguramente es un desatino. No sólo desaparecen animales y plantas, también los libros desaparecen. Por desgracia no es un fenómeno infrecuente. Seguro que podrían llenarse hasta el techo cien casas como ésta con todos los libros que han desaparecido para siempre —Elinor volvió a cerrar la puerta del armario y se ahuecó el pelo con los dedos—. Por lo que sé, el autor vive todavía, pero es obvio que nunca ha tomado medidas para que su libro se reedite… lo cual me resulta extraño, pues al fin y al cabo uno escribe una obra para que la gente la lea, ¿o no? En fin, a lo mejor ya no le gusta su historia o simplemente se vendió tan mal que no halló una sola editorial dispuesta a reeditarlo. ¡Qué sé yo!
—A pesar de todo, no creo que lo hayan robado sólo por su valor —murmuró Meggie.
—¿Ah, no? —Elinor se echó a reír—. Ay, Señor, realmente eres una digna hija de tu padre. Mortimer tampoco pudo imaginarse nunca que la gente cometiera cualquier bajeza por dinero, ya que para él significaba poco. ¿Tienes idea de lo que puede valer un libro?
Meggie la miró irritada.
—Pues claro. Pero a pesar de todo creo que ése no es el motivo.
—Bueno, pues yo sí. Y Sherlock Holmes pensaría lo mismo. ¿Has leído sus libros? Son espléndidos. Sobre todo en los días de lluvia.
Elinor se calzó sus zapatos. Para ser una mujer tan robusta tenía los pies curiosamente pequeños.
—A lo mejor encierra algún secreto —musitó Meggie acariciando ensimismada las páginas impresas.
—Ah, ya, te refieres a mensajes invisibles escritos con zumo de limón, o al mapa de un tesoro oculto en alguna de las ilustraciones —la voz de Elinor sonó tan burlona que a Meggie le habría gustado retorcerle su corto pescuezo.
—¿Por qué no? —Volvió a cerrar el libro y se lo metió debajo del brazo—. ¿Por qué si no se han llevado a Mo? Con el libro habría sido suficiente.
Elinor se encogió de hombros.
«Como es lógico, ella se niega a admitir que no se le había ocurrido esa idea —pensó Meggie llena de desprecio—. Cree que siempre tiene razón.»
Elinor la contempló como si hubiera adivinado sus pensamientos.
—¿Sabes una cosa? Léetelo sin más —le aconsejó—. A lo mejor encuentras algo que en tu opinión no pertenezca a la historia. Un par de palabras superfluas por aquí, un par de letras inútiles por allá… y hallarás el mensaje secreto. El plano hacia el tesoro. Quién sabe cuánto tardará tu padre en regresar, y con algo tendrás que matar el tiempo.
Antes de que Meggie contestara, Elinor se agachó a recoger la nota depositada sobre la alfombra al lado de su cama. Era la carta de despedida de Meggie, debió de caérsele cuando descubrió el libro entre los brazos de Elinor.
—¿Qué significa esto? —preguntó Elinor tras leerla con el ceño fruncido—. ¿Pretendías salir en busca de tu padre? ¿Dónde, por todos los santos? Estás más loca de lo que pensaba.
Meggie estrechó contra sí
Corazón de tinta.
—¿Quién lo buscará si no? —inquirió.
Empezaron a temblarle los labios. No podía evitarlo.
—Bueno, lo buscaremos juntas si es necesario —respondió Elinor con aspereza—. Pero primero démosle la oportunidad de regresar. ¿O crees acaso que le gustaría comprobar a su vuelta que tú has desaparecido para salir en su busca por los rincones de este vasto mundo?
Meggie negó con la cabeza. La alfombra de Elinor se difuminó ante sus ojos y una lágrima resbaló por su nariz.
—¡Bueno, entonces, aclarado! —gruñó Elinor mientras le ofrecía un pañuelo de tela—. Límpiate la nariz y luego desayunaremos.
No permitió que Meggie saliera de casa antes de haber deglutido con esfuerzo una rebanada de pan y un vaso de leche.
—El desayuno es la comida más importante del día —anunció mientras se untaba la tercera rebanada—. Y además no quiero arriesgarme a que le cuentes a tu padre a su regreso que te he matado de hambre. Ya sabes, como esa cabra del cuento.
Meggie se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua junto con el último bocado de pan, y salió corriendo al exterior con el libro.
Escuchad. (Que los adultos omitan este párrafo, por favor.) No quiero contaros que este libro acaba trágicamente. Ya dije en la primera frase que es mi libro favorito. Pero a continuación acontecen un montón de cosas malas.
William Goldman
,
La princesa prometida
Meggie se sentó en el banco de detrás de la casa, junto al que seguían clavadas las antorchas consumidas de Dedo Polvoriento. Nunca había vacilado tanto a la hora de abrir un libro. Tenía miedo a lo que le deparaba. Era una sensación completamente nueva. Jamás había tenido miedo de lo que iba a contarle un libro; al contrario, casi siempre se sentía tan ansiosa por sumergirse en un mundo inexplorado, inédito, que empezaba a leer en las ocasiones más inoportunas. Ella y Mo acostumbraban a leer durante el desayuno, y más de una vez él la había llevado al colegio con retraso por haberse distraído con la lectura. También había leído alguna vez bajo el pupitre, en las paradas de autobús, durante las visitas de los parientes, muy tarde por la noche debajo de la manta, hasta que su padre la apartaba y la amenazaba con desterrar cualquier libro de su habitación para que durmiera lo suficiente. Su padre nunca habría hecho algo parecido, faltaría más, y él sabía que ella lo sabía, pero durante unos días, tras esas amonestaciones, a eso de las nueve introducía a pesar de todo su libro debajo de la almohada y lo dejaba seguir susurrando en sueños, para que Mo creyera que era un padre realmente estupendo.
Ese libro, sin embargo, no lo habría deslizado bajo su almohada por miedo a lo que pudiera susurrarle. La desgracia que les había sobrevenido en los últimos tres días parecía proceder de sus páginas. ¿Y si fuese apenas una sombra de lo que aún le deparaba su contenido?
A pesar de todo necesitaba leerlo. ¿Dónde si no iba a buscar a Mo? Elinor tenía razón, era absurdo salir corriendo sin más ni más. Tenía que intentar hallar el rastro de su padre entre las páginas de
Corazón de tinta.
Sin embargo, apenas hubo abierto la primera página, oyó pasos a su espalda.
—Si sigues así sentada a pleno sol, pillarás una insolación —dijo una voz familiar.
Meggie se volvió sobresaltada.
Dedo Polvoriento le hizo una reverencia. Como es natural, acompañada de su típica sonrisa.
—¡Ah, fíjate, menuda sorpresa! —dijo inclinándose sobre el hombro de Meggie y mirando el libro abierto en su regazo—. Así que aún sigue aquí. Lo tienes tú.
Meggie contemplaba atónita su rostro surcado por las cicatrices. ¿Cómo era capaz de comportarse como si nada hubiera sucedido?
—¿Dónde estabas? —le increpó—. ¿No te llevaron con ellos? ¿Y qué ha sido de Mo? ¿Adónde lo han llevado? —no lograba pronunciar las palabras con la suficiente rapidez.
Dedo Polvoriento se tomó tiempo para responder. Observaba con atención los arbustos de alrededor, como si jamás hubiera visto algo parecido. Llevaba puesto su abrigo, a pesar de que el día era caluroso, tan caluroso que tenía la frente cubierta de pequeñas perlas brillantes de sudor.
—No, no me llevaron con ellos —dijo al fin girando la cabeza hacia Meggie—. Pero vi cómo se marcharon con tu padre. Salí corriendo tras ellos atravesando la maleza. En un par de ocasiones pensé que iba a romperme la crisma en esa maldita pendiente, pero logré llegar a tiempo abajo, a la puerta, para comprobar que se alejaban en dirección al sur. Naturalmente los reconocí en el acto. Capricornio había enviado a sus mejores hombres. Basta figuraba entre ellos.
Meggie no apartaba los ojos de sus labios como si así pudiera hacerle hablar más deprisa.
—¿Y? ¿Sabes dónde se han llevado a Mo? —su voz temblaba de impaciencia.
—Al pueblo de Capricornio, creo. Pero quería asegurarme, de modo que… —Dedo Polvoriento se despojó del abrigo y lo colgó encima del banco—…corrí tras ellos. Sé que suena ridículo, ir a pie detrás de un coche —adujo cuando Meggie frunció el ceño, incrédula—, pero es que me sentía tan furioso. Todo había sido en vano: haberos prevenido, venir hasta aquí… En cierto momento detuve un coche que me llevó hasta el próximo pueblo. Allí habían repostado gasolina cuatro hombres vestidos de negro y con cara de pocos amigos. No hacía mucho que se habían marchado. Así que… tomé prestado un ciclomotor e intenté perseguirlos. No me mires así, puedes estar tranquila, más tarde lo devolví. No era muy rápido, pero por suerte en estos parajes las carreteras describen muchísimas curvas y un poco más tarde conseguí divisarlos abajo del todo, en el valle, mientras yo me torturaba aún bajando por aquella serpenteante carretera. Entonces tuve la seguridad de que se llevaban a tu padre al cuartel general de Capricornio. No a uno de los escondites más al norte, sino directamente a la cueva del león.
—¿A la cueva del león? —repitió Meggie—. ¿Dónde está eso?
—A unos… trescientos kilómetros al sur de aquí. —Dedo Polvoriento se sentó a su lado en el banco y al mirar al sol parpadeó—. No lejos de la costa. —Echó otro vistazo al libro que seguía sobre el regazo de Meggie—. Capricornio no se alegrará de que sus hombres le lleven el libro equivocado —anunció—. Sólo cabe esperar que no descargue su indignación sobre tu padre.
—Pero ¡Mo no sabía que era el libro equivocado! ¡Elinor lo cambió a escondidas! —allí estaban otra vez las malditas lágrimas. Meggie se limpió los ojos con la manga.
Dedo Polvoriento frunció el ceño y la miró como si no creyera en sus palabras.
—¡Dice que solamente quería mirarlo! Lo tenía en su dormitorio. Mo conocía el escondite en el que ella lo había guardado, y como estaba envuelto en papel de embalar, él no se dio cuenta de que era el libro equivocado. Y los hombres de Capricornio tampoco lo comprobaron.
—Pues claro que no, y además ¿para qué? —La voz de Dedo Polvoriento sonaba despectiva—. Ellos no saben leer. Para ellos todos los libros son iguales, simple papel impreso. Además están acostumbrados a conseguir lo que desean.
La voz de Meggie se tornó estridente debido al miedo.
—¡Tienes que llevarme a ese pueblo! ¡Por favor! —miró suplicante a Dedo Polvoriento—. Yo le explicaré todo a Capricornio. Le entregaré el libro y él dejará libre a Mo. ¿Vale?
Dedo Polvoriento parpadeó.
—Sí, seguro —contestó sin mirar a Meggie—. Esa es la única solución…
Antes de que continuase hablando, la voz de Elinor resonó desde la casa.
—Caramba, ¿pero a quién tenemos aquí? —gritó asomándose por su ventana abierta. La cortina amarillo pálido se hinchaba al viento como si un espíritu se hubiera escondido dentro—. ¡Juraría que es el tragacerillas!
Meggie se levantó de un salto y corrió por encima de la hierba hacia ella.
—¡Elinor, él sabe dónde está Mo! —vociferó.
—¿Ah, sí? —Elinor se apoyó en el antepecho de la ventana y contempló a Dedo Polvoriento con los ojos entornados—. ¡Vuelva a dejar el libro ahí! —exclamó a voz en grito—. Meggie, quítale el libro.
Meggie se volvió, desconcertada. En efecto, Dedo Polvoriento sostenía
Corazón de tinta
en la mano, pero cuando Meggie le miró volvió a depositarlo deprisa en el banco. Después, con una mirada furibunda a Elinor, hizo una seña a la niña para que se acercara.
Meggie regresó vacilante a su lado.
—De acuerdo, te llevaré junto a tu padre, aunque eso acarree cierto peligro para mí —le susurró—. Pero ella… —con la cabeza hizo un gesto disimulado señalando a Elinor—… ella se quedará aquí, ¿entendido?
Meggie miró, insegura, hacia la casa.
—¿Quieres que adivine lo que te ha dicho en voz baja? — gritó Elinor por encima de la hierba.
Dedo Polvoriento lanzó a Meggie una mirada de advertencia, pero la niña no reparó en ella.
—¡Quiere llevarme con Mo! —chilló.
—¡Estupendo, pues que lo haga! —respondió Elinor a voz en grito—. ¡Pero yo os acompañaré! Aunque vosotros dos quizá renunciaríais de buen grado a mi compañía.
—Desde luego que lo haríamos de mil amores —susurró Dedo Polvoriento dedicando una inocente sonrisa a Elinor—. Pero, quién sabe, quizá podamos cambiarla por tu padre. Seguro que Capricornio necesitará otra sirvienta. No sabe cocinar, es cierto, pero a lo mejor sirve para lavar la ropa… aunque eso no se aprenda en los libros.
Meggie no pudo reprimir la risa. Sin embargo, no acertó a vislumbrar en el rostro de Dedo Polvoriento si hablaba en serio o en broma.
¡El hogar! ¡Eso era lo que significaban aquellos reclamos acariciadores, aquellos suaves toques traídos por el aire, aquellas manos gráciles, invisibles, que tiraban y tiraban de él siempre en la misma dirección!
Kenneth Grahame
,
El viento en los sauces
Dedo Polvoriento se dirigió primero a la habitación de Meggie cuando estuvo completamente seguro de que dormía. La niña había cerrado su puerta con llave. Seguro que Elinor la había convencido de que lo hiciese, porque no confiaba en él y porque Meggie se había negado a entregarle Corazón de tinta. Dedo Polvoriento sonrió mientras introducía en la cerradura el delgado alambre. A pesar de haber leído tantos libros, ¡qué tonta era esa mujer! ¿Creía de verdad que una de esas cerraduras de puerta corrientes y molientes constituía un obstáculo para él?