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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (19 page)

—Vaya, vaya, de modo que Dedo Sucio está otra vez jugando con su mejor amigo, ¿eh? —preguntó mientras subía los bajos peldaños.

Dedo Polvoriento bajó la cerilla y se incorporó.

—Aquí tienes —dijo Basta poniendo la lata de gasolina a sus pies—. Otra cosa más para jugar. Haznos fuego. Eso es lo que más te gusta.

Dedo Polvoriento arrojó la cerilla consumida que sostenía entre los dedos y encendió otra.

—¿Y tú? —preguntó en voz baja mientras colocaba la maderita ardiendo delante del rostro de Basta—. A ti todavía sigue dándote miedo, ¿verdad?

De un manotazo, Basta le arrebató la cerilla.

—¡Oh, no deberías hacer eso! —exclamó Dedo Polvoriento—. Trae mala suerte. Ya sabes lo deprisa que se ofende el fuego.

Por un momento, Meggie creyó que Basta iba a pegarle, y es evidente que no fue la única que lo pensó. Los ojos de todos estaban fijos en ambos. Pero algo pareció proteger a Dedo Polvoriento. A lo mejor fue realmente el fuego.

—¡Tienes suerte de que haya acabado de limpiar mi navaja ahora mismo! —silabeó Basta—. Pero otro jueguecito de ésos y te rajaré un par de bonitos dibujos en tu fea cara. Y con tu marta me haré una estola de piel.

Gwin
dejó oír un ronroneo débil, pero amenazador, y se pegó al cuello de Dedo Polvoriento. Éste se agachó, recogió las cerillas quemadas y volvió a guardarlas en la caja.

—Sí, eso seguro que te divertiría —contestó sin mirar a su interlocutor—. ¿Para qué he de encender fuego?

—¿Para qué? Tú obedece y calla. Después nos ocuparemos del alimento. Pero procura que sea grande y voraz, no tan manso como los fuegos con los que te gusta jugar.

Dedo Polvoriento cogió la lata y descendió despacio los escalones. Estaba justo delante de los bidones herrumbrosos, cuando el portón de la iglesia se abrió por segunda vez.

Al oír el crujido de las pesadas puertas de madera, Meggie giró la cabeza y vio a Capricornio aparecer entre las columnas rojas. Al pasar por delante, lanzó una breve ojeada a su efigie, a continuación recorrió a buen paso el pasillo. Llevaba un traje rojo, del mismo color que las paredes de la iglesia, sólo la camisa de debajo y la pluma de su solapa eran negras. Lo seguía al menos media docena de sus hombres, como las cornejas a un papagayo. Sus pasos parecían resonar hasta el techo.

Meggie agarró la mano de su padre.

—Ah, ya están aquí también nuestros invitados —dijo Capricornio cuando se detuvo ante ellos—. ¿Has dormido bien, Lengua de Brujo? — Tenía unos labios extrañamente blandos y abultados, parecidos a los de una mujer. Al hablar se los acariciaba de vez en cuando con el meñique, como si quisiera retocarlos. Eran tan pálidos como el resto de su rostro—. ¿No fui muy amable al mandar que te llevaran a tu pequeña anoche? Al principio pensé esperar hasta hoy para darte una sorpresa, pero luego me dije: Capricornio, en realidad estás en deuda con la niña, pues te ha traído voluntariamente aquello que llevas buscando tanto tiempo.

Sostenía
Corazón de tinta
en la mano. Meggie vio que su padre clavaba los ojos en el libro. Capricornio era alto, pero Mo le sacaba unos centímetros. Era evidente que ese hecho desagradaba a Capricornio, pues se mantenía tieso como una vela, como si quisiese compensar la diferencia de ese modo.

—Deja que Elinor regrese a casa con mi hija —rogó Mo—. Déjalas irse y te leeré en voz alta todo el tiempo que quieras, pero primero deja que se marchen.

Pero ¿qué estaba diciendo? Meggie miró estupefacta a su padre.

—¡No! —exclamó—. ¡No, yo no quiero irme, Mo! —pero nadie le prestó atención.

—¿Dejar que se marchen? —Capricornio se volvió hacia sus hombres—. ¿Habéis oído eso? ¿Y por qué iba a cometer yo semejante estupidez, ahora que están aquí? —Sus secuaces rieron, pero Capricornio volvió a dirigirse a Mo—. Sabes tan bien como yo que de ahora en adelante harás todo lo que te exija —anunció—. Ahora que ella está aquí, seguro que ya no te mostrarás tan obstinado y nos regalarás una demostración de tu arte.

Mo apretó con tanta fuerza la mano de su hija que le hizo daño en los dedos.

—Y por lo que respecta a este libro —Capricornio contempló
Corazón de tinta
con gesto de reprobación como si acabara de morder sus dedos pálidos—, este libro tan desagradable, ridículo e indiscreto, puedo asegurarte que no tengo la menor intención de volver a dejarme encadenar a ese relato. Todos esos seres superfluos, esas hadas revoloteando con sus voces atipladas, ese rebullir, esa peste a piel y a estiércol… En la plaza del mercado tropezabas con los duendes de piernas torcidas, y cuando salías de cacería, los gigantes con sus pies torpes te ahuyentaban las presas. Los árboles susurraban, los estanques murmuraban… ¿acaso había algo que no hablase? Y encima aquellos interminables caminos fangosos hasta la ciudad vecina, si es que podía llamarse ciudad a aquello… la ilustrísima y bien vestida chusma principesca en sus castillos, los campesinos apestosos, tan pobres que no había nada que quitarles, los vagabundos y mendigos, a los que se les caían los piojos del pelo… ¡Qué harto estaba de todos ellos!

Capricornio hizo una señal y uno de sus hombres trajo una enorme caja de cartón. Por la forma de transportarla se notaba que debía de pesar mucho. Con un suspiro de alivio, la depositó sobre las baldosas grises delante de Capricornio. Éste entregó a Cockerell, que estaba a su lado, el libro que Mo le había ocultado durante tanto tiempo, y abrió la caja. Estaba abarrotada de libros.

—La verdad es que me ha costado un gran esfuerzo encontrarlos todos —explicó Capricornio mientras introducía la mano en la caja y sacaba dos ejemplares—. Parecen diferentes pero el contenido es el mismo. Que la historia fuera redactada en diferentes idiomas dificultó la búsqueda… una peculiaridad sumamente inútil de este mundo: tantas lenguas distintas. Era más sencillo en nuestro mundo, ¿no es cierto, Dedo Polvoriento?

El interpelado no contestó. Permanecía con la lata de gasolina en la mano mirando la caja fijamente. Capricornio se aproximó lentamente a él y arrojó los dos libros a uno de los bidones.

—¿Qué hacéis? —Dedo Polvoriento alargó la mano hacia los libros, pero Basta lo apartó de un empujón.

—Ésos se quedan donde están —dijo.

Dedo Polvoriento retrocedió y ocultó la lata a su espalda, pero Basta se la arrancó de las manos.

—Parece como si hoy nuestro escupefuego quisiera ceder a otros la tarea de encender la hoguera —se burló.

Dedo Polvoriento le lanzó una mirada que destilaba odio. Atónito, contempló cómo los hombres de Capricornio arrojaban cada vez más libros a los bidones. Más de dos docenas de ejemplares de
Corazón de tinta
cayeron sobre la leña apilada, con las páginas dobladas, las pastas descuajeringadas como alas rotas.

—¿Sabes lo que en nuestro viejo mundo me enloquecía siempre, Dedo Polvoriento? —preguntó Capricornio mientras arrebataba la lata de gasolina de las manos de Basta—. El trabajo que costaba encender fuego. A ti no, claro, tú hasta podías hablar con él, seguro que te enseñó a hacerlo alguno de esos duendes gruñidores, pero para la gente como nosotros era una labor ardua: la madera siempre estaba húmeda o el viento revocaba el humo en la chimenea. Ya sé que te devora la nostalgia de los buenos viejos tiempos y que añoras a todos esos amigos tuyos alados de voz atiplada, pero yo no derramaré una sola lágrima por todo eso. Este mundo está infinitamente mejor organizado que aquel con el que tuvimos que contentarnos años y años.

Dedo Polvoriento no parecía escuchar las palabras de Capricornio. Clavaba sus ojos en la gasolina maloliente que derramaban sobre los libros. Las páginas la absorbían con avidez, como si diesen la bienvenida a su propio fin.

—¿De dónde han salido todos esos ejemplares? —balbució—. Siempre me dijiste que sólo quedaba uno, el de Lengua de Brujo.

—Sí, sí, algo te conté al respecto. —Capricornio introdujo una mano en el bolsillo de su pantalón—. Eres un muchacho tan crédulo, Dedo Polvoriento. Contarte mentiras me divierte. Tu ingenuidad siempre me ha dejado estupefacto, pues al fin y al cabo tú mientes con sorprendente habilidad. Y es que simplemente te complace creer lo que te viene en gana, eso es. Bueno, pues ahora puedes creerme: estos de aquí —dijo golpeando suavemente con el dedo el montón de libros empapados en gasolina— son los últimos ejemplares de nuestra patria, negra como la tinta. Basta y todos los demás han precisado años para descubrirlos en sórdidas bibliotecas de préstamo y librerías de viejo.

Dedo Polvoriento clavaba sus ojos en los libros como un muerto de sed en el último vaso de agua.

—¡No puedes quemarlos! —balbució—. Me prometiste que me llevarías de vuelta si conseguía el libro de Lengua de Brujo. Por eso te revelé su paradero, por eso te traje a su hija…

Capricornio se limitó a encogerse de hombros y arrebató a Cockerell el libro de pastas de color verde pálido que Meggie y Elinor le habían traído tan solícitas, el libro por el cual había mandado traer a Mo hasta esos parajes y por el que Dedo Polvoriento los había traicionado.

—Te habría prometido la luna si me hubiera sido útil —dijo Capricornio mientras arrojaba
Corazón de tinta
sobre el montón de sus congéneres con expresión aburrida—. Me encanta hacer promesas, sobre todo las que no puedo cumplir.

Acto seguido sacó un mechero del bolsillo del pantalón. Dedo Polvoriento intentó abalanzarse sobre él, quitárselo de golpe, pero Capricornio hizo una seña a Nariz Chata.

Nariz Chata era tan alto y tan corpulento que, a su lado, Dedo Polvoriento casi parecía un niño, y justo así lo agarró, como a un niño travieso.
Gwin
saltó del hombro de Dedo Polvoriento con la piel erizada, uno de los hombres de Capricornio intentó darle una patada cuando pasó rauda entre sus piernas, pero la marta escapó desapareciendo detrás de una de las columnas rojas. Los hombres se quedaron allí, riéndose de los desesperados intentos de Dedo Polvoriento por liberarse de la mano de Nariz Chata que lo atenazaba. A Nariz Chata le divertía mucho permitir que se acercara a los libros empapados en gasolina lo justo para acariciar los de arriba con los dedos.

Tamaña maldad sacaba de quicio a Meggie y Mo dio un paso adelante, como si pretendiera acudir en ayuda de Dedo Polvoriento, pero Basta se interpuso en su camino, empuñando la navaja. Su hoja era fina y reluciente y parecía muy afilada cuando se la puso a Mo en el cuello.

Elinor soltó un grito y cubrió a Basta con un torrente de insultos que Meggie no había oído jamás. La niña era incapaz de moverse. Se limitaba a permanecer quieta, mirando fijamente la hoja junto al cuello desnudo de su padre.

—¡Dame uno, Capricornio, sólo uno! —balbuceó su padre, y entonces Meggie comprendió que él no había querido ayudar a Dedo Polvoriento, sino que lo que le interesaba era el libro—. Te prometo que mis labios no pronunciarán una sola frase en la que aparezca tu nombre.

—¿A ti? ¿Estás loco? Tú eres el último a quien se lo daría —respondió Capricornio—. A lo mejor un buen día no puedes refrenar tu lengua y vuelvo a aterrizar en ese ridículo relato. No, gracias.

—¡Qué disparate! —exclamó Mo—. Yo no podría devolverte a tu mundo con la lectura aunque quisiera, ¿cuántas veces más he de repetírtelo? Pregunta a Dedo Polvoriento, se lo he explicado mil veces. ¡Ni yo mismo entiendo cómo y cuándo sucede, créeme!

Capricornio se limitó a sonreír.

—Lo siento, Lengua de Brujo, por principio no creo a nadie, deberías saberlo. Todos nosotros mentimos cuando nos beneficia.

Y tras estas palabras hizo brotar la llama del mechero y lo acercó a uno de los libros. Las páginas se habían vuelto casi transparentes debido a la gasolina, parecían pergamino, y se incendiaron en el acto. Incluso las tapas, fuertes y forradas de tela, ardieron enseguida. La tela se tiñó de negro bajo el beso de las llamas.

Cuando se incendió el tercer libro, Dedo Polvoriento le pegó una patada tan fuerte en la rótula a Nariz Chata que éste lo soltó con un alarido de dolor. Raudo como su marta, Dedo Polvoriento se escabulló de sus brazos poderosos y se acercó a los bidones dando traspiés. Hundió la mano entre las llamas sin vacilar, pero el libro que extrajo ardía como una tea. Dedo Polvoriento lo dejó caer al suelo y volvió a introducir la mano en el fuego, esta vez la otra, pero Nariz Chata había vuelto a agarrarle por el cuello y lo sacudió con tal brutalidad que casi le cortó la respiración.

—¡Fijaos en este loco! —se burló Basta mientras Dedo Polvoriento se miraba fijamente las manos con la cara desfigurada por el dolor—. ¿Puede explicarme alguien aquí de qué siente tanta nostalgia? ¿Quizá de esas mujerzuelas feas y musgosas que te adoraban cuando jugueteabas con tus pelotas en la plaza del mercado? ¿O de los agujeros mugrientos en los que te alojabas con los demás vagabundos? Demonios, eran unos lugares más hediondos que la mochila donde lleva a esa marta apestosa.

Los hombres de Capricornio rieron mientras los libros se convertían poco a poco en ceniza. En la iglesia vacía el olor a gasolina era tan intenso que Meggie tosió. Mo le pasó el brazo alrededor de los hombros con gesto protector, como si Basta no le hubiese amenazado a él, sino a ella. Pero ¿quién lo protegería a él?

Elinor observaba su cuello, preocupada, temerosa de que el cuchillo de Basta hubiera dejado alguna huella sangrienta en él.

—¡Estos individuos están locos de remate! —cuchicheó—. Seguro que conoces el dicho: donde se queman libros, pronto arderán también las personas. ¿Y si los siguientes en ir a parar a uno de esos montones de leña somos nosotros?

Basta la miró como si hubiera escuchado sus palabras. Tras lanzarle una mirada burlona, besó la hoja de su navaja. Elinor enmudeció como si se hubiera tragado la lengua.

Capricornio se sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo blanco como la nieve y se limpió con él las manos con exquisito cuidado, como si quisiera eliminar de sus dedos incluso el recuerdo de
Corazón de tinta.

—Bien, esto ha quedado definitivamente zanjado —sentenció con una postrera mirada a la ceniza humeante.

Luego subió hasta el sillón que había sustituido al altar con aire satisfecho y con un profundo suspiro se acomodó en la tapicería de color rojo pálido.

—Dedo Polvoriento, que Mortola te cure las manos en la cocina —ordenó con voz de tedio—. Sin tus manos la verdad es que no sirves para nada.

Dedo Polvoriento dirigió una prolongada mirada a Mo antes de obedecer la orden. Pasó ante los hombres de Capricornio con paso inseguro y la cabeza gacha. El camino hasta la enorme puerta parecía no tener fin. Cuando Dedo Polvoriento la abrió, la deslumbradora luz del sol penetró en el interior de la iglesia durante unos breves instantes. Después, las puertas se cerraron a sus espaldas, y Meggie, Mo y Elinor se quedaron solos con Capricornio y sus hombres… y el olor a gasolina y a papel quemado.

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