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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (2 page)

Un presentimiento, pegajoso por el miedo, se instaló en su corazón: con ese desconocido cuyo nombre sonaba tan extraño y sin embargo tan familiar, había irrumpido en su vida algo amenazador. Y deseó —con tal vehemencia que ella misma se asustó— no haber ido a buscar a Mo y que Dedo Polvoriento se hubiera quedado fuera hasta que se lo hubiese llevado la lluvia.

Cuando la puerta del taller se abrió de nuevo, la niña se estremeció, sobresaltada.

—¿Pero aún sigues aquí? —preguntó su padre—. Vete a la cama, Meggie, enseguida.

Su padre mostraba esa arruguita encima de la nariz que sólo aparecía cuando algo le preocupaba de verdad, y la miró con aire ausente, como si sus pensamientos vagaran muy lejos de allí. Un presentimiento creció en el corazón de Meggie y desplegó sus alas negras.

—¡Dile que se vaya, Mo! —exclamó mientras él la conducía hacia su habitación—. ¡Por favor, dile que se vaya! Me resulta insoportable.

Su padre se apoyó en la puerta abierta.

—Mañana, cuando te levantes, se habrá ido. Palabra de honor.

—¿Palabra de honor? ¿Sin cruzar los dedos? —Meggie lo miró fijamente a los ojos. Ella siempre se daba cuenta de cuando su padre le mentía, por mucho que él se esforzara en disimularlo.

—Sin cruzar los dedos —respondió él levantando ambas manos como prueba.

A continuación salió y cerró la puerta, a pesar de saber que a ella no le gustaba. Meggie pegó la oreja a la puerta y aguzó el oído. Oyó el tintineo de la vajilla. Vaya, a Barba de Zorro le estaban dando un té para que entrase en calor. «Espero que coja una pulmonía», pensó Meggie. Aunque no tenía por qué morirse de ella, como la madre de su profesora de inglés. Meggie oyó silbar la tetera en la cocina y a Mo regresando al taller con una bandeja repleta de vajilla tintineante.

Después de haberse cerrado la puerta, la niña aguardó unos segundos por precaución, aunque le costó lo suyo. Luego volvió a deslizarse sigilosamente hasta el pasillo.

En la puerta del taller de Mo colgaba un letrero, una delgada placa de hojalata. Meggie se sabía de memoria las palabras que figuraban en él. A los cinco años se había ejercitado en la lectura con aquellas letras puntiagudas pasadas de moda:

Algunos libros han de ser paladeados,

otros se engullen,

y sólo unos pocos se mastican

y se digieren por completo.

Por entonces, cuando aún tenía que encaramarse a un cajón para descifrar el letrero, había creído que lo de masticar se decía en sentido literal, y se había preguntado, horrorizada, por qué precisamente Mo había colgado en su puerta las palabras de un profanador de libros.

Ahora, con el paso del tiempo, sabía lo que quería decir, pero esa noche las palabras escritas no le interesaban. Quería entender las palabras habladas, susurradas, pronunciadas en voz baja, casi inaudibles, que los dos hombres cruzaban detrás de la puerta.

—¡No lo subestimes! —oyó decir a Dedo Polvoriento.

Qué distinta sonaba su voz a la de Mo. Ninguna voz sonaba como la de su padre. Con ella Mo era capaz de pintar cuadros en el aire.

—¡Él haría cualquier cosa por conseguirlo! —ése era de nuevo Dedo Polvoriento—. Y cualquier cosa, créeme, significa cualquier cosa.

—Jamás se lo daré —ésa era la voz de su padre.

—¡Pero él lo conseguirá de un modo u otro! Te lo repito: te siguen la pista.

—No sería la primera vez. Hasta ahora siempre he conseguido quitármelos de encima.

—¿Ah, sí? ¿Y cuánto tiempo crees que podrás todavía? ¿Qué será de tu hija? ¿O acaso pretendes convencerme de que le gusta trasladarse continuamente de la ceca a la meca? Créeme, sé de lo que estoy hablando.

Detrás de la puerta se hizo tal silencio que Meggie casi no se atrevía a respirar por miedo a que ambos hombres la oyeran.

Su padre comenzó a hablar de nuevo, aunque con cierta vacilación, como si le costase articular las palabras.

—¿Y qué… qué debo hacer en tu opinión?

—Acompañarme. ¡Yo te llevaré con ellos! —Una taza tintineó. Una cucharilla golpeó contra la porcelana. Cómo se engrandecen los sonidos en medio del silencio—. Ya sabes que Capricornio tiene en alta estima tu talento. ¡Seguro que se alegrará si se lo ofreces tú mismo! El nuevo que ha entrado a sustituirte es un chapucero terrible.

Capricornio. Otro de esos nombres extraños. Dedo Polvoriento lo había soltado como si el sonido fuese capaz de partirle la lengua a mordiscos. Meggie movió los helados dedos de sus pies. El frío le llegaba ya a la nariz y no entendía mucho de lo que hablaban los dos hombres, pero intentaba grabar en su memoria cada palabra.

En el taller reinaba de nuevo el silencio.

—No sé… —dijo su padre al fin. Su voz sonaba tan cansada que a Meggie se le encogió el corazón—. Necesito reflexionar. ¿Cuándo estimas que llegarán aquí sus hombres?

—¡Pronto!

La palabra cayó en el silencio como una piedra.

—Pronto —repitió Mo—. Bien. Siendo así me decidiré de aquí a mañana. ¿Tienes un lugar donde dormir?

—Oh, eso siempre se encuentra —respondió Dedo Polvoriento—. Con el paso del tiempo he aprendido a apañármelas muy bien, a pesar de que todavía me resulta todo demasiado vertiginoso —su risa no sonó alegre—. No obstante, me gustaría conocer tu decisión. ¿Te parece bien que vuelva mañana? ¿A eso del mediodía?

—De acuerdo. Recojo a Meggie a la una y media en el colegio. Ven después.

Meggie oyó cómo corrían una silla. Regresó a su cuarto a toda prisa. Cuando se abrió la puerta del taller, estaba cerrando la suya tras de sí. Acostada y con la manta estirada hasta la barbilla, aguzó los oídos para oír a su padre despidiéndose de Dedo Polvoriento.

—Bueno, gracias de nuevo por la advertencia —le oyó decir.

Después, los pasos de Dedo Polvoriento se alejaron, lentos, vacilantes, como si le costara marcharse, como si aún no hubiese dicho todo lo que deseaba decir.

Pero al final se marchó. La lluvia seguía tamborileando con sus dedos mojados contra la ventana de Meggie.

Cuando Mo abrió la puerta de su habitación, cerró rápidamente los ojos e intentó respirar despacio, como si estuviese sumida en el más profundo e inocente sueño.

Pero su padre no era tonto. A veces, desde luego, era francamente listo.

—Meggie, saca un pie fuera de la cama —le dijo.

De mala gana asomó por debajo de la manta los dedos de un pie, todavía fríos, y los puso en la mano caliente de Mo.

—Lo sabía —dijo él—. Has estado espiando. ¿Es que no puedes obedecerme ni siquiera una sola vez?

Con un suspiro volvió a deslizar el pie bajo la manta, deliciosamente cálida. Acto seguido Mo se sentó en la cama a su lado, se pasó las manos por el rostro fatigado y miró por la ventana. Su pelo era oscuro como piel de topo. El cabello de Meggie era rubio como el de su madre, a la que sólo conocía por unas cuantas fotos descoloridas.

—Alégrate de parecerte a ella más que a mí —decía siempre su padre—. Mi cabeza no quedaría nada bien sobre un cuello de niña.

A Meggie, sin embargo, le habría gustado asemejarse más a él. No había ninguna cara en el mundo que ella amase más.

—De todas formas no he entendido nada de lo que habéis hablado —murmuró.

—Bien.

Mo no apartaba la vista de la ventana, como si Dedo Polvoriento continuara en el patio. Después se levantó y se aproximó a la puerta.

—Intenta dormir un poco —le aconsejó.

Pero a Meggie no le apetecía dormir.

—¡Dedo Polvoriento! ¿Pero qué nombre es ése? —inquirió—. ¿Y por qué te llama Lengua de Brujo?

Mo no respondió.

—Y luego está ese que te anda buscando… lo escuché cuando lo dijo Dedo Polvoriento… Capricornio. ¿Quién es?

—Nadie que debas conocer —repuso su padre sin volverse—. Creía que no habías entendido ni una palabra. Hasta mañana, Meggie.

Esta vez dejó la puerta abierta. La luz del pasillo caía sobre su cama, mezclándose con la negrura de la noche que se filtraba por la ventana, y Meggie se quedó allí tumbada, esperando a que la oscuridad desapareciera de una vez y se llevase consigo la sensación de alguna desgracia inminente.

Sólo mucho más adelante comprendió que la desgracia no había nacido aquella noche. Tan sólo había regresado a hurtadillas.

SECRETOS

—¿Qué hacen esos niños sin libros de cuentos? —preguntó Neftalí.

Y Reb Zebulun replicó:

—Tienen que apañarse. Los cuentos no son como el pan. Se puede vivir sin ellos.

—Yo no podría vivir sin ellos —dijo Neftalí.

Isaac B. Singer
,
Neftalí, el narrador, y su caballo Sus

Al amanecer, Meggie se despertó sobresaltada. La noche palidecía sobre los campos, como si la lluvia hubiera desteñido el borde de su vestido. En el despertador faltaba poco para las cinco, y Meggie se disponía a darse media vuelta y seguir durmiendo, cuando de repente sintió que había alguien en la habitación. Se incorporó asustada y vio a Mo parado ante su armario ropero abierto.

—Buenos días —saludó mientras depositaba en una maleta su jersey preferido—. Lo siento, ya sé que es muy temprano, pero hemos de salir de viaje. ¿Te apetece un cacao para desayunar?

Meggie asintió, borracha de sueño. En el exterior, los pájaros trinaban con brío, como si llevasen horas despiertos.

Mo guardó dos de sus pantalones en la maleta, la cerró y la transportó hasta la puerta.

—Ponte algo abrigado —le advirtió—. Fuera hace frío.

—¿Adónde vamos? —preguntó Meggie, pero él ya había desaparecido.

Aturdida, echó una mirada hacia el exterior. Casi esperaba ver allí a Dedo Polvoriento, pero en el patio sólo brincaba un mirlo sobre las piedras húmedas por la lluvia. Meggie se puso unos pantalones y se encaminó a la cocina andando a trompicones. En el pasillo había dos maletas, una bolsa de viaje y la caja con las herramientas de Mo.

Su padre estaba sentado a la mesa de la cocina preparando bocadillos. Provisiones para el viaje. Cuando ella entró, alzó la vista unos instantes y le dedicó una sonrisa, pero Meggie percibió su preocupación.

—¡No podemos irnos de viaje, Mo! —le dijo—. ¡Las vacaciones no empiezan hasta dentro de una semana!

—¿Y qué? Al fin y al cabo no es la primera vez que tengo que marcharme por un encargo sin que haya acabado el colegio.

En eso tenía razón. Sucedía incluso con frecuencia: cada vez que algún librero de libros antiguos, un bibliófilo o una biblioteca necesitaba un encuadernador, Mo recibía el encargo de liberar de moho y polvo a un par de valiosos libros antiguos o cortarles un traje nuevo. A Meggie le parecía que el calificativo de «encuadernador» no le hacía justicia al trabajo que realizaba su padre, por eso hacía unos años le había confeccionado un rótulo para su taller en el que se leía: «Mortimer Folchart, médico de libros». Y ese médico de libros jamás acudía a visitar a sus pacientes sin su hija. Así había sido siempre en el pasado y así seguiría siendo en el futuro, dijeran lo que dijesen al respecto los profesores de Meggie.

—¿Qué hay de la varicela? ¿He utilizado esa justificación alguna vez?

—La última. Cuando tuvimos que ir a casa de ese tipo horrible de las Biblias. — Meggie escrutó el rostro de su progenitor—. Mo, ¿tenemos que irnos por… por lo de anoche?

Durante un instante pensó que él iba a contarle todo lo necesario. Pero su padre negó con la cabeza.

—¡Qué disparate, no! —repuso metiendo en una bolsa de plástico los bocadillos que acababa de preparar—. Tu madre tenía una tía. La tía Elinor. Estuvimos una vez en su casa, siendo tú muy pequeña. Ella desea desde hace tiempo que arregle sus libros. Vive junto a uno de los lagos de Lombardía, siempre olvido su nombre, pero es un sitio precioso, y dista a lo sumo seis o siete horas de viaje de aquí —no la miró mientras hablaba.

¿Por qué tiene que ocurrir precisamente ahora?, deseaba preguntar Meggie. Pero se calló. Tampoco preguntó si había olvidado su cita de la tarde. Le atemorizaban demasiado las respuestas… y que su padre volviera a mentirle.

—¿Es igual de rara que los demás? —se limitó a preguntar.

Mo ya la había llevado a visitar a algunos parientes. Su familia y la de la madre de Meggie eran muy nutridas y estaban dispersas por media Europa, al menos así le parecía a Meggie.

Mo sonrió.

—Un poquito rara sí que es, pero te entenderás con ella. Posee libros que son una maravilla.

—¿Cuánto tiempo estaremos fuera?

—Puede que bastante.

Meggie dio un sorbo al cacao. Estaba tan caliente que se quemó los labios. Presionó con presteza un cuchillo frío contra su boca.

Su padre apartó la silla.

—Aún tengo que empaquetar un par de cosas en el taller —le informó—. Pero no tardaré mucho. Seguro que estás muerta de sueño, pero ya dormirás luego, en el autobús.

Meggie se limitó a asentir con una inclinación de cabeza y atisbo por la ventana de la cocina. Era una mañana gris. La niebla estaba suspendida sobre los campos que se extendían hasta las colinas cercanas, y a Meggie le pareció que las sombras de la noche se habían escondido entre los árboles.

—¡Guarda las provisiones y llévate lectura en abundancia! —le gritó Mo desde el pasillo.

Como si ella no lo hiciera siempre. Años atrás él le había construido una caja para guardar sus libros favoritos durante todos sus viajes, cortos y largos, lejanos y cercanos.

—Es agradable disponer de tus libros en lugares extraños —acostumbraba a decir su padre. Él mismo se llevaba siempre media docena como mínimo.

Mo había lacado la caja en color rojo amapola, la flor preferida de Meggie, cuyos pétalos se secaban de maravilla entre las páginas de un libro y cuyo pistilo estampaba el dibujo de una estrella en la piel. En la tapa, Mo había escrito con unas espléndidas letras entrelazadas «Caja del tesoro de Meggie» y la había forrado por dentro con un brillante tafetán negro. Sin embargo, casi no se veía porque los libros favoritos de Meggie eran muchos. Y siempre se añadía alguno más, durante un nuevo viaje, en cualquier otro lugar.

—Si te llevas un libro a un viaje —le había dicho Mo cuando introdujo el primero en la caja—sucede algo muy extraño: el libro empezará a atesorar tus recuerdos. Más tarde, te bastará con abrirlo para trasladarte al lugar donde lo leíste por vez primera. Y con las primeras palabras recordarás todo: las imágenes, los olores, el helado que te comiste mientras leías… Créeme, los libros son como esas tiras de papel matamoscas. A nada se pegan tan bien los recuerdos como a las páginas impresas.

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