—Una palabra al respecto a cualquiera de los presentes o en otro lugar —le susurró la Urraca—y yo misma te prepararé tu próxima comida. Un poco de extracto de acónito, un par de puntas de tejo o quizás algunas semillas de cicuta en la salsa, ¿qué tal te sabría? Créeme, esa comida no te sentaría bien. Y ahora, empieza a leer.
Meggie clavó los ojos en el libro que tenía en el regazo. Cuando Capricornio lo cogió en la iglesia, no había podido distinguir la imagen de la sobrecubierta, que en ese momento contemplaba de cerca. El fondo era un paisaje que se asemejaba a una reproducción algo ajena a las colinas reales que rodeaban el pueblo de Capricornio. En primer plano se veía un corazón, un corazón negro rodeado de llamas rojas.
—¡Ábrelo de una vez! —le rugió la Urraca.
Meggie obedeció… y lo abrió por la página que comenzaba con la N en la que se acurrucaba la marta con cuernos. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde su estancia en la biblioteca de Elinor donde contempló por primera vez esa misma página? ¿Una eternidad? ¿Toda una vida?
—¡No es ahí! Sigue pasando las hojas —le ordenó la Urraca—, hasta llegar a la que tiene la esquina doblada.
Meggie obedeció sin rechistar. La página no contenía ilustración alguna, ni tampoco la contigua. Sin pensar, alisó con la uña del pulgar la esquina doblada. Su padre odiaba las páginas dobladas de los libros.
—¿Pero qué haces? ¿Pretendes acaso que no vuelva a encontrar el sitio? —se burló la Urraca—. Comienza por el segundo párrafo, pero no se te ocurra leer en voz alta. No me apetece ver aparecer de improviso a la Sombra en mi habitación.
—¿Y hasta dónde? ¿Hasta dónde tengo que leer esta noche?
—¡Y yo qué sé! —La Urraca se inclinó hacia delante para frotarse la pierna izquierda—. ¿Cuánto tiempo precisas habitualmente para traer a tus hadas y a tus soldaditos de plomo o lo que sea?
Meggie agachó la cabeza. Pobre Campanilla.
—Es imposible decirlo —murmuró—. Varía mucho. A veces acontece deprisa; otras, al cabo de muchas páginas o incluso nunca.
—Bien, en ese caso léete el capítulo entero, creo que con eso bastará. Y no quiero volver a oír la palabra «nunca». —La Urraca se frotó la otra pierna, llevaba las dos vendadas, según dejaban traslucir sus medias oscuras—. ¿Qué estás mirando? —dijo con tono grosero a Meggie—. ¿Puedes leerme algo contra esto? Pequeña bruja, ¿conoces por casualidad alguna historia que contenga una receta contra la vejez y la muerte?
—No —susurró Meggie.
—Pues deja de mirarme como un pasmarote y concéntrate en el libro. Fíjate en las palabras, una a una. Esta noche no quiero escuchar ni un solo tartamudeo, ni un balbuceo, ni la menor equivocación, ¿entendido? Esta vez Capricornio ha de obtener exactamente lo que desea. De eso me encargo yo.
Meggie dejó resbalar sus ojos por las letras. No entendía ni una palabra de lo que leía, sólo podía pensar en Mo y en los disparos nocturnos. Pero simuló que continuaba leyendo, mientras Mortola no le quitaba ojo de encima. Por fin, levantó la cabeza y cerró el libro.
—Terminé —dijo.
—¿Tan deprisa? —la Urraca la miró, incrédula.
Meggie no contestó. Vio a Basta apoyado en el sillón de Mortola con cara de aburrimiento.
—No pienso leer esta noche —afirmó la niña—. Anoche habéis matado a tiros a mi padre. Basta me lo ha dicho. No estoy dispuesta a leer ni una palabra.
La Urraca se volvió hacia Basta.
—¿Qué significa esto? —le preguntó irritada—. ¿Acaso crees que la pequeña leerá mejor si le rompes su estúpido corazón? Dile que errasteis el tiro, vamos, díselo ya.
Basta bajó la mirada, como un chico al que su madre ha pillado en falta.
—Ya se lo he dicho —gruñó—. Cockerell tiene mala puntería. Su padre no ha sufrido el menor daño.
Meggie, aliviada, cerró los ojos. Se sentía contenta y a las mil maravillas. Todo estaba bien, o lo estaría pronto.
La felicidad la volvió temeraria.
—Hay algo más —dijo.
¿Por qué tener miedo? La necesitaban. Sólo ella podía traerles con su lectura a esa Sombra, nadie más… salvo Mo, y aún no lo habían capturado. Ni lo capturarían jamás.
—¿Qué más? —La Urraca se acarició el pelo recogido en un severo moño.
¿Qué aspecto habría tenido antes, cuando contaba los mismos años de Meggie? ¿Serían entonces sus labios igual de finos?
—Sólo leeré si puedo ver otra vez a Dedo Polvoriento. Antes de que… —se interrumpió en medio de la frase.
—¿Para qué?
«Porque quiero decirle que intentaré salvarle —pensó Meggie—, y porque creo que mi madre está con él.» Pero, como es natural, silenció estos pensamientos.
—Deseo decirle que lo siento mucho —respondió en cambio—. Al fin y al cabo, nos ayudó.
Mortola torció la boca en una mueca burlona.
—¡Qué conmovedor! —exclamó.
«Sólo quiero verla de cerca una vez —pensaba Meggie—. A lo mejor no es ella. A lo mejor…»
—¿Y qué pasará si me niego? —la Urraca la observó como un gato que juega con un ratón joven e inexperto.
Pero Meggie esperaba esa pregunta.
—Entonces me morderé la lengua —respondió—. Me morderé tan fuerte que se me hinchará y no podré leer esta noche.
La Urraca se reclinó en su sillón y se echó a reír.
—¿Has oído eso, Basta? La pequeña no tiene un pelo de tonta.
Basta se limitó a asentir con un gesto.
Mortola observaba a Meggie casi con simpatía.
—Voy a decirte una cosa: satisfaré tu ridículo deseo. Pero, por lo que respecta a tu lectura de esta noche, querría que contemplases mis fotos.
Meggie miró a su alrededor.
—Obsérvalas con atención. ¿Ves todos esos rostros? Cada uno de ellos fue un enemigo de Capricornio, y de ninguno se ha vuelto a oír nada. Las casas que ves en las fotos tampoco existen ya, ni una sola de ellas, todas fueron devoradas por el fuego. Recuerda las fotos esta noche mientras lees, pequeña bruja. Como empieces a tartamudear o se te ocurra la majadería de mantener la boca cerrada, tu rostro figurará muy pronto en un marco de oro tan bonito como éstos. Pero si cumples bien tu cometido, te permitiremos regresar junto a tu padre. ¿Por qué no? Lee como un ángel esta noche y volverás a verle. Me han dicho que su voz transforma cada palabra en terciopelo y seda, en carne y sangre. Así leerás también tú, sin temblar ni balbucear como ese mentecato de Darius. ¿Me has comprendido?
Meggie la miró.
—Sí —repuso en voz baja, aunque sabía perfectamente que la Urraca mentía.
Ellos jamás la dejarían regresar junto a Mo. Él tendría que venir a buscarla.
—Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las leyendas. Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después. Y la gente dirá: «¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!». Y dirán: «Sí, es una de mis historias favoritas…».
J. R. R. Tolkien
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El Señor de los Anillos
Basta no cesaba de mascullar maldiciones mientras conducía a Meggie hasta la iglesia.
—Morderse la lengua. ¿Desde cuándo la vieja se traga ese anzuelo? ¿Y quién tiene que llevar a la mocosa a la cripta? Basta, claro, ¿quién si no? Pero ¿qué soy aquí en realidad? ¿La única criada masculina?
—¿Cripta? —Meggie se figuraba que los prisioneros seguían metidos en las redes, pero cuando entraron en la iglesia no se veía ni rastro de ellos y Basta la empujó con impaciencia por entre las columnas.
—¡Sí, la cripta! —le bufó Basta—. El depósito de los muertos y de los que están a punto de serlo. Por ahí se baja. Camina, que hoy tengo cosas más importantes que hacer que jugar a ser la niñera de la señorita Lengua de Brujo.
La escalera que le indicaba descendía, empinada, hacia la oscuridad. Los peldaños, desgastados por el uso, eran de altura tan irregular que Meggie tropezaba a cada paso. Abajo estaba tan oscuro que al principio no notó que la escalera se había terminado y tanteó con el pie buscando el próximo peldaño hasta que Basta la empujó con rudeza hacia delante.
—¿A qué viene esto? —le oyó maldecir—. ¿Por qué volverá a estar apagada la maldita linterna? —Basta encendió una cerilla y su rostro surgió de las tinieblas.
—Tienes visita, Dedo Polvoriento —anunció burlón mientras encendía la linterna—. La hijita de Lengua de Brujo quiere despedirse de ti. Su padre te trajo a este mundo y su hija quiere velar para que vuelvas a abandonarlo esta noche. Yo no habría permitido su visita, pero la vejez está ablandando a la Urraca. La pequeña parece sentir auténtico cariño por ti. ¿Será por tu cara bonita? —La espantosa risa de Basta resonó entre las húmedas paredes.
Meggie se acercó a la reja tras la que se encontraba Dedo Polvoriento. Después de dedicarle una mirada fugaz, atisbó por encima de su hombro. La criada de Capricornio estaba sentada sobre un sarcófago de piedra. La linterna que había encendido Basta difundía una luz mezquina, pero bastaba para distinguir su rostro. Era el mismo de la foto de Mo, aunque el pelo que lo rodeaba se había oscurecido y no se vislumbraba el menor asomo de sonrisa.
Cuando Meggie se acercó a la reja, su madre alzó la cabeza y la miró de hito en hito, como si fuera la única persona del mundo.
—¿Que Mortola la ha dejado venir? —se sorprendió Dedo Polvoriento—. Resulta difícil de creer.
—La cría amenazó con morderse la lengua. —Basta continuaba junto a la escalera, jugueteando con la pata de conejo que llevaba colgada del cuello como amuleto.
—Deseaba disculparme —Meggie dirigía sus palabras a Dedo Polvoriento, pero no dejaba de mirar a su madre, que seguía sentada encima del sarcófago.
—¿Por qué? —inquirió Dedo Polvoriento esbozando su extraña sonrisa.
—Por lo que sucederá esta noche. Por leer.
¿Cómo podría contarles a los dos el plan de Fenoglio? ¿Cómo?
—Bueno, ya te has disculpado —exclamó Basta con impaciencia—. Vámonos o el aire de aquí abajo enronquecerá tu vocecita.
Pero Meggie, en lugar de darse la vuelta, se aferró a los barrotes de la reja con toda su fuerza.
—No —insistió—, quiero quedarme un poco más. —A lo mejor se le ocurría alguna idea, un par de frases poco sospechosas…—. Con la lectura he traído algo más —informó a Dedo Polvoriento—. Un soldadito de plomo.
—Ajá. —Dedo Polvoriento volvió a sonreír, aunque en esta ocasión su sonrisa no era enigmática ni arrogante—. En ese caso, esta noche todo saldrá bien, ¿no crees?
La miró pensativo y Meggie intentó decirle con los ojos: «Os salvaremos. Todo saldrá distinto a lo que espera Capricornio. ¡Créeme!».
Dedo Polvoriento seguía observándola, intentando comprender. Enarcó las cejas, inquisitivo. Después miró a Basta.
—Eh, Basta, ¿qué tal el hada? —preguntó—. ¿Vive todavía o la ha matado tu compañía?
Meggie observó que su madre se encaminaba hacia ella, vacilante, como si anduviera sobre cristales rotos.
—¡Todavía vive! —contestó Basta enfurruñado—. Anda por ahí tintineando, y no hay manera de pegar ojo. Si esto sigue así, le diré a Nariz Chata que le retuerza el pescuezo, como suele hacer con las palomas que se cagan en su coche.
Meggie vio a su madre sacar un trozo de papel del bolsillo de su vestido y deslizado a hurtadillas en la mano de Dedo Polvoriento.
—Eso os acarrearía a ambos diez años de desgracias como mínimo —replicó Dedo Polvoriento—. Créeme. Ya sabes, soy un experto en hadas. Eh, fíjate, hay algo detrás de ti…
Basta se volvió asustado, como si le hubieran mordido en la nuca.
Rápida como el rayo, la mano de Dedo Polvoriento se introdujo por las rejas y entregó la nota a Meggie.
—¡Maldita sea tu estampa! —juró Basta—. No vuelvas a intentarlo, ¿entendido? — Se volvió justo cuando los dedos de Meggie se cerraban en torno al papel—. ¡Una nota, qué casualidad!
Meggie intentó en vano mantener el puño cerrado, pero Basta abrió sus dedos sin esfuerzo. Luego, contempló las diminutas letras escritas por su madre.
—¡Vamos, lee! —gruñó sosteniendo la nota delante de sus ojos. Meggie negó con la cabeza—. ¡Que leas! —La voz de Basta adoptó un tono más grave y amenazador—. ¿O quieres que te raje en la cara un dibujo tan bonito como el de tu amigo?
—Léela, Meggie —le recomendó Dedo Polvoriento—. De todos modos, el bastardo sabe lo loco que estoy por echar un buen trago.
—¿Vino? —Basta se echó a reír—. ¿Que la cría tiene que traerte vino? ¿Y cómo piensa hacerlo?
Meggie miró la nota. Grabó cada palabra en su mente hasta aprendérselas de memoria: «Nueve años es mucho tiempo. He celebrado todos tus cumpleaños. Eres aun más bella de lo que imaginaba».
Oyó la risa de Basta.
—Sí, es muy propio de ti, Dedo Polvoriento —dijo—. Crees que puedes ahogar tu miedo en vino. Pero para eso ni siquiera una cuba entera sería suficiente.
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—Valía la pena intentarlo.
Pero su voz denotaba demasiada satisfacción.
Basta frunció el ceño y contempló, meditabundo, su cara llena de cicatrices.
—Por otra parte —dijo despacio—, has sido siempre un perro tunante. Y para pedir una botella de vino hay demasiadas letras. ¿Qué opinas tú, tesoro? —volvió a mostrar la nota a Meggie—. ¿Quieres leérmela o se la enseño a la Urraca?
Meggie la agarró deprisa y la ocultó a su espalda mientras Basta seguía mirándose sus dedos vacíos.
—¡Dámela ahora mismo, bestezuela! —silabeó—. Venga esa nota o te corto los dedos.
Meggie retrocedió hasta que su espalda chocó contra la reja.
—¡No! —balbució, aferrándose con una mano a la reja mientras con la otra introducía la nota. Dedo Polvoriento comprendió en el acto. La niña notó cómo le arrebataba el papel.
Basta la abofeteó con tanta fuerza, que su cabeza se estrelló contra la reja. Una mano acarició su cabeza y cuando, atontada, escudriñó a su alrededor, vio el semblante de su madre. «Enseguida se dará cuenta —pensó—, pronto lo sabrá todo…» Pero Basta sólo tenía ojos para Dedo Polvoriento que, tras la reja, agitaba de un lado a otro la nota como si fuera un gusano delante del pico de un pájaro hambriento.
—Bueno, ¿qué? —inquirió Dedo Polvoriento retrocediendo—. ¿Te atreves a entrar aquí conmigo o prefieres seguir pegando a la pobre niña?