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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (58 page)

—Farid —oyó decir a Mo al fin—, ¿puedes abrir la jaula?

Sólo entonces sacó la cabeza y comprobó que la Urraca continuaba allí. ¿Por qué no había desaparecido? Darius seguía sujetándola, como si temiera soltarla. Pero ella ya no pataleaba ni se defendía. Se limitaba a mirar a Capricornio mientras las lágrimas corrían por su cara angulosa, por su pequeña barbilla blanda, goteando como lluvia por encima de su vestido.

Farid saltó del estrado con la agilidad de
Gwin,
y corrió hacia la jaula sin quitar ojo de encima a la Sombra.

Pero ésta continuaba inmóvil, como si ya no fuese capaz de recuperar la movilidad.

—Meggie —le dijo su padre en voz muy baja—, vamos a ver a los prisioneros, ¿eh? La pobre Elinor parece algo extenuada, y además me gustaría presentarte a alguien.

Farid ya estaba manipulando la puerta de la jaula y las dos mujeres los miraban desde dentro.

—No hace falta que me la presentes —dijo la niña apretando su mano—. Sé quién es. Lo sé desde hace mucho. Deseaba tanto decírtelo, pero no estabas. Ahora tendremos que leer algo más. Las últimas frases. — Sacó el libro de debajo de la chaqueta de Mo y pasó las hojas hasta encontrar la nota de Fenoglio entre las páginas—. Lo escribió por la otra cara, porque ya no le cabía —explicó—. Es incapaz de escribir con letra pequeña.

Fenoglio.

Dejó caer la nota y miró a su alrededor, pero no logró descubrirlo. ¿Se lo habrían llevado los hombres de Capricornio, o…?

—¡Mo, no está aquí! —exclamó consternada.

—Enseguida iré a buscarlo —la tranquilizó su padre—. Pero ahora, lee, ¡deprisa! ¿O prefieres que lo haga yo?

—¡No!

La Sombra comenzó a moverse de nuevo, dio un paso hacia el cadáver de Capricornio, retrocedió tambaleándose y se giró con la torpeza de un oso amaestrado. Meggie creyó oír un gemido. Farid se acurrucó junto a la jaula cuando los ojos rojos se giraron hacia él. Elinor y su madre también retrocedieron. Pero Meggie leyó, con voz firme:

—A la Sombra le dolían tanto los recuerdos que casi la desgarraban. Escuchaba en su cabeza todos los gritos y lamentos, creía sentir las lágrimas sobre su piel grisácea. El miedo le escocía como el humo en los ojos. Y de repente sintió algo que la hizo desplomarse, obligándola a caer de rodillas, y su terrorífica figura se desintegró. De repente volvieron a aparecer todos aquellos de cuyas cenizas había sido creada: mujeres y hombres, niños, perros, gatos, duendes, hadas y muchos, muchos seres más.

Meggie vio cómo la plaza vacía se iba llenando poco a poco de gente que se apiñaba en el lugar donde se había desplomado la Sombra, mirando a su alrededor como si acabasen de despertar de un profundo sueño. Meggie leyó la última frase:

—Despertaron de su pesadilla y por fin todo terminó felizmente.

—¡Ha desaparecido! —exclamó Meggie cuando su padre tomó la hoja de Fenoglio para devolverla al libro—. Se ha marchado, Mo. Ha entrado en el libro. Lo sé.

Mo contempló el libro y volvió a guardarlo debajo de la chaqueta.

—Sí, creo que tienes razón —dijo—. Pero si es así, de momento no podemos cambiarlo.

Acto seguido se llevó a Meggie con él y bajaron del estrado, mezclándose con todas las personas y seres extraños que se arremolinaban en la plaza de Capricornio como si siempre hubieran estado allí. Darius los siguió, tras soltar a la Urraca, que permanecía al lado de la silla en la que se había sentado Meggie, las manos huesudas apoyadas en el respaldo, llorando en silencio, con el rostro inexpresivo y hecha un mar de lágrimas.

Cuando Meggie se dirigía en compañía de su padre hacia la jaula en la que estaban encerradas Elinor y su madre, un hada chocó aleteando contra su pelo; era un ser diminuto de piel azulada que se disculpó con mucha elocuencia. Después, un tipo peludo, medio hombre medio animal, tropezó delante de sus pies y, por último, estuvo a punto de pisar a un pequeño hombrecillo que parecía de cristal. El pueblo de Capricornio tenía unos cuantos habitantes nuevos y extraños.

Al llegar a la jaula, vieron que Farid intentaba abrir la cerradura hurgando en ella con expresión sombría, mientras murmuraba que Dedo Polvoriento se lo había enseñado y que esa cerradura era muy especial.

—¡Estupendo! —se burlaba Elinor apretando su rostro contra las rejas—. Nos hemos librado de que nos haya zampado la Sombra, pero, para desgracia nuestra, moriremos de hambre en una jaula. ¿Qué te ha parecido tu hija, Mo? ¿No es una jovencita muy valiente? Yo no habría sido capaz de pronunciar palabra, ni una sola. Dios mío, cuando esa vieja quiso arrebatarle el libro, casi se me paró el corazón.

Mo puso una mano en los hombros de su hija y sonrió, pero estaba mirando a otra persona. Nueve años es un tiempo muy largo.

—¡Ya lo tengo, ya lo tengo! —gritó Farid, abriendo de un empujón la puerta de la jaula.

Pero antes de que ambas mujeres pudieran dar un paso, en el rincón más oscuro de la jaula se alzó una figura que saltó hacia ellas y agarró a la primera que encontró en su camino… la madre de Meggie.

—¡Alto ahí! —ordenó Basta enfurecido—. ¡Alto, alto, no tan deprisa! ¿Adónde quieres ir, Resa? ¿Con tu querida familia? ¿Crees que no entendí todos esos cuchicheos abajo, en la cripta? Oh, sí, claro que los entendí.

—¡Suéltala! —vociferó Meggie—. ¡Suéltala!

¿Por qué demonios no se había fijado en el oscuro fardo que yacía inmóvil en un rincón? ¿Cómo había podido pensar que Basta había muerto al igual que Capricornio? Pero ¿por qué no lo estaba? ¿Por qué no había desaparecido, como Nariz Chata, Cockerell y todos los demás?

—¡Suéltala, Basta! —Mo hablaba en voz muy baja, como si las fuerzas lo hubieran abandonado—. No saldrás de aquí, y menos con ella. Nadie te ayudará, todos se han ido.

—¡Oh, sí, por supuesto que saldré! —replicó Basta con voz taimada—. Si no me dejas pasar, le retorceré el pescuezo. Le partiré su delgado cuello. Por cierto, ¿sabes que es muda? Es incapaz de proferir palabra, porque Darius la trajo a este mundo con su lectura chapucera. Es un pez mudo, un bonito pez mudo. Pero por lo que te conozco, deseas recuperarla a cualquier precio, ¿me equivoco?

Mo no contestó y Basta soltó una carcajada.

—¿Por qué no estás muerto? —le preguntó a gritos Elinor—, ¿Por qué no te has desplomado como tu señor o te has disuelto en el aire? ¡Suéltalo de una vez!

Basta se limitó a encogerse de hombros.

—¡Y yo qué sé! —gruñó mientras rodeaba con su mano el cuello de Resa. Ella intentó propinarle una patada, pero él se limitó a apretar aún más su garganta—. A fin de cuentas la Urraca también sigue ahí, pero ella mandó siempre a los demás que realizaran el trabajo sucio, y por lo que se refiere a mí… a lo mejor me cuento ahora entre los buenos por haberme encerrado en la jaula. A lo mejor sigo aquí porque hace mucho que no prendo fuego a nada y porque a Nariz Chata le divertían los asesinatos mucho más que a mí. A lo mejor, a lo mejor, a lo mejor… Sea como fuere, sigo aquí… ¡y ahora, déjame pasar, devoradora de libros!

Elinor, sin embargo, permaneció quieta.

—No —contestó—. Sólo saldrás de aquí si la sueltas. Jamás se me habría ocurrido pensar que esta historia acabaría bien, pero así ha sido… y eso no vas a arruinarlo tú, bastardo, en el último minuto. ¡Tan cierto como que me llamo Elinor Loredan! —Y con expresión decidida se plantó delante de la puerta de la jaula—. ¡Esta vez no llevas una navaja! —le dijo enfurecida en voz baja y amenazadora—. Sólo te queda tu maligna labia, y eso, créeme, de nada te servirá ahora. ¡Húndele los dedos en los ojos, Teresa! ¡Patea, muerde a ese cabrón!

Pero antes de que Teresa pudiera obedecer, Basta la empujó contra Elinor, derribándolos a ella y a Mo, que se disponía a acudir en ayuda de ambas.

Basta saltó hacia la puerta abierta de la jaula, apartó de un empellón al atónito Farid y a Meggie… y salió corriendo hasta mezclarse con todos aquellos que vagaban sin rumbo, como sonámbulos, por la plaza donde Capricornio celebraba la fiesta. Antes de que Farid o Mo pudieran correr tras él, había desaparecido.

—¡Esto es fabuloso! —murmuró Elinor mientras abandonaba a trompicones la jaula en compañía de Teresa—. Ahora ese tipo me perseguirá en mis sueños, y cada vez que oiga por la noche algún rumor en mi jardín me figuraré que aprieta su navaja contra mi garganta.

Pero no sólo se marchó Basta, también la Urraca desapareció aquella noche sin dejar rastro. Y cuando, cansados, se dirigieron al aparcamiento de Capricornio para encontrar algún coche con el que abandonar el pueblo, todos habían desaparecido. En el aparcamiento, ahora oscuro, no se veía ni un solo vehículo.

—¡Oh, no, por favor, decidme que no es cierto! —gimió Elinor—. ¿Significa esto que tenemos que volver a recorrer a pie todo ese maldito camino cubierto de espinos?

—Como no lleves por casualidad un teléfono encima… —respondió Mo.

Desde la desaparición de Basta no se había apartado de Teresa. Había examinado preocupado su cuello —aún se distinguían las manchas rojizas provocadas por los dedos de Basta—y había deslizado entre sus dedos un mechón de sus cabellos diciendo que esa tonalidad oscura casi le gustaba más. Pero nueve años son ciertamente un tiempo muy largo, y Meggie observaba con cuánto cuidado se acercaban ambos, igual que las personas en un puente estrecho que sortea una nada infinita.

Como es natural, Elinor no llevaba teléfono. Capricornio había ordenado que se lo quitaran, y a pesar de que Farid se ofreció al instante a registrar la casa de Capricornio, tiznada de hollín, no intentaron recuperarlo.

Así que al final decidieron pasar la última noche en el pueblo, en compañía de todos aquellos que Fenoglio había rescatado de la muerte. Era una noche templada y maravillosa. Seguro que bajo los árboles descansarían muy a gusto.

Meggie proporcionó mantas a Mo, había de sobra en el pueblo ya abandonado. No entraron en la casa de Capricornio. Meggie se negaba a traspasar de nuevo el umbral, no por el acre olor a quemado que aún brotaba por las ventanas, ni por las puertas carbonizadas, sino por los recuerdos, pues en cuanto veía la casa creía que la atacaban animales feroces.

Cuando se sentó entre Mo y su madre bajo uno de los viejos alcornoques que rodeaban la plaza del aparcamiento, no pudo evitar pensar en Dedo Polvoriento y se preguntó si Capricornio le habría mentido y yacería muerto en algún paraje de las colinas. «Seguramente nunca sabré qué ha sido de Dedo Polvoriento», pensaba mientras una de las hadas azules se mecía por encima de ella en una rama con cara de perplejidad.

Aquella noche todo el pueblo parecía feliz. El aire se había llenado de murmullos, y las figuras que caminaban despacio por el aparcamiento parecían escapadas de sueños infantiles y de las palabras de un anciano. Aquella noche Meggie se preguntó una y otra vez: «¿Dónde estará Fenoglio? ¿Le gustará vivir su propia historia?». Se lo deseaba tanto… Sin embargo, sabía que echaría de menos a sus nietos y el juego del escondite en el armario de su cocina.

Antes de que se le cerraran los ojos, Meggie vio vagar a Elinor entre los duendes y las hadas con una expresión de dicha indecible. Sin embargo, a su izquierda y a su derecha se sentaban sus padres, y su madre escribía sin parar en las hojas de los árboles, en la tela de su vestido y en la arena. Tenía tanto que contar…

NOSTALGIA

Y, sin embargo, Bastian sabía que no podía marcharse sin el libro. Ahora se daba cuenta de que precisamente por aquel libro había entrado allí, de que el libro lo había llamado de una forma misteriosa porque quería ser suyo, porque, en realidad, ¡le había pertenecido siempre!

Michael Ende
,
La historia interminable

Dedo Polvoriento contemplaba el desarrollo de los acontecimientos desde un tejado, a la distancia justa del lugar de la fiesta para sentirse a salvo de la Sombra y no perder detalle de lo que sucedía… gracias a los prismáticos que había encontrado en casa de Basta. Al principio optó por permanecer en su escondite. Había visto matar a la Sombra demasiadas veces. Pero una extraña sensación, irracional como los amuletos de Basta, acabó por conducirlo hasta allí: la sensación de que podría proteger el libro con su mera presencia. Cuando se deslizó a hurtadillas por el callejón, le asaltó otro sentimiento, que se confesó a disgusto: deseaba ver morir a Basta a través de los mismos prismáticos con los que él había observado tantas veces a sus futuras víctimas.

Se sentó, pues, encima de las tejas de un tejado agujereado, la espalda apoyada contra la fría chimenea, con la cara tiznada de hollín (porque su rostro lo delataba incluso de noche), y vio ascender hacia el cielo una columna de humo en el lugar donde estaba emplazada la casa de Capricornio. Vio cómo Nariz Chata acudía a apagarlo con algunos hombres, cómo emergía del suelo la Sombra, cómo desaparecía el anciano con una expresión de ilimitado asombro, y cómo Capricornio moría víctima del ser que él mismo había convocado. Basta por desgracia no murió, hecho que ciertamente le irritaba. Dedo Polvoriento lo vio salir corriendo. Presenció asimismo la huida de la Urraca.

Lo vio todo: Dedo Polvoriento, el espectador.

Había sido muchas veces un mero espectador, y ésta no era su historia. ¡Qué le importaban a él Lengua de Brujo y su hija, el chico, la loca de los libros y la mujer que ahora volvía a pertenecer a otro! Habría podido huir con él, pero prefirió permanecer en la cripta, junto a su hija, así que él la había expulsado de su corazón, como hacía siempre que alguien pretendía anidar en él con voluntad de permanencia. Se alegró de que no se la llevase la Sombra, pero ya le traía sin cuidado. Desde entonces Resa volvería a contarle a Lengua de Brujo todas las historias maravillosas que ahuyentaban la soledad, y la nostalgia, y el miedo. ¡Qué le importaba a él!

¿Y las hadas y los duendes que de repente caminaban a tropezones por la plaza de Capricornio? Ellos tenían tan poco que ver con ese mundo como él y tampoco le permitirían olvidar que permanecía allí por una sola razón. Lo único que le interesaba era el libro, y cuando vio a Lengua de Brujo guardárselo debajo de la chaqueta, decidió recuperarlo.

Ese libro le pertenecería, sería suyo. Acariciaría sus páginas y, cerrando los ojos al mismo tiempo, volvería a sentirse como en casa.

Ahora estaba allí el viejo de la cara arrugada. Qué locura. «¡Por culpa de tu miedo, Dedo Polvoriento! —pensaba con amargura—. Eres y serás un cobarde. ¿Por qué no te pusiste tú al lado de Capricornio? ¿Por qué no te atreviste a bajar, a lo mejor entonces habrías desaparecido tú en lugar del viejo…?»

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