Read cosas por las que llorar cien veces Online

Authors: Kou Nakamura

Tags: #Novela

cosas por las que llorar cien veces (8 page)

Mojó el pincho de pasta de pescado en el caldo con soja.

—Pero el curry con ternera del otro día estaba delicioso.

—Vale, lo volveré a hacer.

—Pero no lo hagas muy pronto —dijo—. Hazlo cuando ya esté olvidado.

—Vaaale.

Pimiento verde, pescado, raíz de loto, gambitas envueltas en shiso..., espaciados a un ritmo perfecto, nos fueron trayendo los pinchos. Con cuidado de no quemarnos, los íbamos comiendo. Mientras bebíamos vino, seguimos buscando puntos de reflexión y aspectos que teníamos que mejorar en nuestra relación. La embriaguez nos llenó el cuerpo de una agradable sensación.

—¿Y esto dónde iba? —dijo ella con un pincho de cerdo en la mano.

—Mostaza.

Mojó el pincho en la mostaza.

—Quema un poco, pero está delicioso.

Sonrió. Yo le llené el vaso de vino.

—A propósito del sueño de anteayer —dijo—. Después de escucharlo, tuve una idea.

Tomó un sorbo de vino.

—Los sueños no se pueden entender sólo como algo que pensamos a partir de un estímulo exterior, ¿verdad? Nacen de nuestro interior pero, como el cine o la televisión, nos hacen comprender, ¿no?

—Sí, es verdad.

El velo de la embriaguez nos envolvía.

—¿No crees que nosotros somos los transmisores de los sentimientos de muchas personas? —continuó ella—. Cuando nacemos y nos enfrentamos al mundo por primera vez, somos bebés. Tomamos conciencia de nuestros padres y aprendemos lo que tenemos al alcance de nuestra mano o lo que alcanzamos a ver. Entonces, nos enseñan palabras y vamos comprendiendo un montón de conceptos. Hacemos amigos. Aprendemos que vivimos dentro de un sistema, de unas reglas, de unas palabras, de unas comidas que alguien ha ideado. Comprendemos, vagamente, cómo funciona el mundo y pensamos en nuestra relación con él. Con la ayuda de los libros, nos imaginamos el mundo y aprendemos hasta de lo que no vemos, conocemos a extraños a los que no comprendemos.

Su voz volaba en medio del bullicio del local.

—Recibimos influencias de personas y cosas, aprendemos de ellas y, al revés, también nosotros ejercemos influencia. Por ejemplo, yo pregunto y tú me respondes. Sólo con eso, ya nos estamos influyendo mutuamente, ¿no?

—Sí.

—Mis pensamientos se ven influidos por los tuyos, se mezclan. Y ése es el contexto en el que soñamos, ¿no?... ¿Esto... dónde iba?

—En la sal.

Rebozó el pincho de vieira con la mezcla de sal y pimienta.

—El mundo rebosa de sueños de ese tipo. Cada uno ejerce una pequeña influencia, se transmite todo el tiempo y fluye como si fuera una historia. Es un sueño que se derrama sobre tantas personas como hay en el mundo. ¿No te parece algo extraordinario?

—Extraordinario. Sí, extraordinario.

—Entonces..., entonces... —prosiguió ella—, he pensado adonde llegarías si siguieras esos pensamientos que rebosan en el mundo al revés.

—¿Seguirlos al revés?

—Sí. Si sigues hacia el origen de una influencia, cada vez más hacia el origen, ¿hasta adónde llegarás?

En el local empezó a sonar música de jazz.

—Al principio de todo alguien pensó algo. ¿Se te ha ocurrido que esos pensamientos que ahora rebosan en el mundo son la continuación de lo que pensó ese hombre?

Me puse a pensar con cara de estar en Babia. La raíz de los pensamientos que rebosan en el mundo. Me vino a la mente un sabio con canas, bigote y un bastón.

—El primer hombre que acercó su pensamiento más allá de donde alcanzaba su vista. El hombre que impulsó el pensamiento a preguntarse qué había más allá de aquel prado.

Borré de mi mente al sabio del bigote y en su lugar vi un prado. Pensé en un joven descalzo que miraba más allá del horizonte en un prado al atardecer.

—Creo que la conciencia que floreció dentro de ese hombre en ese momento es la raíz de nuestros pensamientos. Una conciencia vaga, de cuando todavía no había palabras.

El camarero trajo un pincho de espárrago y lo dejó en silencio sobre la mesa.

Ella me miró fijamente a los ojos. Me pareció que el atardecer que veía ella y el atardecer con un joven que veía yo se iban fundiendo poco a poco. Cada uno con una idea distinta.

—¿No crees que ese hombre es una especie de dios o algo así?

—Sí, algo así...

Puse el pincho de espárrago dentro de la sal con pimienta.

La botella de vino ya estaba vacía.

Con el poco que quedaba, hicimos el último brindis.

Quince

Un día de principios de diciembre, mi novia pilló un resfriado.

—No me encuentro muy bien —dijo torciendo el cuello después de levantarse—. Pero creo que todavía es pronto para un resfriado.

Como no tenía fiebre, se fue al trabajo pero, según dijo, por la tarde le subió la fiebre. A las cuatro terminó de trabajar y fue a un consultorio cercano. Cuando yo volví a casa, estaba tumbada y tapada con un edredón pero, en general, se la veía bastante animada.

—Es como todos los años —dijo—. Creo que mañana tendré más fiebre, pero dentro de tres días ya me habré curado.

—Vale. ¿Te apetece comer
udon
[19]
?

—Sí.

Preparé bastante caldo e hice
udon
con
miso
[20]
. Cocí puerro y pollo, y al final eché también un huevo.

Ella fue sorbiendo los fideos mientras decía que estaban deliciosos. Se comió la mitad, juntó las manos y dijo «Gracias, estaba muy rico». Se tomó tres pastillas, bebió un medicamento en polvo disuelto en agua, dijo «¡Qué malo está!» y frunció el ceño.

—Oye —dijo después de regresar al futón—. Yo me debilito con mucha facilidad, así que seguramente mañana estaré muy mal, pero tú no te preocupes, ¿vale?

—¿Quieres que pida el día libre en el trabajo?

—No. Lo que quiero es que no te contagies. No contagiarte es lo mejor que puedes hacer por mí.

Le puse la mano en la frente. Tal como esperaba, estaba caliente. Le tomé la temperatura y estaba a 37,8.

—Pasado mañana empezará a bajar. A partir de entonces irá desapareciendo y al día siguiente ya estaré bien.

Puse una muda y una toalla junto a su almohada. Para que el aire de la habitación no se secara demasiado, colgué una toalla mojada. Luego dejé un paquete de pañuelos de papel y una papelera junto a la almohada. ¿Necesitaría algo más?

Tosió con gran estruendo y dijo:

—Ya me duermo.

—Vale. Que descanses.

—Buenas noches —respondió, y cerró los ojos.

Apagué la luz y cerré la puerta corredera. Salí del apartamento, fui a un supermercado y compré pan blando, una bebida con vitaminas, agua, flan y plátanos.

Ese día, por primera vez desde que vivíamos juntos, dormimos separados.

Por la mañana me levanté y preparé arroz hervido.

Ella se levantó y se puso un
hanten
[21]
. Comió un poco de arroz, tomó sus medicinas y volvió al futón. Se tomó la temperatura y estaba a 37,9.

Dejé el pan blando y la bebida junto a su almohada.

—Si tienes hambre, come esto. En la nevera también hay flan y plátanos.

—Gracias.

—Tienes que tomar mucho líquido.

—Vale —dijo ella, y cerró los ojos.

Yo salí de la habitación y me fui a trabajar.

Terminé el trabajo a la hora prevista y regresé a casa.

El apartamento estaba a oscuras y en silencio, parecía que se había quedado dormido. Sin embargo, era una tranquilidad muy distinta de la tranquilidad habitual de unos meses atrás. En pocos meses de vivir juntos, aquel apartamento se había convertido por completo en nuestro apartamento.

Caminé intentando no hacer ruido y encendí la luz. Como si se adaptara a mis movimientos, el aire estancado comenzó a circular. Me lavé las manos en el lavabo y puse en marcha el extractor. Abrí la puerta corredera del dormitorio y vi que ella me estaba mirando.

—Hola —dije, y ella movió un poco la boca y me respondió. Junto a la almohada quedaba la mitad del pan blando.

Saqué el termómetro de la funda y se lo tendí. Mientras lo tuvo en la axila, permaneció con los ojos cerrados. Estaba a 38,5.

—¿No tienes frío?

Torció un poco el cuello.

—¿Tienes hambre?

Torció de nuevo el cuello.

—¿Quieres comer una manzana?

Asintió ligeramente con la cabeza.

Fui a la cocina y rallé una manzana.

Se había incorporado y le eché el
hanten
por los hombros. Con una cuchara, le fui dando de comer la manzana rallada. Después de mucho rato, conseguí que se la terminara.

Dijo que estaba deliciosa.

—¿Te apetece comer más?

Torció el cuello. Se tomó la medicina y se tumbó de nuevo.

Miré fijamente su cara. Ella también miró fijamente la mía. Sólo se oía el ruido de la nevera: «Buuun.»

—Por la mañana ya estaré bien —dijo al cabo de un rato, y cerró los ojos en silencio.

Pero llegó el día siguiente y la fiebre no remitió.

—Si, como mínimo, pudiera cambiarme contigo a medias...

Ella me miró en silencio.

—Bueno, no se puede hacer nada más que tomar alimento y dormir bien.

—Perdona, ¿eh? —dijo ella con voz ronca.

Realmente, estaba muy débil. Daba la impresión de que toda su fuerza cabía en una copita de sake. «¿Tanto se debilita?», pensé. Me pareció que el recipiente se llenaría en un momento y se derramaría.

—¿Quieres que haga algo?

Ella me miró fijamente a los ojos. 

—Baila para mí la danza para bajar la fiebre.

«La danza para bajar la fiebre... —Me levanté—. La danza para bajar la fiebre...»

Di dos vueltas en redondo y alargué mis manos hacia ella. Lo repetí tres veces.

—Gracias —dijo.

La danza no surtió ningún efecto, y al cuarto día la fiebre tampoco remitió.

—¡Qué raro! —dijo ella con voz ronca—. Siempre me pongo buena exactamente al tercer día.

Tenía frío y le dolían las articulaciones. También tenía una tos muy fea. Yo, que siempre estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario por ella, me sentía tan impotente que tenía ganas de llorar. Lo único que podía hacer era comprar flan y colgar toallas.

Noche del quinto día.

Otra vez preparé
udon
con miso. Me pareció que me había salido mejor que el primer día.

—¡Ya está listo!

Mi voz la despertó. «Aupa», dijo, se levantó y se puso el
hanten
.

Su imagen con el
hanten
combinaba bien con el
udon
con miso. Sorbió los fideos y dijo que estaban deliciosos. Y, de nuevo, volvió a sorber.

—¿Eh? —dejó los palillos, pareció que comprobaba algo y torció un poco el cuello—. Parece que estoy un poco mejor.

—¿Será el efecto del
udon
?

—Sí, debe de ser eso.

«Suuu —sorbió el caldo—. Surusurusuru.» Se terminó el tazón de
udon
con miso, dijo «Gracias, estaba muy bueno» y juntó las manos. Se tomó sus medicinas, regresó al futón y yo le pasé el termómetro. Parecía que estaba sudando un poco.

—Oye —dijo mientras se ponía el termómetro bajo la axila—, antes he soñado que hacía judo.

—¿Judo?

—Sí. Quiero hacer judo.

—Así que judo, ¿eh?

Me puse a pensar. Si quería jugar al tenis tenía que ir a una pista, y si quería hacer natación a una piscina. Pero ¿dónde podía ir si quería hacer judo?

—Ahora que lo dices, en el gimnasio de mi empresa hay un lugar para hacer judo.

—¿En serio?

—¡Eh! ¿Te apetece ir?

—¿Crees que será posible?

—Sí será posible —dije yo.

Pensándolo bien, era algo fácil. Si quería gritar, tenía que ir al río, y si quería hacer judo tenía que ir al lugar apropiado para hacer judo. Está claro que en la vida lo simple es más bello.

—Podríamos ir un domingo y colarnos a hurtadillas.

—Vale —dijo con una gran sonrisa.

—Bueno, pues cuando haga menos frío iremos.

—¿Y podré derribarte hasta hartarme?

—Claro.

—¿Te podré tumbar una y otra vez?

—Por supuesto. Yo me dejaré caer al suelo con habilidad.

«Pipipipi», sonó el termómetro digital.

Quizá el judo era un sueño positivo. La temperatura le había bajado hasta 36,6. Siguió mejorando y, al día siguiente, ya estaba bien.

Dieciséis

A principios de año cayó la primera nieve sobre Tokio.

Desde la ventana de la oficina, yo la contemplaba caer. Tuve la sensación de que, cuatro estaciones más allá, también ella estaba mirando ese paisaje.

—Nieve —dijo un empleado de la sección de al lado que se me acercó.

—Sí, nieve —respondí yo.

Fuera, el viento soplaba con fuerza y hacía que la nieve se inclinara hasta que tocaba el suelo, donde se derretía tristemente ante mis ojos.

—Parece que no va a cuajar.

—No.

El empleado de la sección de al lado, que había estado un buen rato mirando por la ventana, se marchó.

Pensé que, en días como ése, lo mejor era volver a casa temprano, pero tenía trabajo acumulado. Al final llegué pasadas las once.

—Ya estoy aquí.

—Hola. ¿Has pasado frío?

—Sí. Tengo los pies helados.

Me quité el abrigo, me cambié los calcetines y, de inmediato, llené la bañera con agua caliente. Ella estaba sentada frente a la mesa, viendo la tele.

—Estoy llenando la bañera.

—Gracias.

El bloc de dibujo estaba sobre la mesa. También había una calculadora, un lápiz y un libro de diseño de máquinas que yo tenía en mi estante. Estaba abierto por la página de conversión de unidades que había al final.

—¿Qué es todo esto?

Miré en el bloc de dibujo.

—En la tele han dicho que los topos son animales muy fuertes.

En el cuaderno había un topo dibujado con bastante realismo. Debajo se leía: «0,00055 caballos de potencia.» Al lado había una fórmula matemática y las marcas de haber borrado una y otra vez.

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