Creación (23 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Pienso que, en definitiva, Darío fue tan directo como podía con cualquier otra persona. Después de todo, el secreto del poder es la reserva total. El monarca debe ser el único que conozca todas las cosas. Sólo él es el águila dorada.

—No estoy contento con la guerra griega. Histieo piensa que puede ponerle fin, pero dudo que pueda. Veo que la guerra no terminará hasta la destrucción de Atenas, y eso exigirá gran cantidad de tiempo y gran cantidad de dinero. Y sólo habré agregado al imperio, finalmente, unos trozos de roca del continente occidental donde nada crece aparte de esas inmundas olivas. —Darío sentía el verdadero desdén de los persas por las olivas. Nuestro mundo occidental se divide entre quienes se alimentan sólo de olivas y quienes tienen acceso a una variedad de aceites civilizados—. Esperaba poder avanzar, en mis últimos años, hacia el oriente, donde sale el sol. El símbolo del Sabio Señor —dijo, sonriendo. Me hubiera sorprendido que Darío creyera en otra cosa que en su propio destino—. Pero las guerras griegas no nos llevarán más de uno o dos años, y pienso que aún aguantaré un año o dos…

—¡Qué el Gran Rey viva eternamente! —Era la exclamación tradicional.

—Sería mi deseo. —Darío no era nada ceremonioso en privado. En las ocasiones en que estuvimos juntos, tuve la sensación de que nos parecíamos mucho a un par de cambistas o de mercaderes de caravana tratando de idear modos para desplumar a los clientes del mercado.

—¿Sabes matemáticas?

—Sí, señor.

—¿Puedes aprender rápidamente lenguas extranjeras?

—Creo que sí, señor. He aprendido algo de lidio y…

—Olvida el lidio. Ciro Espitama, necesito dinero. Mucho dinero…

—Para las guerras griegas. —Había hecho algo imperdonable. Aunque no había formulado una pregunta directa, le había interrumpido.

Pero Darío parecía más bien satisfecho de que la conversación no fuera formal.

—Para las guerras griegas. Para las obras que estoy haciendo en Persépolis. Para la defensa de la frontera norte. Por supuesto, podría aumentar los tributos que pagan mis leales esclavos; pero con las ciudades jonias en rebelión, y una situación confusa en Caria y un nuevo pretendiente en Babilonia, no es éste un buen momento para aumentar los impuestos. Y, sin embargo, necesito dinero. —Darío se interrumpió.

Yo debía haber imaginado para qué me había citado.

—Quieres que vaya a la India, señor.

—Sí.

—Que haga alianzas comerciales.

—Sí.

—Que analice la naturaleza de los estados de la India.

—Sí.

—Querrías añadir toda la India al imperio persa.

—Sí.

—Señor, no puedo imaginar una misión más elevada.

—Está bien. —Darío cogió el mensaje de seda roja—. Esta gente desea comerciar con Persia.

—¿Qué pueden ofrecer, señor?

—Hierro. —Darío sonrió con malevolencia—. Me han dicho que este país está hecho de hierro. Pero en toda la India abunda el hierro, por lo que sé, y quien se apodere de esas minas hará su fortuna. —El Gran Rey era como un joven mercader estudiando un golpe comercial.

—¿Quieres que negocie un tratado?

—¡Mil tratados! Deseo un informe completo sobre las finanzas de los países que visites. Deseo conocer el estado de los caminos, las formas de imposición, si usan moneda acuñada o trueque. Estudia cómo se aprovisionan y desplazan sus ejércitos. Averigua qué siembran y cuántas cosechas obtienen por año. Atiende en particular a sus dioses. Mi política ha consistido siempre en apoyar las religiones verdaderamente populares. Cuando simulas honrar a los dioses locales, los sacerdotes se ponen inmediatamente de tu parte. Una vez que tienes a los sacerdotes, ya no necesitas una gran guarnición para mantener el orden. Esto es vital para nosotros. Los persas somos pocos, y el mundo es vasto. Como Ciro y Cambises, gobierno a quienes no son persas a través de sus sacerdotes. Y por esto tú me puedes ser muy útil. —Darío adoptó un tono de conspiración. Hasta bajó la voz—. He oído decir que en algunas partes de la India se tiene a Zoroastro en gran estima. Así que no sólo serás mi embajador, sino un sacerdote.

—Como sacerdote, me veré obligado a proclamar el carácter único del Sabio Señor. Tendré que atacar a los demonios que esos pueblos adoran.

—No lo harás. —Su voz era muy dura—. Agradarás a todos los sacerdotes. Hallarás los puntos de coincidencia entre sus dioses y los nuestros. No los desafiarás. Un día, tendré que gobernar la India. Necesitaré a los sacerdotes. Por lo tanto, debes… hechizarlos. —Era la palabra empleada por Atosa.

Me incliné profundamente.

—Te obedeceré en todo, señor.

Darío dejó caer ruidosamente su mano cubierta de anillos sobre la mesa. El chambelán de palacio apareció en seguida en la puerta. Lo acompañaban dos hombres. Uno era un eunuco hindú; el otro el marino Escílax, a quien había conocido en Halicarnaso. El Gran Rey trataba a Escílax casi como a un igual, e ignoraba al eunuco, que temblaba de miedo.

Darío señaló el gran bolso de piel que Escílax traía en la mano.

—Lo has traído. Muy bien. Buscaré el mío.

Darío apartó un tapiz que representaba a Cambises cazando ciervos. Es curioso: no recuerdo haber visto un tapiz que mostrara a Darío en ninguno de los palacios. Pero Cambises estaba en todas partes. Y por lo que sé, únicamente hay en Susa un tapiz de Ciro. Está en la sala de la reina. Una tosca labor que las polillas no han mejorado.

Detrás del tapiz había un nicho profundo donde estaba colocado un cofre ordinario de madera, de los que usan los mercaderes para guardar el dinero. Darío alzó la tapa y buscó un momento. Luego extrajo un pequeño escudo de cobre. Mientras tanto, Escílax había sacado de su bolso de piel un escudo similar.

Yo no había visto nunca, hasta ese momento, un buen mapa de viajeros. El único que conocía era uno algo fantasioso que cubría una pared entera del palacio nuevo de Babilonia. Con piedras raras, representaba las ciudades y puertos de Babilonia, Egipto y Asia Menor, tal como eran en tiempos de Nabucodonosor. Como los babilonios son buenos matemáticos, las distancias debían ser exactas.

Darío colocó los dos mapas de cobre sobre la mesa, uno al lado del otro. Luego empezó a indicar las diferencias significativas entre su mapa y el de Escílax.

—Sólo estamos de acuerdo en el Río Indo, que has dibujado para mí. —Darío señaló la larga línea del río, que corre desde las altas montañas del este de Bactria hasta un complejo delta situado sobre lo que se llama el mar de la India.

Escílax respondió que su mapa era el más reciente. Pero reconoció que ninguno de los dos era digno de confianza.

Bruscamente, Darío arrojó al suelo el cuadrado de seda roja para que el eunuco pudiera leerlo.

—¿De quién es este mensaje? —preguntó—. ¿Y de dónde viene? —Se volvió hacia Escílax—. ¿Cuánto has visto de la India?

—El río, señor. Parte del delta. La ciudad de Taxila, al norte.

—Es mía, ¿no es verdad?

—Sí, señor. Todo el valle al este del Indo es hoy tu vigésima satrapía. La frontera está aproximadamente aquí. —Escílax tocó un punto en el mapa—. Al este se encuentra la tierra de los cinco ríos, que los hindúes llaman… ¿Cómo? —Escílax bajó la vista hacia el eunuco, que leía el mensaje en el suelo.

—El Punjab, señor almirante.

—El Punjab. Y en el norte está el reino de Gandhara…

—Mi reino.

—Su rey te paga tributo, señor —dijo Escílax, con tacto. Luego siguió las ondulaciones del Rió Indo de norte a sur—. Me llevó trece meses llegar desde las montañas al delta, señor. Pero, al final, todo esto pasó a ser tuyo.

—Para no mencionar un tributo anual de trescientos cincuenta talentos de oro en polvo. —Darío chasqueó los labios, una vulgaridad negada a los demás presentes—. Es el mayor tributo anual de todas mis satrapías, sin excluir Egipto. Piensa cuál podría ser el rendimiento de todo esto. —La mano cuadrada pasó de la izquierda a la derecha, del oeste al este, sobre el disco de cobre. Luego, Darío frunció el ceño—. ¿Pero qué es esto? Mi mapa muestra dos ríos y tres ciudades cuyos nombres no puedo leer. Y además… mira el dibujo. Mi India es como un disco redondo. A la tuya le falta una península. ¿Y qué hay allí, en el borde más lejano? ¿Un mar? ¿O nos caemos al llegar al fin del mundo?

—Hay otro mar, señor. Y también altas montañas, junglas, y luego otro gran imperio. Por lo menos, eso dicen.

—Catay. Si, he oído el nombre. ¿Pero dónde está?

—Durante el reinado de Ciro, señor, llegó una vez una embajada de Catay. Trajeron seda y jade.

—Lo sé. Lo sé. He visto el inventario. Quiero comerciar con ellos. Pero es difícil tener tratos con un país cuya posición se ignora. Sueño con vacas, oh Escílax, deseo vacas —dijo Darío, riendo.

Escílax sonrió, sin atreverse a reír.

Yo estaba desconcertado. No tenía idea de lo que significaba esa referencia a las vacas. Más tarde, en la India, habría de escuchar esa frase miles de miles de veces. Las vacas eran la medida de la riqueza para las tribus arias que conquistaron Persia, así como Asiria, Grecia y la India. Aunque ya no medimos la riqueza en vacas, los herederos hindúes, elevadamente civilizados, de aquellos ladrones de ganado muertos hace mucho, dicen todavía «sueño con vacas» para hablar de riqueza. Como un auténtico caudillo ario, Darío jamás dejó de soñar con vacas, una expresión común para los aqueménidas y los arios hindúes, y oscura para todos los demás.

—Pues bien, Escílax, ha llegado el tiempo de que consigamos más vacas. Aparentemente, nos han pedido que visitemos las dehesas de… ¿dónde es eso? —Darío se dirigió al eunuco.

—Magadha, Gran Rey. El mensaje es del rey Bimbisara, quien envía sus saludos desde su capital Rajagriha.

—¡Qué nombres extraordinarios! Son peores que los griegos. Entonces, Escílax, aunque eres griego, ¿dónde está Magadha? No figura en mi mapa.

Escílax señaló un largo río que corría desde el borde noroeste hacia el sudoeste del mapa.

—Este es el río Ganges, señor. Aquí, al sur, se encuentra Magadha. Rajagriha debería estar por aquí. Nada está bien situado.

—Quiero un mapa perfecto de la India, Ciro Espitama.

—Sí, señor. —Yo estaba excitado ante la idea de la aventura, y asombrado ante la vastedad de la India: ¡trece meses simplemente para recorrer un río aguas abajo!

—¿Qué más puede decir este… indio?

—Dice que su abuelo intercambió embajadores con el Gran Rey Ciro. Que él mismo está en estrecha comunicación con el reino de Gandhara…

—Mi reino.

—Sí, Gran Rey.

—Acaso este Bimbi… como se llame, ¿no reconoce mi soberanía?

—Todo el mundo la reconoce. —El eunuco temblaba incontrolablemente.

—Pero él no. Esto significa que tenemos trabajo. ¿Quiere comerciar con nosotros?

—Sí, Gran Rey. Habla de hierro. Teca. Algodón. Rubíes. Monos.

—Todo lo que mi corazón desea. —Darío golpeó el mapa con el dedo índice. El sonido fue como el de un gong en miniatura. Luego cogió la tela roja de manos del eunuco y la acercó a su cara. En su mediana edad, Darío era muy corto de vista. Cuidadosamente, separó una letra de oro de la seda roja. Luego se la puso en la boca y, como un joyero, mordió el metal—. Oro —dijo con satisfacción—. Y de la mejor calidad.

Darío escupió el oro en el suelo, y dio al eunuco un puntapié juguetón.

—Escribirás un mensaje para este Sarabimba. Le dirás que el Gran Rey, el señor de absolutamente todas las tierras, el Aqueménida, y demás, mira con afecto a su esclavo y condesciende a enviarle, como embajador, a uno que ama, a Ciro Espitama, nieto de Zoroastro, el profeta ario… Destaca «ario» y también el hecho de que somos una misma raza, sólo separada por la geografía. Una separación que yo encuentro personalmente intolerable. No, no pongas eso. No queremos alarmarlo. Dile que pagaremos el hierro con monedas de oro, si usan monedas acuñadas, o en especie. Agrega la lista usual del contenido de nuestros depósitos. Eres indio, debes de saber qué les agradará. ¿De dónde eres?

—De Koshala, Gran Rey. Es el más antiguo y glorioso de los reinos arios. Está al norte del Ganges.

—¿Quién es tu jefe? Realmente, no puedo llamarle rey. Sólo hay un rey en esta tierra.

—Si aún vive, señor, es Pasenadi, un hombre bueno y santo cuya hermana es la reina principal de Bimbisara de Magadha y la madre de…

—Ahórrame los detalles. Pero proporciónaselos todos a mi embajador. —Darío me sonrió. Soñar con vacas le daba un aspecto juvenil. Los rizos grises fugitivos parecían casi rubios, y los ojos azules brillaban—. Debes prepararte, Ciro Espitama. Y tú le enseñarás a hablar lo que se hable en esa parte del mundo. Viajarás con mi embajador. —Darío dio al eunuco un puntapié de despedida—. Prepara un mensaje similar para tu jefe. Presenta a mi embajador y demás.

Cuando el eunuco se retiró, Escílax y Darío empezaron a planear el viaje. Mi viaje.

—Cogerás el camino de los correos hasta Bactra. Eso seguramente te agradará —me dijo Darío—. Verás tu antiguo hogar. Yo estuve allí el año pasado. Ha sido totalmente reconstruida. —Trazó una línea en el mapa—. Luego seguirás por el río Oxo hacia las montañas. Cruzarás por este paso, que probablemente no exista. Nunca aparecen cuando los necesitas. Y estarás entonces en Gandhara, desde donde podrás hacer un maravilloso viaje por el Indo hasta… ¿dónde? —Darío se volvió hacia Escílax.

—Taxila. Desde el río Indo hay tres días de marcha hasta la ciudad, donde convergen todas las huellas de las caravanas.

—¿Huellas? ¿No hay caminos?

—Verdaderamente, no, señor. Pero el terreno es llano y los senderos están bien definidos. Por otra parte, las junglas son densas. Abundan los animales salvajes y los bandidos. Necesitaremos una compañía de soldados. Es preciso atravesar cinco ríos antes de llegar al Yamuna. Y luego, con botes o almadías, podremos pasar a la llanura del Ganges, donde se encuentran los dieciséis reinos.

—¿Cómo lo sabes? —Darío miraba a Escílax con cierto asombro—. No has estado nunca al este del delta del Indo.

—También yo, señor, sueño con vacas —respondió Escílax—. En tu nombre, por supuesto.

Darío dio a Escílax un afectuoso abrazo; cualquiera de sus hijos o hermanos hubiesen dado un brazo por otro igual.

—Tendrás tus vacas, Escílax. Cuida al muchacho. —Se refería a mí—. Puedes llevar cien soldados, suficientes para proteger al embajador pero no bastantes para alarmar a los pastores de vacas. Y los asistentes necesarios, dibujantes de mapas, arquitectos y demás. El eunuco —¿cómo se llama?— preparará regalos apropiados para los dos gobernantes. Nada demasiado rico. Después de todo, como señor de todas las tierras, soy dueño de las que posean, en nombre de… del Sabio Señor —agregó, para mi delectación.

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