Creación (40 page)

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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Los treinta miembros del consejo privado se sentaban en divanes muy bajos en un salón de techo alto y abovedado, en la planta baja del palacio. En cierto sentido, este salón equivalía a la segunda sala de nuestra cancillería. Cuando entré, Ajatashatru se puso de pie. Me incliné reverentemente, ante el príncipe y el suegro, y él se acercó y me estrechó en sus brazos.

—No nos abandonarás, querido. ¡Di, por favor, que no lo harás! —Por una vez, esos ojos no estaban llenos de lágrimas. Estaban tan claros y brillantes como los de un tigre que te mira fijamente desde la rama baja de un árbol.

Pronuncié un agradable discurso preparado. Luego Ajatashatru me condujo hasta el extremo más alejado de la habitación. Bajó la voz, como hace la gente en todos los palacios del mundo.

—Queridísimo, di al rey Pasenadi que su sobrino se preocupa por él como si fuera su hijo.

—Lo haré, príncipe.

—Dile —Ajatashatru susurraba en mi oído; su aliento olía a curry—, tan delicadamente como sea posible, que nuestra policía ha descubierto que se atentará contra su vida. Muy, muy pronto. Comprenderás, y él comprenderá, que no podemos darle directamente esta advertencia. Sería embarazoso para nosotros admitir que tenemos agentes en Koshala. Pero tú eres neutral. Tú vienes de afuera. Puedes decirle que se cuide.

—Pero ¿quiénes son los conspiradores? —Me permití entonces una inspiración de cortesano—. ¿La federación de repúblicas?

Ajatashatru se sintió evidentemente agradecido ante esa sugerencia, que, hasta ese momento, no se le había ocurrido.

—¡Sí! Quieren que Koshala esté en ruinas, como ya casi está, de todos modos. Trabajan firme y secretamente, y oh, de modo tan traicionero, con el jefe de la conspiración que es —Ajatashatru movió los labios sin sonido— Virudhaka, el hijo del rey.

No sé por qué eso me escandalizó. Me habían puesto el nombre de alguien que había matado a su suegro. Pero un suegro no es un padre, y la creencia aria en el carácter sagrado del padre es parte esencial de su código. ¿Creí entonces lo que me dijo Ajatashatru? Lo he olvidado hace tiempo. Sospecho que no. Tenía tendencia a hablar como cantan los pájaros: trinaba, parloteaba, hacía vibrar el aire con sonidos sin significación.

Al día siguiente, a mediodía, Varshakara me acompañó hasta la puerta norte de Rajagriha. La primera parte de la caravana había partido antes del amanecer, y casi dos millas separaban ahora la cabeza de la cola. Yo debía viajar en el centro, rodeado apenas por un puñado de miembros de la embajada. Aún no sabía con certeza si retornaría a Persia con la caravana. Había estado alejado del mundo real durante más de dos años, en los cuales no había recibido ningún mensaje de Susa. Me sentía aislado, para decirlo con moderación.

—Consideramos a Pasenadi un buen aliado. —Varshakara lanzó un rojo escupitajo de zumo de betel contra un perro paria, manchando la oreja del animal.

Hacia el norte, hasta donde alcanzaba la vista, mil carretas de bueyes cargadas de hierro se movían lentamente entre la polvareda amarillenta. Era hierro fundido de calidad poco usual, porque un miembro de mi embajada había logrado enseñar a los indios cómo se depura el hierro al modo persa.

—¿Tal vez porque un aliado débil es un buen aliado? —Bromear con Varshakara era como clavarle un palo a un tigre encerrado en una jaula de cañas.

—A veces. A veces no es así. Pero ciertamente preferimos al viejo y no al hijo.

Como la multitud que nos rodeaba era muy ruidosa, no había mayor riesgo de que nos escucharan.

—¿Es verdad? —pregunté.

Varshakara asintió.

—Antes de que termine la estación lluviosa, habrá un nuevo rey.

—Espero no estar allí.

—Espero que tú puedas evitarlo.

—¿Cómo?

—Debes poner sobre aviso al viejo. Estoy seguro de que a Persia le agradaría tan poco como a nosotros un rey fuerte en Koshala.

—¿Cómo puede haber un rey fuerte si los budistas controlan el país?

Varshakara parecía sorprendido.

—Pero es que no es así. Y si lo fuera, ¿cuál seria la diferencia?

Evidentemente, Varshakara había olvidado su discurso acerca del peligro que representaban los jain y los budistas para el orden establecido. Como pensé que estaba irritado, hablé muy cuidadosamente:

—Yo creía entender que los monasterios estaban llenos de republicanos, y que éstos procuraban deliberadamente debilitar el reino de Koshala, y también el de Magadha.

—Al contrario. —Varshakara contradecía vivamente todo lo que me había dicho durante el viaje desde Varanasi—. Los jain y los budistas son una enorme ayuda para cualquier rey. No, el problema es Pasenadi mismo. Es un santo, piensa solamente en el otro mundo, o en ningún mundo, o en lo que sea que esa gente cree. Esto puede ser digno de admiración en un hombre cualquiera, pero no en un rey. Ese viejo loco debía haber abdicado hace mucho. Entonces podríamos haber… domesticado a su hijo.

Aunque el análisis que hacía Varshakara del carácter de Pasenadi no me interesaba —como norma, yo no le creía una palabra a Varshakara en temas de política—, me intrigó descubrir que ahora parecía aprobar el budismo. Le pregunté por qué.

La respuesta me pareció ingenua.

—Es sumamente útil, para un gobernante, cualquier religión que considere este mundo como una especie de enfermedad curable por medio de la plegaria, que suprima el deseo de las propiedades terrenas y respete toda vida. Si la gente no quiere cosas materiales, no aspirará a lo que nosotros poseemos. Si respetan la vida, no intentarán matarnos ni derrocar nuestro gobierno. En verdad, hacemos todo lo posible, con la ayuda de la policía secreta, para alentar a los jain y a los budistas. Y, naturalmente, si alguna vez pensáramos que constituyen una amenaza…

—Pero sus virtudes son totalmente negativas. No trabajan. Son mendigos. ¿Cómo podrías convertirlos en soldados?

—No lo intentamos. Además, solamente los monjes son así. En su mayor parte, los jain y los budistas se limitan a honrar al Buda y a Mahavira, mientras se ocupan de sus asuntos como todo el mundo. Con una diferencia: nos crean menos problemas que los demás.

—¿Porque en el fondo son republicanos?

Varshakara rió.

—Y si lo fueran, ¿qué podríamos hacer? De todos modos, el mundo no les importa, y eso es magnifico para nosotros, los que adoramos el mundo tal cual es.

Mi carreta estaba ya preparada. Varshakara y yo nos despedimos. Luego, acompañado por Caraka, me abrí paso a través de la multitud hacia mis guardias. Estaban vestidos como indios, pero armados como persas.

Yo había insistido en que la carreta estuviera provista de un toldo y de cojines. Para mi sorpresa, me habían obedecido. Apenas Caraka y yo nos instalamos, el látigo del carretero rozó los flancos de los bueyes y, con una sacudida, iniciamos nuestro viaje de doscientas veinte millas a Shravasti.

Ambalika no venía porque padecía unas fiebres. Como además era muy probable que estuviera embarazada, ambos concordamos en que era peligroso un viaje.

—Pero volverás, ¿verdad? —Ambalika parecía desolada y tan niña como correspondía a sus años.

—Si —dije—. Apenas termine la estación lluviosa.

—Entonces me verás dar a luz a tu hijo.

—Rogaré al Sabio Señor que me traiga de vuelta a casa para entonces. —La abracé.

—El invierno que viene —dijo Ambalika firmemente— los tres iremos a Susa.

9

La caravana atravesó el Ganges en el puerto de Pataligama, cuyos barqueros son célebres no sólo por su torpeza sino por el regocijo que les inspiran los desastres de toda clase. En nuestro caso, tuvieron dos momentos de gran júbilo, en ocasión de la pérdida de dos carretas cargadas de hierro un día en que el río estaba tan sereno y liso como un espejo de metal pulido.

A causa del calor del sol, viajábamos de noche y dormíamos de día. No vimos bandoleros hasta que penetramos en los bosques, al sur de Vaishali. Allí fuimos atacados por varios cientos de bandidos bien armados que hacían mucho ruido, pero que no nos causaron ningún daño. Esa banda era famosa en toda la India porque no aceptaba en sus filas a nadie que no fuera hijo, nieto y bisnieto de un miembro de la corporación de los ladrones. El robo es una actividad tan provechosa que esa corporación se oponía a que un negocio viejo como el tiempo fuera menoscabado por aficionados.

Vaishali, capital de Licchavi, lo era también de la unión de repúblicas, conocida a veces como federación Vaijiana.

Fuimos recibidos por el gobernador de la ciudad, quien nos mostró el salón del congreso, donde se reunían los delegados de todas las repúblicas. Pero como el congreso no estaba reunido, el enorme salón de madera estaba vacío. También nos llevaron a la casa natal de Mahavira, una construcción imposible de distinguir en un suburbio que ya tenía el inconfundible aire de un santuario.

Me llevó largo tiempo comprender que tanto el Buda como Mahavira eran, para sus seguidores, mucho más que maestros o profetas. Se los consideraba muchísimo más grandes que cualquiera de los dioses. Esta idea era para mí desconcertante y asombrosa. Aunque los jain y los budistas corrientes continuaban adorando a Varuna, Mitra y los demás dioses védicos, consideraban que todas estas deidades eran inferiores al vigésimo cuarto iluminado y al vigésimo cuarto cruzador de ríos, con el argumento de que ningún dios podía llegar al nirvana o al kevala sin haber renacido como hombre. Repetiré esto, Demócrito. Ningún dios puede llegar a ser un iluminado y lograr la extinción sin renacer previamente como un hombre.

Es sorprendente pensar que millones de personas, en mi época —y supongo que también ahora—, podían creer que, en un momento dado de la historia, dos seres humanos han evolucionado hacia un estado superior al de todos los dioses que ha habido o habrá. Esto es titanismo, como dirían los griegos. Locura.

Mientras estaba en Vaishali tuve la sensación de que las repúblicas, si bien esperaban un ataque de Magadha, tenían cierta dificultad para levar tropas. Esto siempre ocurre en los países donde los ricos se creen reyes. No se puede combatir con diez mil generales. A pesar del constante homenaje a la sabiduría del pueblo que es preciso soportar aquí, cualquier tonto sabe que el pueblo puede ser fácilmente manipulado por los demagogos y que, además, es susceptible al soborno. Y lo que es peor: la gente rara vez está dispuesta a someterse al tipo de disciplina que es indispensable para ir a la guerra, y aún más para vencer. Yo predigo que los tiranos retornarán a Atenas. Demócrito no lo cree.

Al amanecer llegamos a la costa norte del río Ravati. Shravasti se encuentra sobre la costa sur. Como ese río lento y empequeñecido por el calor describe una amplia curva en ese punto, Shravasti tiene la forma de una media luna. Está rodeada, por tierra, de altos muros de ladrillo y formidables torres. Sobre el río había muelles, embarcaderos, depósitos: la confusión habitual de los puertos fluviales de la India. Una débil empalizada de madera separaba el puerto de la ciudad propiamente dicha. Era evidente que sus habitantes no temían un ataque por el río. En un país sin puentes ni barcos de guerra, el agua es una defensa perfecta. Observé, complacido, que el Gran Rey podía apoderarse de Shravasti en un solo día. Y también que a la primera luz de la mañana las altas torres de Shravasti parecían hechas de rosas.

Como la caravana debía seguir hacia Taxila, en el norte, no tenía sentido que cruzara el río. De modo que me despedí de toda la embajada, con excepción del inapreciable Caraka y de mi guardia personal.

Mientras cruzábamos el río en barcas, empecé a comprender de alguna manera las referencias de los jain y los budistas a los ríos, las barcas, los cruces y la orilla opuesta. En verdad, en mitad del río, mientras veía cómo la caravana de la costa norte disminuía rápidamente de tamaño y simultáneamente se agrandaban los muros, torres y templos de la ciudad, recordé vívidamente las palabras del príncipe Jeta. Al acercarme a la residencia del hombre de oro, tuve, por así decirlo, una experiencia de esas palabras. La ribera que había abandonado era la vida familiar, ordinaria. El río era el torrente de la existencia, donde uno podía ahogarse fácilmente. Al frente no se hallaba tanto la ciudad de Shravasti como lo que los budistas llaman «la costa opuesta al nacimiento y a la muerte».

En Shravasti esperaban mi llegada, y una delegación resplandeciente me recibió en el embarcadero. El príncipe Jeta me presentó al gobernador de la ciudad y a su comitiva. Los notables de esa región tienen la piel y el cabello más claro que sus iguales de Magadha. Y se observa en ellos un aire de confianza en sí mismos que rara vez se encuentra en la corte de Magadha. El rey Pasenadi, conviene recordar, no tenía aspiraciones a la monarquía universal, ni un chambelán como Varshakara, cuya policía secreta y sus bruscas detenciones mantenían una tensión constante. Fueran los que fuesen los infortunios de Koshala como estado, la vida era sin duda muy agradable para quienes podían vivir cómodamente en Shravasti, la más opulenta y lujosa ciudad del mundo.

—Los huéspedes de honor suelen venir por el sur, y entonces los recibimos en las puertas, con una ceremonia muy atractiva. Pero aquí, en el río…

El gobernador se disculpaba por la muchedumbre de trabajadores portuarios, boteros y pescadores. Nos empujaban y codeaban, a pesar del contingente de policías que rechazaban a la gente, la cual enseguida volvía a presionar contra la policía. Aunque todo el mundo parecía amable, siempre es una experiencia alarmante hallarse sumergido en la oscura y olorosa carne de una multitud en la India.

De repente, el cordón policial se rompió y la presión de la muchedumbre nos lanzó contra la estacada de madera. Afortunadamente, mis guardias impidieron que nos aplastaran. Los persas desenvainaron sus espadas. La multitud retrocedió. Las puertas seguían cerradas. Con voz rotunda, el gobernador ordenó que se abrieran. Continuaron cerradas. Estábamos entre la muchedumbre, bruscamente predatoria, y la empalizada.

—Así son las cosas en Koshala —dijo el príncipe Jeta, golpeando el brazo de un ladrón, que había logrado deslizarse por entre dos guardias persas.

—Pues, la gente parece… alegre —dije.

—Sí, son notablemente alegres.

—¿Y son muchos?

—Oh sí. En Shravasti viven cincuenta y siete mil familias.

Mientras tanto, el gobernador gritaba con toda su voz y golpeaba las puertas con sus puños. Después de lo que parecía un ciclo entero de la creación védica, las puertas de maderos crujieron y se abrieron. Me alivió ver, detrás, una línea de soldados con las lanzas preparadas. La muchedumbre retrocedió, y entramos en Shravasti con más prisa que dignidad.

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