Crimen En Directo (11 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

Anna reía de tan buena gana que le dolía la barriga. Maja las miraba alternativamente, como preguntándose qué sería aquello tan divertido que tanto las hacía reír. Y, seguramente, eso era lo que estaba pensando la pequeña. Pero luego pareció considerar que el motivo no era tan importante y se echó a reír ella también con todas sus ganas.

—Bueno, llevas dos razones. ¿Qué más? —preguntó Anna.

—Sí, luego empezó a discutir la distribución de las mesas y a preocuparse por si íbamos a sentar a Bittan muy cerca de nuestro sitio, porque Bittan, decía, no podía estar de ninguna manera en la mesa presidencial. De hecho, no veía la necesidad de que la invitásemos porque, después de todo, los padres de Patrik son ella y Lars, y los conocidos ocasionales no deberían tener prioridad en una lista de invitados tan reducida.

Anna reía tumbada en el suelo. Sin resuello y entre hipidos, le dijo:

—¿Con lo de «conocidos ocasionales» se refería a la pareja que Lars ha tenido desde hace más de veinte años?

—Exacto —respondió Erica, secándose las lágrimas, porque lloraba de risa—. La queja número cuatro era que yo me negaba a llevar su vestido de novia.

—Pero ¿habíais mencionado antes su vestido de novia? —La interrumpió Anna, que la miraba con los ojos como platos.

—Ni siquiera llegamos a hablar de su vestido... Pero lo vi en las fotografías de la boda de Lars y Kristina y, teniendo en cuenta que es un vestido de los años sesenta, que parece tejido a ganchillo y que termina justo debajo del trasero, ya podía haberse imaginado que no me interesaría llevarlo. Tan poco como Patrik querría dejarse las pobladas patillas y la abundante barba que su padre luce en la misma foto.

—Esa mujer está como una cabra —sentenció Anna, que ya había pasado de la risa a la estupefacción.

—Y... la razón número cinco, tararará tara... —intervino Erica imitando un toque de trompeta—. La número cinco es que exigía que su sobrino, el primo de Patrik, se encargase de amenizar la fiesta.

—¿Ajá? Y ¿cuál es el problema? —preguntó Anna un tanto sorprendida.

Erica hizo una pausa teatral, antes de explicar:

—Su sobrino toca la
nyckelharpa
.

—¡Anda ya! Estás de broma —respondió Anna, un tanto aterrada—. No hablarás en serio, ¿verdad? —Volvió a reír—. ¡Dios santo, me lo imagino! Una gran boda con todas las tías de Kristina apoyadas en sus andadores, tú con un vestido minifaldero de ganchillo, Patrik con patillas largas y el traje de su graduación y, lo último, aunque no menos importante, la
nyckelharpa,
instrumento imprescindible en cualquier fiesta. ¡Dios, qué guay! Pagaría cualquier cosa por presenciarlo.

—Sí, tú ríete —la recriminó Erica con una sonrisa—. Pero, tal y como están las cosas, no habrá boda, con el retraso que llevamos con los preparativos.

—Pues nada —replicó Anna resuelta mientras se sentaba a la mesa, lápiz y papel en mano—. Hagamos una lista ahora mismo, y nos ponemos manos a la obra. Y que no se crea Patrik que va a librarse. Tú no eres la única que se casa, ¿no? Os casáis los dos.

—Sí, claro, nos casamos los dos —respondió Erica, un tanto escéptica, pues no creía fácil sacar a Patrik de la confusión de que, en los preparativos de aquella boda, Erica era tanto directora de proyecto como soldado de a pie. De hecho, Patrik parecía creer que, una vez se hubo declarado, habían concluido sus obligaciones de tipo práctico y que, a partir de ahí, lo único que le quedaba por hacer era no llegar tarde a la iglesia.

—Veamos: buscar un grupo que toque en la fiesta. Esto... será cosa de Patrik —aseguró Anna encantada. Erica enarcó una ceja con expresión incrédula. Anna no se dejó distraer por ello y continuó con su lista.

—Buscar un frac para el novio. Esto... lo hará Patrik —Anna estaba muy concentrada en su tarea, y Erica, encantada de no tener que llevar las riendas por una vez.

—Pedir hora para la degustación del menú... lo hará Patrik.

—Oye, no creo que funcione... —comenzó Erica, pero Anna fingió no oírla siquiera.

—El vestido de novia... Sí, bueno, esto es cosa tuya, Erica, en lo del vestido has de poner algo de tu parte. ¿Qué te parece si mañana nos vamos las tres a Uddevalla, a ver qué tienen?

—Sí... —respondió Erica vacilante. Lo último que le apetecía en aquellos momentos era ir a probarse ropa. Los kilos de más que había acumulado durante el embarazo de Maja seguían ahí como una montaña inamovible, junto con los otros kilos que había ido añadiendo durante los últimos meses, pues, debido al estrés, no había tenido tiempo de reparar siquiera en lo que comía. Se detuvo mientras se llevaba a la boca el bollo que tenía en la mano y volvió a dejarlo en el plato. Anna dejó la lista y la miró.

—¿Sabes? Si dejas de comer hidratos de carbono desde hoy hasta el día de la boda, perderás los kilos a toda velocidad.

—Anda ya, yo nunca he perdido kilos a ninguna velocidad digna de mención —respondió Erica con amargura. Una cosa era pensar una misma que le sobraban unos kilos y otra muy distinta que alguien te lo dijera. Pero, claro, Anna tenía razón. Algo debía hacer si quería verse guapa el día de su boda—. Vale, lo intentaremos —dijo a regañadientes—. Nada de bollos ni galletas ni golosinas, me olvidaré del pan y de la pasta de harina blanca y de todas esas cosas.

—Muy bien, pero, en cualquier caso, has de ir a buscar un vestido ya. Luego, si es necesario, pueden meterle un poco las costuras.

—Me lo creeré cuando lo vea —replicó Erica con voz apagada—. Pero tienes razón, podemos ir a Uddevalla mañana, en cuanto hayamos dejado a Emma y a Adrian en la guardería. Y ya veremos. Si no, tendré que casarme en chándal —dijo observándose con pesadumbre—. Bien, ¿y qué más? —preguntó suspirando y señalando con la cabeza la lista de Anna que, entusiasmada, seguía anotando y distribuyendo tareas a diestro y siniestro. Erica experimentó de pronto un cansancio indecible. Aquello no saldría bien, de ninguna manera.

Cruzaron la calle sin prisa. Hacía tan sólo cuatro días que Patrik y Martin recorrieron el mismo camino y no estaban muy seguros de lo que iban a encontrarse. Hacía cuatro días que Kerstin conocía la noticia de la muerte de su pareja. Cuatro días eternos, seguramente.

Patrik le dirigió a Martin una mirada inquisitiva antes de llamar al timbre. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos exhalaron un hondo suspiro con el que dejaron escapar parte de la tensión acumulada. En cierto modo, consideraban que era muy egoísta sentirse atormentado por visitar a personas que habían perdido a un ser querido; que era puro egoísmo sentir el menor malestar, cuando para ellos era mucho más fácil que para quienes se hallaban en pleno luto por la pérdida de un familiar. Claro que el malestar se debía a su miedo a decir una inconveniencia, a dar un mal paso que empeorase la situación, pese a que la lógica les decía que nada de lo que ellos pudiesen hacer agravaría un dolor que siempre resultaba invicto, imposible de asimilar.

Oyeron unos pasos acercándose por el pasillo y, al cabo de un instante, se abrió la puerta, pero al otro lado no estaba Kerstin, tal y como esperaban, sino Sofie.

—Hola —les dijo la muchacha con un hilo de voz y con la cara marcada por el llanto de varios días. La joven no se movió, de modo que Patrik se aclaró la garganta para tomar la palabra.

—Hola, Sofie. —Guardó silencio un instante, pero añadió enseguida—: Supongo que te acordarás de nosotros, Patrik Hedström y Martin Molin. —Miró a Martin y volvió a dirigirse a Sofie—. ¿Está en casa... Kerstin? Tendríamos que hablar con ella unos minutos.

Sofie se hizo a un lado, entró en el piso y llamó a Kerstin mientras Patrik y Martin aguardaban en el vestíbulo.

—¡Kerstin! Ha venido la policía. Quieren hablar contigo.

Kerstin salió de una de las habitaciones. También ella tenía la cara hinchada y roja de tanto llorar. Se quedó en silencio a unos metros de donde se encontraban ellos y ni Patrik ni Martin sabían cómo abordar el tema. Finalmente, la mujer les dijo:

—¿Quieren entrar?

Ambos asintieron, se quitaron los zapatos y la siguieron hasta la cocina. Sofie parecía querer acompañarlos, pero quizá Kerstin intuyó que el tema que iban a tratar no era apropiado para ella, porque le hizo un gesto disuasorio y casi imperceptible. Sofie pareció dispuesta a ignorarlo, pero luego se encogió de hombros, se metió en su cuarto y cerró la puerta. Ya se lo harían saber en su momento; ahora Patrik y Martin querían hablar a solas con Kerstin.

Patrik fue derecho al grano y comenzó en cuanto se hubieron sentado.

—Verá, hemos encontrado una serie de... anomalías en torno al accidente de Marit.

—¿Anomalías? —repitió Kerstin mirando sin comprender a Patrik y a Martin alternativamente.

—Sí... —continuó Martin—. Existen ciertas... lesiones que probablemente no puedan atribuirse al accidente.

—¿Probablemente? —volvió a repetir Kerstin—. ¿No lo saben?

—No, aún no estamos seguros —confesó Patrik—. Sabremos más cuando el forense haya enviado el informe definitivo, pero por ahora tenemos los interrogantes suficientes como para hacerle algunas preguntas más. Queremos saber si existe algún motivo para creer que alguien hubiese querido hacerle daño a Marit.

Patrik vio que Kerstin se estremecía. Más que verlo, sintió que una idea cruzaba por su cabeza, una idea que la mujer desechó enseguida. Pero precisamente aquella idea era la que él debía abordar.

—Si sabe de alguien que pudiera querer causarle daño a Marit, debe contárnoslo. Al menos, para que podamos excluir a la persona en cuestión como sospechosa.

Patrik y Martin la observaban tensos. La mujer parecía estar debatiéndose en su interior y ambos guardaron silencio para darle tiempo a formular su respuesta.

—Bueno, durante un tiempo, recibimos unas cartas —respondió despacio y a disgusto.

—¿Cartas? —preguntó Martin lleno de curiosidad.

—Pues sí... —Kerstin hacía girar el anillo de oro que llevaba en el anular izquierdo—. Nos pasamos cuatro años recibiendo cartas.

—¿Cuál era el contenido de esas cartas?

—Amenazas, comentarios sucios, cosas sobre nuestra relación.

—Es decir, las remitía alguien que aludía a... —Patrik dudaba preguntándose en qué términos formular la pregunta—... a la naturaleza de la relación que ustedes mantenían.

—Sí —respondió Kerstin incómoda—. Alguien que sabía o sospechaba que éramos algo más que amigas y que... —Ahora le tocó a ella el turno de vacilar y de elegir los términos—... que lo «desaprobaba» —añadió al cabo.

—¿En qué consistían las amenazas? ¿Eran graves? —Martin iba anotando cuanto decían. Verdaderamente, aquello no contradecía los indicios que indicaban que la muerte de Marit no había sido un accidente.

—Sí, eran muy graves. Decían que la gente como nosotras era repugnante, que éramos repugnantes para la naturaleza. Que la gente como nosotras merecía morir.

—¿Con qué frecuencia las recibían?

Kerstin hizo memoria. Seguía nerviosa, dándole vueltas al anillo una y otra vez.

—Puede que unas tres o cuatro al año. Unos años más, otros menos. No parecían seguir un patrón. Era más bien como si a la persona en cuestión le diera un arrebato de pronto, no sé si me entienden.

—¿Por qué no lo denunciaron nunca a la policía? —preguntó Martin levantando la vista del bloc de notas. Kerstin exhibió media sonrisa.

—Marit se negaba. Temía que eso empeorase las cosas. Que se armaría un gran escándalo y que nuestra... relación se haría pública.

—¿Y ella no quería? —preguntó Patrik justo antes de recordar que eso fue lo que, según les contó Kerstin, había provocado la disputa que hizo que Marit saliese aquella noche. La noche en la que nunca regresó.

—No, no quería —repitió Kerstin en tono monocorde—. Pero guardamos las cartas. Por si acaso. —Kerstin se levantó.

Patrik y Martin se miraron atónitos. Ni siquiera se les había ocurrido preguntárselo. Era más de lo que jamás se habrían atrevido a esperar. Quizá pudiesen encontrar pruebas físicas que los condujesen al remitente de aquellas misivas.

Kerstin volvió con un grueso fajo de cartas protegidas por una bolsa de plástico. Las esparció sobre la mesa, delante de Patrik y Martin. Temeroso de destruir las pruebas, más de lo que ya lo habían hecho las manos del cartero y de Kerstin y Marit, Patrik las empujó cuidadoso con un lápiz. Las cartas seguían en los sobres y, al pensar que quizá hallasen una prueba definitiva en el ADN de la saliva con la que el remitente pegó los sellos, sintió que se le aceleraba aún más el corazón.

—¿Podemos llevárnoslas? —preguntó Martin, también esperanzado al ver las cartas.

—Sí, claro, llévenselas —asintió Kerstin en tono cansino—. Llévenselas y quémenlas después.

—Pero, salvo las cartas, ¿no habían recibido ninguna otra amenaza?

Kerstin se había sentado de nuevo y era evidente que le costaba decidirse.

—No sé si... —añadió vacilante—. A veces llamaba alguien, pero cuando cogíamos el teléfono, la persona que llamaba no decía ni una palabra, sino que se quedaba en silencio hasta que colgábamos. Lo cierto es que intentamos averiguar el número, pero al parecer pertenecía a un móvil con tarjeta de prepago, así que no pudimos saber quién era el propietario.

—Y ¿cuándo fue la última vez que recibieron una de esas llamadas? —preguntó Martin expectante, con el bolígrafo preparado.

Kerstin hizo memoria.

—Pues... ¿cuándo sería? Hace dos semanas, más o menos —respondió sin dejar de girar el anillo en el dedo.

—Y, a excepción de las llamadas, ¿nada más? ¿Ninguna otra persona que hubiese querido hacerle daño a Marit? Por cierto, ¿cómo era la relación con su ex marido?

Kerstin se tomó su tiempo antes de contestar. Tras echar una ojeada al pasillo para asegurarse de que la puerta del dormitorio de Sofie seguía cerrada, dijo:

—Al principio era una tortura, bueno, lo fue durante bastante tiempo, la verdad. Pero este último año la cosa ha estado más tranquila.

—¿Puede explicarnos en qué sentido era una tortura? —Patrik preguntaba y Martin no dejaba de tomar notas.

—Se negaba a aceptar que Marit lo hubiese abandonado. Llevaban juntos desde la adolescencia y, bueno, según Marit, hacía muchos años que su relación no era buena, si alguna vez lo fue. A ella le sorprendió lo violentamente que reaccionó Ola cuando le confesó que quería irse de casa. Pero Ola... —Se detuvo dubitativa—. Ola es un hombre que necesita ejercer control. Todo ha de estar limpio y en orden, y el hecho de que Marit lo abandonase perturbaba ese orden. Yo creo que era más bien eso lo que lo irritaba, no el hecho de perderla.

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