Crimen En Directo (5 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #novela negra

Y, en efecto, unos minutos más tarde llamaban a la puerta del apartamento de Marit. Con una ojeada a la guía de teléfonos comprobaron que vivía en un bloque situado no muy lejos de la comisaría. Tanto Patrik como Martin iban apesadumbrados. Aquél era el cometido policial más detestado entre los profesionales. Hasta que no oyeron los pasos al otro lado de la puerta ni se les había ocurrido que a aquella hora del día no hubiera nadie.

La mujer que les abrió la puerta supo enseguida cuál era el motivo de la visita. Patrik y Martin lo notaron en el tono pálido que su rostro adquirió al verlos y el modo en que se hundieron sus hombros, con gesto resignado.

—Es por Marit, ¿verdad? ¿Le ha pasado algo? —Le temblaba la voz, pero se apartó para que entrasen en el vestíbulo.

—Sí, por desgracia traemos malas noticias. Marit Kaspersen sufrió un accidente de tráfico, el suyo era el único vehículo implicado. Marit... falleció en el accidente —anunció Patrik con voz queda. La mujer permaneció inmóvil, como si se hubiese congelado en aquella posición y no fuese capaz de enviar señales del cerebro a los músculos. De hecho, tenía la mente ocupada en procesar la información que acababa de recibir.

—¿Quieren café? —preguntó al fin, moviéndose como un autómata en dirección a la cocina, sin aguardar la respuesta de los dos policías.

—¿Hay alguien a quien podamos llamar? —preguntó Martin. La mujer parecía conmocionada. Llevaba el pelo castaño en un corte muy práctico y se lo pasaba constantemente por detrás de las orejas. Era muy delgada y vestía vaqueros y un jersey de lana, el típico modelo noruego, con un hermoso dibujo y grandes y sinuosos herrajes plateados.

Kerstin meneó la cabeza.

—No, no tengo a nadie salvo a... a Marit. Y a Sofie, claro, pero está con su padre.

—Sofie es la hija de Marit, ¿no? —preguntó Patrik negando con la cabeza cuando Kerstin, después de haber servido tres tazas de café, le mostró el cartón de leche.

—Sí, tiene quince años. Esta semana le toca a Ola. Pasa una semana con Marit y conmigo y otra con Ola, en Fjällbacka.

—¿Eran muy amigas Marit y usted? —Patrik se sintió un poco incómodo con su forma de hacer la pregunta, pero no sabía cómo abordar el asunto. Tomó un sorbo de café mientras aguardaba la respuesta. Estaba muy rico. Cargado, justo como a él le gustaba.

La media sonrisa de Kerstin le reveló que sabía a qué se refería.

Cuando empezó a hablar, el llanto acudió a sus ojos:

—Éramos amigas las semanas que Sofie pasaba aquí, y amantes las semanas que pasaba con Ola. Por eso fue por lo que... —Se le quebró la voz y rompió a llorar a lágrima viva. Estuvo sollozando un rato, al cabo del cual hizo un esfuerzo por recobrar el control de la voz y continuó—: Por eso discutimos ayer por la tarde. Por enésima vez. Marit no quería salir del armario, pero yo me estaba asfixiando y quería contarlo todo. Ella se escudaba en Sofie, pero no era más que un pretexto. Era ella, que no quería exponerse a las habladurías y a las miradas críticas de la gente. Yo intenté explicarle que de eso no se libraba de todos modos, que la gente hablaba y nos miraba desde hacía tiempo. Y que, aunque al principio nos criticaran si hacíamos pública nuestra relación, estoy convencida de que al final se habrían terminado aburriendo. Pero Marit no se atrevía a prestar oídos a ese razonamiento. Durante muchos años, vivió la vida gris de la sueca media, el marido, la hija, el chalé y las vacaciones en caravana y todo lo demás y, claro, arrinconó en lo más recóndito de su ser la posibilidad de sentir algo por una mujer. Pero cuando nos conocimos, fue como si de repente todo encajase. O, al menos, así fue como me lo describió. Asumió las consecuencias, abandonó a Ola y se mudó conmigo. Sin embargo, no se atrevía a ser consecuente con ello al cien por cien. Por eso discutimos ayer. —Kerstin extendió el brazo en busca de una servilleta y se sonó ruidosamente.

—¿A qué hora salió? —preguntó Patrik.

—Sobre las ocho. Ocho y cuarto, creo. Sabía que había pasado algo. Nunca se había ausentado toda la noche, pero no me decidí a llamar a la policía. Pensé que quizá se hubiera ido a casa de alguien o que habría pasado la noche caminando por ahí o, bueno, no sabía qué pensar. Cuando han llegado, estaba a punto de empezar a llamar a los hospitales y, si no hubiera dado con ella, les habría llamado a ustedes.

Empezaba a moquear de nuevo y tuvo que volver a sonarse. Patrik veía la tristeza, el dolor y la culpa mezclados en su semblante y deseó poder decirle algo que, al menos, paliase el sentimiento de culpa. Sin embargo, se veía obligado a echar más leña al fuego.

—Verá... —comenzó indeciso, y carraspeó antes de proseguir—. Verá, sospechamos que estaba muy ebria cuando se produjo el accidente. ¿Sabe si tenía problemas con el alcohol?

Tomó otro sorbo de café y durante un segundo deseó hallarse en otro lugar, muy lejos de allí. No en aquella cocina, con aquellas preguntas y con todo aquel dolor. Kerstin lo miró atónita.

—Marit nunca bebía alcohol. Al menos, no desde que yo la conozco, es decir, durante más de cuatro años. No le gustaba el sabor, decía, y ni siquiera tomaba sidra.

Patrik cruzó con Martin una mirada elocuente. Otro dato extraño se añadía a aquella sensación intangible que había experimentado desde que vio el lugar del accidente, hacía un par de horas.

—¿Está completamente segura? —La pregunta sonó absurda, Kerstin ya había respondido, pero no quería dar lugar a vaguedades.

—¡Por supuesto! Jamás, jamás la he visto beber alcohol, ni vino, ni cerveza ni nada de eso, y la idea de que se haya emborrachado antes de sentarse al volante..., bueno, sencillamente, me parece imposible. Pero, no entiendo... —Kerstin miraba desconcertada a Patrik y a Martin. Aquello no tenía ni pies ni cabeza, Marit no bebía nunca, así de sencillo.

—¿Dónde podemos localizar a su hija? ¿Tiene la dirección del ex marido de Marit? —preguntó Martin al tiempo que sacaba lápiz y papel.

—Vive en Fjällbacka, en el barrio de Kullen. Aquí tengo la dirección.

Cogió un papel del corcho de la cocina y se lo dio a Martin. Aún parecía confundida y aquella información tan extraña la hizo olvidar el llanto por un instante.

—Entonces, ¿no quiere que llamemos a nadie? —preguntó Patrik poniéndose de pie.

—No. En realidad, lo que quiero es estar sola.

—Vale, pero llámenos si necesita algo —Patrik le dio su tarjeta de visita. Se dio la vuelta justo antes de que la puerta se cerrase una vez que hubieron salido. Kerstin seguía sentada en la cocina. Totalmente inmóvil.

—¡Annika! ¿Ha llegado la nueva muchacha? —Mellberg vociferó la pregunta en medio del pasillo.

—¡Sí! —le respondió Annika también a gritos, sin molestarse en moverse de la recepción.

—¿Y dónde está? —continuó Mellberg desgañitándose.

—¡Aquí! —Se oyó la voz de una mujer. Un segundo después, Hanna apareció en el pasillo.

—Ajá, bueno, bueno, pues si no estás muy ocupada, quizá tengas un momento para venir y presentarte —le dijo en tono arisco—. Es costumbre entrar a saludar al nuevo jefe. Por lo general, es lo primero que hace la gente.

—Lo siento —se disculpó Hanna muy seria acercándose a Mellberg para estrecharle la mano—. Acababa de llegar cuando Patrik Hedström me pidió que fuera con él a atender un aviso. Acabo de llegar. Y ahora mismo estaba pensando en ir a presentarme, por supuesto. He de decir que tengo tan buenas referencias de vuestro trabajo... Las investigaciones de asesinato de los últimos años han sido un éxito y se ha hablado mucho de la excelente dirección que debe de tener esta comisaría, pues, pese a ser tan pequeña, ha resuelto los casos de un modo ejemplar.

Dicho esto, estrechó con firmeza la mano de Mellberg, que la miró suspicaz para comprobar si hallaba algún indicio de ironía en sus palabras. Sin embargo, Hanna lo observaba con seriedad y Mellberg decidió enseguida tragarse la alabanza con piel y espinas. Tal vez la cosa no fuese tan mal con una fémina de uniforme. Además, estaba de buen ver. Un tanto escuálida para su gusto, pero bien proporcionada, sí señor, muy bien proporcionada. Aunque después de la conversación mantenida aquella mañana y de su halagüeño final, debía admitir que ya no sentía en el estómago el mismo cosquilleo de antaño cuando veía a una mujer atractiva. Antes al contrario, y para su sorpresa, tal visión lo hacía pensar en la cálida voz de Rose-Marie y en la alegría con la que aceptó su invitación a cenar.

—Bueno, veamos, no podemos quedarnos aquí en el pasillo —observó después de, muy a su pesar, abandonar el recuerdo de la agradable conversación telefónica—. Entremos en mi despacho y hablemos con calma.

Hanna lo acompañó hasta su oficina y se sentó en la silla que había frente a Mellberg.

—Entonces, ya has entrado de lleno en el trabajo de la comisaría, ¿no?

—Sí, el comisario Hedström me pidió que lo acompañara al lugar de un accidente de tráfico, con un solo coche implicado y con resultado de muerte, por desgracia.

—Sí, son cosas que pasan.

—Según nuestra primera estimación, había alcohol de por medio. La conductora apestaba a vodka.

—¡Joder! ¿Te dijo Patrik si tenía antecedentes en ese sentido?

—Pues no, no daba esa impresión. Y él conocía a la víctima. Se trata de una mujer que, al parecer, tenía un comercio en la calle Affarsvägen. Marit, si no recuerdo mal.

—¡Menuda pu...! —exclamó Mellberg rascándose reflexivo el cabello que llevaba enroscado sobre la calva—. ¿Marit? Jamás lo habría creído de ella. —Mellberg carraspeó ligeramente—. En cualquier caso, espero que no hayas tenido que ir a darles la noticia a los familiares en tu primer día, ¿no?

—No —respondió Hanna bajando la vista—. Patrik y un chico pelirrojo algo más joven se encargaron de eso.

—Sí, es Martin Molin —aclaró Mellberg—. ¿No os ha presentado Patrik?

—No, me figuro que se le olvidó. Sospecho que tenía la mente ocupada con lo que les esperaba.

—Vaya —respondió Mellberg pensativo. Siguió un largo silencio que rompió con un nuevo carraspeo—: Bueno, pues muy bien. Bienvenida a la comisaría de Tanumshede. Espero que estés a gusto aquí. Por cierto, ¿cómo te has organizado el alojamiento?

—Lars, mi marido, y yo hemos alquilado una casa en la zona, enfrente de la iglesia. La verdad es que nos mudamos hace ya una semana y hemos intentado instalarnos en la medida de lo posible. La casa se alquilaba amueblada, pero queremos organizarla a nuestro gusto.

—Y tu marido, ¿a qué se dedica? ¿También él tiene trabajo aquí?

—Aún no —respondió Hanna bajando la vista de nuevo y retorciéndose las manos con nerviosismo.

Mellberg resopló despectivo para sus adentros. O sea, que estaba casada con uno de esos tíos, un cerdo sin empleo que permitía que lo mantuviese su mujer. En fin, algunos sabían montárselo bien.

—Lars es psicólogo —explicó Hanna, como si acabase de oír lo que pensaba Mellberg—. Y está buscando trabajo, pero la oferta en esta zona no es muy amplia. De modo que, mientras encuentra algo, está escribiendo un libro. Un libro divulgativo. Y además, trabajará unas horas por semana como psicólogo de los participantes de
Fucking Tanum.

—Ajá —respondió Mellberg en un tono que indicaba que ya hacía rato que había perdido el interés por el trabajo de su marido—. En fin, reitero mi bienvenida. —Dicho esto, se puso en pie para indicarle que, una vez despachadas las formalidades, podía marcharse.

—Gracias —respondió Hanna.

—Cierra la puerta al salir —le dijo Mellberg. Por un instante, creyó advertir una sonrisa en los labios de la mujer, pero se habría confundido. La nueva policía parecía sentir un gran respeto por su persona y por su trabajo. De hecho, así se lo había dicho, más o menos, y gracias a su profundo conocimiento del ser humano, Mellberg estaba en condiciones de asegurar cuándo la gente era sincera y cuándo no. Y Hanna había sido muy sincera.

—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó Annika en un susurro unos segundos más tarde en su despacho.

—Bueno —respondió Hanna exactamente con la sonrisa divertida que Mellberg creyó no haber visto—. Un verdadero... personaje, diría yo —continuó mientras meneaba la cabeza.

—Un personaje. Sí, creo que se lo puede llamar así —admitió Annika entre risas—. De todos modos, parece que tú sabes llevarlo. No le aguantes ningún desmán, es mi consejo. Si cree que puede hacer lo que quiera contigo, estás perdida.

—Te aseguro que he conocido a algún que otro Mellberg en mi vida, así que creo que sé cómo manejarlo —respondió Hanna. Annika no dudó ni un momento de que fuese verdad—. Hay que adularlo un poco, fingir que haces exactamente lo que te diga, pero hacer luego lo que uno considere mejor. Si el resultado es bueno, se comportará como si hubiese sido idea suya desde el principio, ¿me equivoco?

—No, acabas de dar la receta perfecta de cómo se trabaja a las órdenes de Mellberg —confirmó Annika riendo, antes de retirarse a su mesa de la recepción. Estaba claro que no iba a tener que preocuparse de aquella joven. Curtida, inteligente y valiente como ella sola. Sería un placer ver cómo se las arreglaba con Mellberg.

Dan ordenaba desolado las habitaciones de las niñas. Como de costumbre, habían dejado sus dormitorios en tal estado que parecía que hubiese caído una bomba de las pequeñas. Sabía que debería esforzarse por educarlas para que recogieran sus cosas, pero el tiempo que pasaba con ellas era demasiado precioso. Las tenía en casa los fines de semana alternos, y quería aprovechar al máximo aquellas horas, en lugar de malgastarlas en discusiones y peleas. Sabía que no hacía lo correcto, que debería asumir su papel de educarlas en lugar de dejarle toda la responsabilidad a Pernilla, pero el fin de semana pasaba tan rápido... como los años, que también parecían volar a una velocidad aterradora. Belinda había cumplido ya los dieciséis y se estaba haciendo mayor, y Malin, que tenía diez, y Lisen, de siete, crecían a tal ritmo que a veces tenía la sensación de no ser consciente. Tres años después de la separación, aún lo abrumaba la culpa como si fuera un bloque de piedra inmenso. Si no hubiese cometido aquel error fatal, quizá ahora no se vería así, recogiendo la ropa y los juguetes de las niñas en una casa tan vacía que sólo se oía el resonar del eco. Quizá también hubiese sido un error quedarse en la casa de Falkeliden. Pernilla se había mudado a Munkedal, para tener a su familia más cerca, pero Dan no quería que las niñas perdieran también la casa. De modo que trabajaba, ahorraba y luchaba para que sus hijas se sintieran en casa cada dos fines de semana. Aunque aquello dejaría de funcionar muy pronto. Los gastos de la casa lo estaban arruinando. En un plazo de seis meses, como máximo, se vería obligado a tomar una decisión. Se desplomó en la cama de Malin, con la cabeza entre las manos.

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