A Boheim no le gustaban las prostitutas, lo había probado años atrás y le pareció repugnante. Pensaba en Melanie, su mujer. Era conocida públicamente como campeona de doma clásica, y como muchas amazonas vivía exclusivamente para sus caballos. Melanie era fría; hacía ya mucho tiempo que no tenían nada que decirse, pero eran corteses el uno con el otro y habían llegado a un arreglo. Se veían poco. Él sabía que ella no iba a tolerar lo de sus estudiantes. Y de momento no podía recurrir a una separación, aunque sólo fuera por Benedikt, el hijo de ambos. Tendría que esperar unos años, hasta que el chico hubiera crecido. Benedikt quería a su madre.
Percy Boheim era uno de los industriales más conspicuos del país; había heredado de su padre la mayoría accionarial de una empresa de componentes para automóviles, formaba parte de numerosos consejos de administración y era asesor del gobierno en materia económica.
Pensaba en la inminente adquisición de una fábrica de tornillos alsaciana. Sus auditores de cuentas se lo habían desaconsejado, pero eran gente que nunca entendía nada. Hacía ya algún tiempo que tenía la sensación de que los abogados y auditores creaban constantemente problemas, pero nunca los resolvían. Quizá simplemente debería venderlo todo e irse a pescar. «Algún día —pensó Boheim—, algún día, cuando Benedikt sea suficientemente mayor.» Luego se durmió.
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Abbas estaba alarmado, en los últimos tiempos Stefanie hacía preguntas raras. Si alguna vez pensaba en otras chicas, si seguía gustándole, si aún la quería. Nunca antes le había preguntado esa clase de cosas. Hasta entonces, ella se había mostrado un tanto insegura en el sexo pero dominante en la relación; ahora parecía que se invertían los términos. Después de hacer el amor, se le arrimaba largo rato, e incluso mientras dormía se aferraba a él. También eso era nuevo.
Cuando ella se hubo dormido, Abbas se levantó y le registró el móvil. Ya se lo había controlado muchas veces. Ahora había un nuevo contacto: «PB.» Fue repasando mentalmente todos los conocidos, pero no le vino a la cabeza nadie con esas iniciales. Luego leyó los mensajes guardados. «Miércoles 12.00 h Parkhotel. Habitación 239 como siempre.» El SMS era de «PB». Abbas fue a la cocina y se sentó en una de las sillas de madera. De la rabia que sentía apenas podía respirar. «Como siempre», de manera que no era la primera vez. Cómo podía hacerle eso. Justamente ahora, cuando su vida atravesaba la peor crisis. Él la quería, ella lo era todo para él, había pensado que juntos lo superarían. Abbas no daba crédito.
Al miércoles siguiente, a las doce en punto, estaba frente al Parkhotel. Era el mejor hotel de la ciudad. Y eso, para él, constituía un problema. El portero de la entrada no lo había dejado entrar. Abbas no se lo tomó como algo personal, no tenía precisamente pinta de hospedarse en el hotel. Estaba acostumbrado a las reservas que suscitaba su aspecto árabe. Así que se sentó en un banco y se puso a esperar. Esperó más de dos horas. Finalmente, Stefanie salió del hotel. Abbas fue a su encuentro y observó su reacción. Ella se asustó y se ruborizó.
—Pero ¿qué haces aquí? —preguntó.
—Te estaba esperando.
—¿Y cómo sabías que estaba aquí? —Stefanie se preguntaba qué más sabía.
—Te he seguido.
—¿Que me has seguido? ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué lo has hecho?
—Hay otro, lo sé. —Abbas tenía lágrimas en los ojos, la cogió por el brazo.
—No seas ridículo.
Stefanie se zafó de él y se dispuso a cruzar la plaza. Creía estar en una película.
Abbas corrió tras ella y la alcanzó en dos zancadas. Volvió a agarrarla.
—Stefanie, ¿qué hacías en el hotel?
Ella tuvo que concentrarse. «Piénsalo bien», se dijo.
—He venido a pedir trabajo. Pagan mejor que en la cervecería.
No se le ocurrió nada mejor.
Abbas, por supuesto, no le creyó. Discutieron a gritos en medio de la plaza. Stefanie pasó vergüenza, Abbas hablaba a voz en cuello, ella tiraba de él para llevárselo de allí. Al cabo de un rato se calmó. Fueron al piso de ella. Abbas se sentó a la mesa de la cocina, tomó té y no abrió la boca.
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Boheim llevaba ya dos meses viéndose con Stefanie, que había perdido la timidez. Se entendían bien, acaso un poco demasiado. Stefanie le había contado que, dos semanas atrás, su novio la había seguido. Boheim estaba intranquilo, sabía que debía poner fin a aquella historia. Eso era lo engorroso de esa clase de relaciones. Un novio celoso era sinónimo de problemas.
Aquel día se retrasó, la reunión se había alargado más de la cuenta. Encendió el teléfono del coche y marcó el número de Stefanie. Era agradable oír su voz. Le dijo que llegaba enseguida. Ella se alegró y le confió que ya estaba desnuda.
Cuando entró en el garaje del hotel, colgó el teléfono. Le diría que se había acabado. A poder ser, ese mismo día. Boheim no era de los que se andan con rodeos.
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El sumario estaba abierto sobre el escritorio. Hasta entonces constaba solamente de dos legajos cosidos en la cartulina roja que suele usarse para las causas penales, pero iría aumentando en volumen. Al fiscal superior Schmied no le gustaba aquel sumario. Cerró los ojos y se reclinó en la silla. «Me faltan sólo ocho meses para la jubilación», pensó. Schmied era desde hacía doce años el jefe de la Unidad de Delitos Contra la Vida de la Fiscalía de Berlín. Y ya estaba harto. Su padre era oriundo de Breslavia, Schmied se sentía prusiano hasta la médula. No odiaba a los criminales que perseguía, sencillamente era su trabajo. Ya no quería ningún gran caso, prefería un par de homicidios simples, dramas familiares, casos que pudieran dilucidarse rápidamente. Pero, por favor, ningún caso más de los que exigen informes que luego hay que elevar al fiscal general.
Schmied tenía enfrente la solicitud para que se dictara orden de prisión preventiva contra Boheim. Aún no la había firmado. «No bien la firme, empezarán a salir disparates en la prensa», pensaba. Los periódicos sensacionalistas ya aparecían llenos de historias sobre la estudiante hallada desnuda en el hotel de lujo. Podía imaginarse a grandes rasgos qué iba a suceder si Percy Boheim, presidente y principal accionista de la Boheim-Werke, era detenido. Se armaría la de Dios es Cristo y el portavoz de la fiscalía recibiría todos los días órdenes acerca de qué tendría que decir.
Schmied suspiró y volvió a examinar las anotaciones que había redactado su nuevo colega. El nuevo era un buen tipo, todavía un tanto entusiasta, pero eso se arreglaría con el tiempo.
Las anotaciones resumían el sumario en estricto orden.
Stefanie Becker fue hallada muerta a las 15.26 h. Le habían destrozado la cabeza con violencia extrema y un gran número de golpes. El arma del crimen era la base de una lámpara de hierro colado que formaba parte de la decoración habitual de la habitación. «Politraumatismos causados por objeto contundente», según la jerga de la medicina forense.
Percy Boheim había sido el último en llamar al teléfono móvil de la víctima. Un día después de los hechos, dos inspectores de la brigada de homicidios fueron a verlo a su despacho de Berlín.
—Serán sólo unas preguntas rutinarias —dijeron.
Boheim solicitó a uno de los abogados de la empresa que asistiera a la conversación. En el informe policial se decía que no había mostrado ninguna reacción extraña. Le habían enseñado una foto de la chica muerta y él había negado conocerla. La llamada la había justificado diciendo que se había equivocado al marcar; la situación de su teléfono, arguyendo que había pasado con el coche frente al hotel. Los policías habían trascrito su declaración directamente en su oficina. Él la había leído de principio a fin y había estampado su firma en ella.
A esas alturas ya estaba claro que la conversación telefónica había durado casi un minuto, demasiado tiempo para una llamada hecha por error. Eso, sin embargo, los policías no se lo echaron en cara. Todavía no. Tampoco le revelaron que su número estaba memorizado en la agenda del teléfono de la víctima. Boheim se había convertido en sospechoso.
Al día siguiente llegaron los análisis de la policía científica: se habían encontrado restos de esperma en el cabello y en los pechos de la víctima. El ADN no concordaba con ninguno de los que había registrados en la base de datos. Boheim fue requerido para que entregara voluntariamente una muestra de saliva. Analizaron su ADN con urgencia: coincidía con el del esperma.
Ése era, en esencia, el informe.
A Schmied, como siempre, el legajo amarillo con las fotografías de la autopsia le resultó desagradable. Lo ojeó por encima: imágenes demasiado explícitas sobre un fondo azul que sólo podían soportarse si uno se obligaba a contemplarlas largo rato.
Pensó en la cantidad de horas que había pasado en el Instituto Forense. Allí todo transcurría a media voz, sólo se oía el ruido de los escalpelos y las sierras, los médicos hablaban concentrados en los dictáfonos, trataban a los muertos con respeto. Los chistes en la mesa de disección eran cosa de novela negra. Sólo al olor, a aquel típico olor putrefacto, nunca terminaría de acostumbrarse: en eso no era distinto de la mayoría de los forenses. Tampoco podía untarse mentol debajo de la nariz, algunas pistas se descubrían solamente por el olor de los muertos. En sus tiempos de joven fiscal, Schmied sentía repugnancia cuando la sangre del cuerpo era extraída con un cucharón y se pesaba, o cuando, tras examinar el cadáver, se colocaban de nuevo los órganos en el cuerpo. Con el tiempo comprendió que es todo un arte, después de una autopsia, saber suturar bien un cadáver de forma que nada se filtre y no haya pérdidas, y se había dado cuenta de que los médicos forenses departían sobre ello muy en serio. Era un mundo paralelo, como también lo era el suyo. Schmied era amigo del director del Instituto Forense; tenían casi la misma edad, y en privado nunca hablaban de sus respectivos oficios.
El fiscal superior Schmied suspiró por segunda vez. Luego firmó la petición de prisión provisional y la llevó al juez de instrucción.
Apenas dos horas más tarde, el juez dictaba la orden de prisión; a las seis horas, Boheim era detenido en su domicilio. A la misma hora se registraban los apartamentos, despachos y casas que Boheim tenía en Düsseldorf, Múnich, Berlín y en la isla de Sylt. La policía lo había organizado todo muy bien.
A la notificación de la orden de prisión asistieron tres abogados. En el pequeño despacho del juez parecían tres cuerpos extraños. Eran abogados civilistas, profesionales muy bien remunerados y especialistas en adquisición de empresas y arbitraje internacional. Hacía años que ninguno de ellos comparecía ante un tribunal; la última vez que se habían ocupado del derecho penal había sido cuando estudiaban. No sabían qué recursos debían presentar, y uno de ellos dijo amenazante que iba a hacer intervenir la política. El juez, no obstante, permaneció impasible.
Melanie Boheim aguardaba sentada en el banco de madera que había enfrente de la puerta de la sala de sesiones. Nadie le había dicho que no podría ver a su marido: la comparecencia no era pública. Siguiendo el consejo de sus abogados, Boheim permaneció en silencio. Los abogados llevaban un cheque en blanco y un documento del banco en el que se confirmaba que disponía de hasta 50 millones de euros para pagar una fianza. El juez de instrucción se mostró molesto por semejante suma, olía a justicia de clase. Rechazó la petición de libertad bajo fianza.
—No estamos en América —dijo, y preguntó a los abogados si querían presentar un recurso contra la orden de prisión.
El fiscal superior Schmied apenas había abierto la boca durante la sesión; creía haber oído el gong que anunciaba el combate.
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Percy Boheim causaba una honda impresión. Un día después de su detención, fui a verlo al establecimiento penitenciario; el asesor jurídico de su empresa me había solicitado que me encargara de la defensa. Boheim estaba sentado a la mesa de la sala de visitas como si estuviera en su despacho, y me saludó muy cordialmente. Hablamos de la errada política fiscal del gobierno y del futuro del sector automovilístico. Se comportó como si estuviéramos en una recepción y no en mitad de un procedimiento penal.
Cuando llegamos al tema que nos ocupaba, enseguida me confesó que en el interrogatorio de la policía había mentido. Que había querido proteger a su mujer y salvar su matrimonio. El resto de las preguntas las contestó con precisión, concentrado y sin titubear.
Me dijo que claro que conocía a Stefanie Becker, que había sido su amante, que la había conocido a través de un anuncio en una revista de Berlín. Le pagaba a cambio de sexo. Dijo que era una chica simpática, una estudiante. Que había considerado la posibilidad de ofrecerle, una vez finalizara la carrera, un puesto de prácticas en su empresa. Que nunca le había preguntado por qué se prostituía, pero que estaba seguro de que él era su único cliente. Que era tímida y sólo con el tiempo se había soltado.
—Ahora todo suena terrible, pero era lo que era.
Le había cogido cariño.
El día de los hechos había estado reunido hasta las 13.20, y había llegado al hotel poco después, sobre las 13.45. Dijo que Stefanie estaba esperándolo y que mantuvieron relaciones sexuales. Luego se había duchado y marchado enseguida, quería estar un poco a solas y preparar la siguiente cita. Stefanie se había quedado en la habitación, quería darse un baño antes de marcharse. Le dijo que se iría sobre las 15.30. Él le había metido los quinientos euros en el bolso, tal como estaba acordado.
En el ascensor que había junto a la habitación, Boheim había bajado directamente de la suite al parking subterráneo; hasta llegar a su coche había tardado un minuto, a lo sumo dos. Había salido del hotel sobre las 14.30, había ido en coche hasta el Tiergarten, el parque más grande de Berlín, y paseado cerca de media hora. Pensó en su relación con Stefanie y tomó la decisión de que debía ponerle fin. Había apagado el teléfono móvil, no quería que lo molestaran.
A las 16.00 tuvo una reunión en el Kurfürstendamm, en la que participaron otros cuatro señores. Entre las 14.30 y las 16.00 no se había encontrado ni llamado a nadie. Tampoco al salir del hotel se cruzó con nadie.
Clientes y abogados defensores mantienen una relación curiosa. Un abogado no siempre quiere saber qué ha ocurrido en realidad. Ello tiene su motivo en nuestro ordenamiento penal: si el defensor sabe que su cliente ha asesinado a alguien en Berlín, no puede solicitar la comparecencia de «testigos de descargo» que afirmen que el acusado estaba ese día en Múnich. Es moverse por el filo de la navaja. En otros casos es indispensable que el abogado sepa la verdad. Conocer la verdad de los hechos puede suponer entonces la ventaja mínima que libre a su cliente de una condena. Que el abogado esté convencido de la inocencia de su cliente no tiene la menor importancia. Su cometido es defender al cliente. Ni más ni menos.