Cuando la memoria olvida (41 page)

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Authors: Noelia Amarillo

Tags: #Erótico

CAPÍTULO 38

Cuando nos peguen una patada en los huevos

es mejor ofrecer la otra mejilla,

porque si repiten en el mismo lugar, vamos listos

PIERROT

—¡Mamá! ¡Qué hora es! —oyó la voz de Iris a través del auricular. —Las cuatro de la tarde, cariño.

—¡Aún no ha llegado el tío Jorge! ¡Va a llegar tarde! ¡Llámale, llámale, llámale! —gritó la niña haciendo que Ruth alejara el teléfono del oído.

—No llega tarde, cielo, aún falta una hora hasta las cinco. Estate tranquila, cariño, sabes que Jorge jamás ha llegado tarde al desfile.

—Jopetas! ¡Yo quiero que llegue ya!

—Llegará en seguida. No te preocupes.

—Jo mami, me lo voy a perder, lo sabe todo el mundo mundial —dijo Iris haciendo pucheros.

—¿Ha preparado Héctor la cama de Jorge? Hay que ponerle las sabanas y la manta, y sacarla de debajo de la litera de los tíos —dijo Ruth esperando distraer un poco la ansiedad de la niña.

—¡Ahí va! Se nos ha olvidado. ¡Tío Héctor, tío Héctor! No hemos sacado la cama, va a venir tío Jorge y no va a estar hecho y lo vamos a tener que hacer y no nos va a dar tiempo a ver a los Reyes Magos, de verdad de la buena —grito la niña antes de colgar con un sonoro golpe el teléfono. Ruth sonrió y volvió a sus archivos, aún le faltaba actualizar bastantes cosas, y quería salir del centro a las seis para llegar a la cabalgata de reyes.

—¡Mamá! Nos vamos, nos vamos, nos vamos ¡Ya! ¿Vas a tardar mucho? Llegaremos tarde. Ehhhh dame el teléfono, estoy hablando con mamá, ¡jopetas!

—¿Ruth? Hola guapa. ¿Qué tal lo llevas?

—Hola Jorge qué tal el viaje.

—Bien. Mucho coche, mucho frío y a que no sabes qué...

—¿Qué?

—He visto pasar a los Reyes Magos en sus camellos al llegar a Madrid — comentó Jorge como quien no quiere la cosa.

—¡De verdad! ¡Vámonos! Que nos lo vamos a perder, jopetas... me quiero ir ya... —Se oyó la voz llorosa de Iris al otro lado de la línea.

—Jorge, no seas malo.

—No lo soy. Bueno, guapa, nos vamos. Estaremos enfrente del bar Urbión.

—Vale, en media hora estaremos allí.

Hoy era el día grande de los niños, el 5 de enero, noche de Reyes, noche de fiesta. Y Ruth trabajaba. No obstante en pocos minutos saldría del centro con su padre y se reunirían con el resto de la familia para ver la cabalgata. Como todos años desde que se conocían, Jorge había ido a pasar la noche con ellos. Y a ser un rey mago más.

La cabalgata iniciaba su trayecto a pocas calles de su casa, así que no debería haber problemas de tiempo. Saldría rauda y veloz, pararía en la zapatería a recoger a Darío y a las seis y media como muy tarde estaría toda la familia junta.

—¿Toda?

—Faltaría el padre de su hija.

Tenía que solucionar las cosas, no podían continuar así. Marcos tenía derecho a ver a su hija, a disfrutar de Iris igual que ella lo hacía. Pero no como él quería. Eso no. No podía arriesgarse a que la niña se ilusionara y él se aburriera y se marchara. Se lo presentaría, quedarían por las tardes, haría que se fueran conociendo, y cuando estuviese segura de las intenciones y la responsabilidad de su amigo, hablarían con Iris, los dos, y le contarían la verdad. No podía ser de manera.

—Me voy a ver la cabalgata hijo.

—Como veas mamá.

—¿No quieres venir?

—En estos momentos estoy muy ocupado.

—Está bien.

Marcos esperó a que su madre cerrase la puerta y apagó el ordenador. Llevaba todo el día ordenando las fotos tomadas en el centro, descartando las que no consideraba con calidad suficiente para ser publicadas y soñando despierto cada vez que se encontraba con una en la que saliera Ruth. Era el día que más horas había pasado frente al ordenador en toda su vida, y el más improductivo. No había hecho nada más que suspirar, insultarse a sí mismo, y pensar. Se levantó la silla y fue a su cuarto, donde abrió el armario y sacó un enorme paquete envuelto en papel de regalo rojo brillante con un gran lazo dorado. ¿Le gustaría a Iris la casita de Tarta de Fresa? Eso esperaba, porque le había costado media mañana decidirse por ese regalo en especial. Si no, siempre le quedaba el otro juguete, envuelto en papel dorado con arbolitos de navidad y un lazo plateado. ¿Quizá debería darle primero el patinete de las Bratz? En fin, qué más daba, le daría los dos a la vez mañana. Eso, si conseguía que Ruth y "Puños de Hierro" le permitieran la entrada a su casa, claro. Si o, pelearía con puños y dientes... no. No iba a discutir ni a pelear: si no le dejaban pasar, dejaría el regalo en el umbral de la puerta y se iría a emborrachar a la cafetería más cercana.

—Buenas tardes, soy Doña Luisa de la Sierra y Alcázar —saludó una mujer menuda, entrada en años y con pinta de chiflada con un sombrero enorme de época y un abrigo largo hasta los tobillos.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo atenderla? —preguntó Darío.

—Quería hablar con el padre de la señorita Ruth Vázquez.

—Me temo que en estos momentos no se encuentra aquí. ¿Quién es usted?

—¿Acaso no me ha oído, joven? Doña Luisa de la Sierra y Alcázar.

—Ya, ya. Eso lo he captado. Me refiero a para qué quiere hablar con mi padre.

—¿Es usted el hermano de la señorita Vázquez?

—En principio sí. —"Sonada, está sonada. ¿Por qué demonios tienen que venir los clientes chiflados justo el día de Reyes? Con las prisas que tengo. Nada, nada, a ver si consigo echarla rapidito", pensó Darío.

—Entonces usted servirá. Vengo a reclamar su ayuda para hacer recapacitar mi futura nuera.

—¿Qué?

—Soy la madre de Marcos —dijo quitándose un guante y tendiéndole la mano. Darío se la quedó mirando idiotizado—. ¿No a va a besarme la mano joven?

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Por respeto, educación, buenos modales...

—Puede darse usted por besada.

—¡Qué juventud la de hoy en día! En fin, pasaré por alto su descortesía, Imagino que estará al tanto de que la hija de su hermana lo es también de mi hijo.

—Sí. —¿La vieja estaba buscando el suicidio?

—Y comprenderá que es imprescindible para el bien emocional de la niña que se casen.

—¡Qué!

—¿Acaso no está usted al tanto de lo que dicen de los niños nacidos fuera del matrimonio? Les llaman bastardos —le susurró al oído.

—Fuera —contestó Darío entre dientes.

—¿Fuera?

—Largo. De. Aquí.

—¿Me está usted echando?

—Sí —exclamó Darío saliendo de detrás del mostrador y revelando toda su fuerza y estatura.

—¿Pretende imponerse a mí por la fuerza, joven? —preguntó Luisa mirándolo de arriba a abajo.

—Oh, no —contestó Darío desinflándose. Jamás atacaría a una mujer mayor...

—Entonces pierde usted el tiempo intentando intimidarme. Estoy aquí con un propósito y no voy a cejar en mi empeño.

—¿Qué empeño?

—Que mi hijo y su hermana se casen y den un apellido a Iris.

—¡Está loca!

—Me lo han mencionado en alguna ocasión, pero no hago caso de los "dimes y diretes". Además, eso no viene al caso.

—Joder.

—¡Jovencito! Cuide su lenguaje en presencia de una dama.

—¿Dama?

—Está claro que no voy a conseguir nada platicando con usted, no habla de forma coherente.

—¿Que yo no soy coherente? Será posible.

—Por tanto, esperare a que venga su señor padre. Seguro que él será más razonable y apoyará mi empresa.

—Ni de co... lines. Usted se larga ya mismo.

—No.

—¿Cómo que no?

—Si no va a echarme usando su fuerza bruta, y yo no pienso irme por mi propio pie, ¿me podría explicar cómo se las va a apañar para que salga de este comercio?

—¡Mierd... coles! —exclamó Darío saliendo a la calle y mirando alrededor, en busca de alguna idea milagrosa... al fin y al cabo era la noche de reyes... quizá algún rey mago pudiera hacer desaparecer a esa loca de su tienda.

—Joven.

—Sí.

—¿Podría proporcionarme un asiento adecuado a mi posición? A esta silla le falta el respaldo y es sumamente incómoda.

Darío entró en la tienda. Luisa se había sentado en una de las banquetas destinadas a acoger las posaderas de los clientes mientras se probaban los zapatos.

—Lo siento, el trono se rompió la semana pasada.

—No se burle de mí, joven. Solo pretendía un poco de comodidad para paliar el dolor de mis huesos artríticos. Espero que no trate así a su anciano padre. Vergüenza sería darle dejar padecer a una persona de mi edad y mi mala salud si tiene algo mejor que ofrecerle. No querría que a su padre le ocurriera lo mismo, ¿verdad?

—Eh... no, claro que no, pero es que no tengo nada mejor que ese taburete.

—Disculpas aceptadas.

—Pero... si no me he disculpado.

—Entonces no se las acepto.

—Me hace falta un Valium.

—Joven, la droga es muy mala para la mente.

—¡Dios!

—Hola Darío, ¿ya lo tienes todo? Vamos, que al final nos perderemos el principio de la cabalgata. —En ese momento entró Ruth por la puerta—. ¿Estás atendiendo? Lo siento. Le ruego me disculpe señora —dijo Ruth dirigiéndose a Luisa, para luego hablar a Darío—. Te esperamos fuera, cariño.

—Qué modales tan exquisitos. Hacía tiempo que no veía a una señorita con tan buena educación —alabó Luisa a Ruth—. ¿Es su esposa? Como le trata usted de cariño.

—No. Soy su hermana —contestó Ruth sonriendo. Adoraba a los ancianos, a todos y cada uno de ellos, los conociera o no.

—Su hermana. ¿Tengo el gusto de estar ante la señorita Ruth Vázquez?

—Sí, soy yo. ¿Nos conocemos? —preguntó Ruth confusa.

—Es la madre de Marcos —refunfuñó Darío.

—Ruth, hace frío fuera. ¿Vamos a hacer algo? —Entró en ese momento Ricardo.

—Sí, papá, nos vamos a la cabalgata de Reyes.

—¿Hoy? ¿Estamos en Navidad?

—Más o menos. Es... hace mucho frío, ufff... estoy temblando. —Era tontería explicar a su padre que estaban en enero cuando él creía que era julio, y cuando además lo iba a olvidar al segundo después.

—Eso mismo digo yo. No es normal en esta época que haga tanto frío. Deberías abrigarte más, cariño, estás muy delgada, y si encima te constipas va a ser un desastre.

—Ya, es que me he dejado la chaqueta en el coche. Ahora mismo la cojo.

—¿Está en el coche? No te preocupes, ya voy yo a por ella.

—Gracias papá, eres un sol —contestó sabiendo que lo olvidaría en cuanto cruzara el umbral.

—¿Es usted el padre de esta señorita? —inquirió Luisa a Ricardo.

—A su entera disposición.

—¡Qué galante! Soy Doña Luisa de la Sierra.

—Y Alcázar —finalizó Darío burlándose.

—¡Darío! Compórtate —le regañó Ricardo.

—Hace usted bien en reprenderle, sus modales dejan mucho que desear.

—Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy en día.

—Sí, lo sé, tengo un hijo y me está dando algún que otro disgusto.

—Cuánto lo siento.

—Sabía que podía contar con usted. Mi hijo es el padre de su nieta, y estoy convencida de la necesidad de un matrimonio rápido entre mi hijo hija.

—Siento no poder ayudarla, pero está usted equivocada, yo no tengo ninguna nieta.

—¿Cómo que no? ¿Ruth es su hija?

—Por supuesto que sí.

—Pues ella tiene una hija. Su nieta.

—No —contestó Darío mirando a su alrededor...

—Sí.

—Darío, creo que sería oportuno que te llevaras a papá a la cabalgata. Está a punto de empezar —intervino Ruth.

—¿A qué cabalgata? —preguntó Ricardo.

—¿Y qué vas a hacer con la chiflada esta? —inquirió Darío señalando a Luisa.

—¡Darío! No te permito que hables así de una dama —exclamó Ricardo.

—Muy bien dicho —apoyó Luisa— Como le iba diciendo, es absolutamente necesario que mi hijo y su hija se casen.

—¿Su hijo quiere casarse con mi hija?

—Se lo acabo de decir.

—Acabamos de conocernos, no hemos hablado antes.

—Darío, lleva a papá a la cabalgata. Yo me llevaré a la madre de Marcos.

—¿Qué vas a hacer con ella? ¿Atarla con correas a una cama? —se burló Darío.

—¡Darío! —exclamó Ricardo.

—Me niego a marcharme sin haber aclarado este asunto —dijo Luisa.

—No se preocupe, señora, lo hablaremos largo y tendido, y llegaremos a una solución. Pero no aquí. La zapatería no es el ambiente adecuado para discutir ciertos temas —comentó Ruth cogiéndola de la mano.

—Tienes toda la razón querida, eres muy sensata.

—Vamos papá, llegamos tarde. —Darío cogió a su padre del codo y lo sacó casi rastras de la tienda.

Ruth suspiró. Un problema menos... Luego miró a Luisa. Un problema más. No sabiendo exactamente qué hacer, y pensando que en plena calle se helarían frío, decidió llevarla a su casa y allí intentar convencerla de la locura de su empresa. Lo intentó. Y lo volvió a intentar, pero no hubo manera. La buena mujer no atendía a razones. Por tanto, solo se le ocurrió una solución. Sacó el móvil y llamó. El timbre sonó una sola vez antes de que respondieran al teléfono.

—Dime.

—Marcos, soy Ruth.

—Lo sé.

—Tu madre está en mi casa.

—¿Qué?

—Tu madre está en mi...

—Ya te he oído la primera vez. ¿Qué narices hace mi madre en tu casa?

—Vino a la zapatería a intentar persuadir a mi padre de que debía instarme a que me casara contigo, pero se encontró con Darío, que por cierto no está nada contento con el asunto, así que para evitar males mayores la saqué de allí, y no viendo otra opción la trasladé a mi casa. Llevo casi una hora intentando convencerla para que regrese contigo, pero ella insiste en intentar influenciarme para que haga lo que para ella es correcto; es decir, que contraigamos matrimonio. Y se ha propuesto intentarlo ininterrumpidamente hasta que yo claudique y, como no lo hago, se niega a marcharse.

—Joder. No me he enterado de nada.

—Veamos, vino a la zapatería esta tarde con la intención...

—Da igual. Voy a por ella.

—Gracias.

Colgó el teléfono y se acercó al comedor. La buena mujer estaba sentada muy tiesa en el sillón orejero de su padre. Dio un paso atrás al comprobar que no se había percatado de su presencia y se dirigió a la cocina; necesitaba estar un segundo a solas para ordenar —si es que era capaz— sus pensamientos. La visita de Luisa la había alterado considerablemente, y sus intenciones la habían conmocionado. La anciana estaba empeñada en que se casaran por todo lo alto con ¿una licencia especial? Otorgada por no sabía qué obispo. Así mismo, también le aconsejaba que inscribiera a Iris en una buena escuela para señoritas donde la enseñaran los prolegómenos de la buena educación, y por si fuera poco, había asegurado que ni ella ni su hijo se opondrían a que siguiera dirigiendo su ¿hacienda de ancianos aristocráticos venidos a menos? Por Dios, saltaba a la vista que Luisa sufría algún tipo de demencia. Desde luego no era peligrosa, pero Marcos debería ocuparse de ella, de cuidarla y atenderla como se merecía una persona en su situación. Estaba decidida a hablar con él e instarle a que pidiera plaza en su centro o en cualquier otro. Le constaba que él viajaba mucho, y Luisa no debía, por el bien de su salud, quedarse sola. Temblaba al pensar en la pobre mujer sola en casa, abandonada en su irrealidad, sin nadie que cuidara de ella durante los viajes de trabajo de su hijo.

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