Cuentos de amor de locura y de muerte (9 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: ambas cosas eran realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él. Y aun el 44 corría riesgo de naufragar tras el anticipo, por minúscula que fuera su tentación de tallar.

Sobre un baúl de punta, en efecto, los mensú jugaban concienzudamente al monte cuanto tenían. Cayé observó un rato riéndose, como se ríen siempre los peones cuando están juntos, sea cual fuera el motivo; y se aproximó al baúl, colocando a una carta cinco cigarros.

Modesto principio, que podía llegar a proporcionarle el dinero suficiente para pagar el adelanto en el obraje y volverse en el mismo vapor a Posadas, a derrochar un nuevo anticipo.

Perdió. Perdió los demás cigarros, perdió cinco pesos, el poncho, el collar de su mujer, sus propias botas, y su 44. Al día siguiente recuperó las botas, pero nada más, mientras la muchacha compensaba la desnudez de su pescuezo con incesantes cigarros despreciativos.

Podeley ganó, tras infinito cambio de dueño, el collar en cuestión, y una caja de jabones de olor que halló modo de jugar contra un machete y media docena de medias, que ganó, quedando así satisfecho.

Por fin, quince días después, llegaron a destino. Los peones treparon alegres la interminable cinta roja que escalaba la barranca, desde cuya cima el
Sílex
aparecía diminuto y hundido en el lúgubre río. Y con ahijús y terribles invectivas en guaraní, los mensú despidieron al vapor que debía ahogar, en una baldeada de tres horas, la nauseabunda atmósfera de desaseo, pachulí y mulas enfermas, que durante cuatro días remontó con él.

Para Podeley, labrador de madera, cuyo diario podía subir a siete pesos, la vida de obraje no era muy dura. Hecho a ella, domaba su aspiración de estricta justicia en el cubicaje de la madera, compensando las rapiñas rutinarias con ciertos privilegios de buen peón. Su nueva etapa comenzó al día siguiente, una vez demarcada su zona de bosque. Construyó con hojas de palmera su cobertizo —techo y pared sur, nada más—; dio nombre de cama a ocho varas horizontales, y de un horcón colgó la provista semanal. Recomenzó, automáticamente, sus días de obraje: silenciosos mates al levantarse, de noche aún, que se sucedían sin desprender la mano de la pava; la exploración en descubierta madera; el desayuno a las ocho —harina, charque y grasa—; el hacha luego, a busto descubierto, cuyo sudor arrastraba tábanos, barigüís y mosquitos; después el almuerzo —esta vez porotos y maíz flotando en la inevitable grasa—, para concluir de noche, tras nueva lucha con las piezas de ocho por treinta, con el yopará del mediodía.

Fuera de algún incidente con sus colegas labradores, que invadían su jurisdicción; del hastío de los días de lluvia que lo relegan en cuclillas frente a la pava, la tarea proseguía hasta el sábado de tarde. Lavaba entonces su ropa, y el domingo iba al almacén a proveerse.

Era éste el real momento de solaz de los mensú, olvidándolo todo entre los anatemas de la lengua natal, sobrellevando con fatalismo indígena la suba siempre creciente de la provista, que alcanzaba entonces a ochenta centavos por kilo de galleta, y siete pesos por un calzoncillo de lienzo. El mismo fatalismo que aceptaba esto con un ¡añá! y una riente mirada a los demás compañeros, le dictaba, en elemental desagravio, el deber de huir del obraje en cuanto pudiera. Y si esta ambición no estaba en todos los pechos, todos los peones comprendían esa mordedura de contra-justicia que iba, en caso de llegar, a clavar los dientes en la entraña misma del patrón. Éste, por su parte, llevaba la lucha a su extremo final, vigilando día y noche a su gente, y en especial los mensualeros.

Ocupábanse entonces los mensú en la planchada, tumbando piezas entre inacabable gritería, que subía de punto cuando las mulas, impotentes para contener la alzaprima que bajaba de la altísima barranca a toda velocidad, rodaban unas sobre otras dando tumbos, vigas, animales, carretas, todo bien mezclado. Raramente se lastimaban las mulas; pero la algazara era la misma.

Cayé, entre risa y risa, meditaba siempre su fuga. Harto ya de revirados y yoparás, que el pregusto de la huida tornaba más indigestos, deteníase aún por falta de revólver y, ciertamente, ante el winchester del capataz. ¡Pero si tuviera un 44!…

La fortuna llegole esta vez en forma bastante desviada.

La compañera de Cayé, que desprovista ya de su lujoso atavío se ganaba la vida lavando la ropa a los peones, cambió un día de domicilio. Cayé la esperó dos noches; y a la tercera fue al rancho de su reemplazante, donde propinó una soberbia paliza a la muchacha. Los dos mensú quedaron solos charlando, amistosamente, resultas de lo cual convinieron en vivir juntos, a cuyo efecto el seductor se instaló con la pareja. Esto era económico y bastante juicioso. Pero como el mensú parecía gustar realmente de la dama —cosa rara en el gremio—, Cayé ofreciósela en venta por un revólver con balas, que él mismo sacaría del almacén. No obstante esta sencillez, el trato estuvo a punto de romperse, porque a última hora Cayé pidió que se agregara un metro de tabaco en cuerda, lo que pareció excesivo al mensú. Concluyose por fin el mercado, y mientras el fresco matrimonio se instalaba en su rancho, Cayé cargaba concienzudamente su 44 para dirigirse a concluir la tarde lluviosa tomando mate con aquéllos.

El otoño finalizaba, y el cielo, fijo en sequía con chubascos de cinco minutos, se descomponía por fin en mal tiempo constante, cuya humedad hinchaba el hombro de los mensú. Podeley, libre de esto hasta entonces, sintiose un día con tal desgano al llegar a su viga, que se detuvo, mirando a todas partes sin saber qué hacer. No tenía ánimo para nada. Volvió a su cobertizo, y en el camino sintió un ligero cosquilleo en la espalda.

Podeley sabía muy bien qué significaba aquel desgano y aquel hormigueo a flor de piel. Sentose filosóficamente a tomar mate y media hora después un hondo y largo escalofrío recorríale la espalda.

No había nada que hacer. El mensú se echó sobre las varas tiritando de frío, doblado en gatillo bajo el poncho, mientras los dientes, incontenibles, castañeteaban a más no poder.

Al día siguiente el acceso, no esperado hasta el crepúsculo, tornó a mediodía, y Podeley fue a la comisaría a pedir quinina. Tan claramente se denunciaba el chucho en el aspecto del mensú, que el dependiente, sin mirar casi al enfermo, bajó los paquetes de quinina. Podeley volcó tranquilamente sobre su lengua la terrible amargura aquella, y cuando regresaba al monte tropezó con el mayordomo.

—¡Vos también! —le dijo el mayordomo, mirándolo—. Y van cuatro. Los otros no importa… poca cosa. Vos sos cumplidor… ¿Cómo está tu cuenta?

—Falta poco… Pero no voy a poder hachear…

—¡Bah! Curate bien y no es nada… Hasta mañana.

—Hasta mañana —se alejó Podeley apresurando el paso, porque en los talones acababa de sentir un leve cosquilleo.

El tercer ataque comenzó una hora después, quedando Podeley desplomado en una profunda falta de fuerzas, y la mirada fija y opaca, como si no pudiera alcanzar más allá de uno o dos metros.

El descanso absoluto a que se entregó por tres días —bálsamo específico para el mensú, por lo inesperado—, no hizo sino convertirle en un bulto castañeteante y arrebujado sobre un raigón. Podeley, cuya fiebre anterior había tenido honrado y periódico ritmo, no presagió nada bueno para él de esa galopada de accesos, casi sin intermitencia. Hay fiebre y fiebre. Si la quinina no había cortado a ras el segundo ataque, era inútil que se quedara allá arriba, a morir hecho un ovillo en cualquier recodo de picada. Y bajó de nuevo al almacén.

—¡Otra vez, vos! —lo recibió el mayordomo. Eso no anda bien… ¿No tomaste quinina?

—Tomé… no me hallo con esta fiebre… No puedo con mi hacha. Si querés darme para mi pasaje, te voy a cumplir en cuanto me sane…

El mayordomo contempló aquella ruina, y no estimó en gran cosa la vida que quedaba en su peón.

—¿Cómo está tu cuenta? —preguntó otra vez.

—Debo veinte pesos todavía… El sábado entregué… Me hallo enfermo grande…

—Sabés bien que mientras tu cuenta no esté pagada, debés quedar. Abajo… te podés morir. Curate aquí, y arreglás tu cuenta enseguida.

¿Curarse de una fiebre perniciosa, allí donde se la adquirió? No, por cierto; pero el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano.

Podeley jamás había dejado de cumplir nada, única altanería que se permite ante su patrón un mensú de talla.

—¡No me importa que hayas dejado o no de cumplir! —replicó el mayordomo—. ¡Pagá tu cuenta primero, y después hablaremos!

Esta injusticia para con él creó lógica y velozmente el deseo del desquite. Fue a instalarse con Cayé, cuyo espíritu conocía bien, y ambos decidieron escaparse el próximo domingo.

—¡Ahí tenés! —gritó el mayordomo a Podeley esa misma tarde al cruzarse con él—. Anoche se han escapado tres… ¿Eso es lo que te gusta, no? ¡Ésos también eran cumplidores! ¡Como vos! ¡Pero antes vas a reventar aquí, que salir de la planchada! ¡Y mucho cuidado, vos y todos los que están oyendo! ¡Ya saben!

La decisión de huir y sus peligros —para los que el mensú necesita todas sus fuerzas— es capaz de contener algo más que una fiebre perniciosa. El domingo, por lo demás, había llegado; y con falsas maniobras de lavaje de ropa, simulados guitarreos en el rancho de tal o cual, la vigilancia pudo ser burlada, y Podeley y Cayé se encontraron de pronto a mil metros de la comisaría.

Mientras no se sintieran perseguidos, no abandonarían la picada, pues Podeley caminaba mal. Y aun así…

La resonancia peculiar del bosque trájoles, lejana, una voz ronca:

—¡A la cabeza! ¡A los dos!

Y un momento después desembocando de un codo de la picada surgían corriendo el capataz y tres peones. La cacería comenzaba.

Cayé amartilló su revólver sin dejar de huir.

—¡Entregate, añá! —gritoles el capataz desde atrás.

—Entremos en el monte —dijo Podeley—. Yo no tengo fuerza para mi machete…

—¡Volvé o te tiro! —llegó otra voz.

—Cuando estén más cerca… —comenzó Cayé.

Una bala de winchester pasó silbando por la picada.

—¡Entrá! —gritó Cayé a su compañero. Y parapetándose tras un árbol, descargó hacia los perseguidores cinco tiros de su revólver.

Una gritería aguda respondioles, mientras otra bala de winchester hacía saltar la corteza del árbol que ocultaba a Cayé.

—¡Entregate o te voy a dejar la cabeza…!

—¡Andá no más! —instó Cayé a Podeley—. Yo voy a…

Y tras nueva descarga entró a su vez en el monte. Los perseguidores, detenidos un momento por las explosiones, lanzáronse rabiosos adelante, fusilando, golpe tras golpe de winchester, el derrotero probable de los fugitivos.

A cien metros de la picada, y siguiendo su misma línea, Cayé y Podeley se alejaban, doblados hasta el suelo para evitar las lianas. Los perseguidores presumían esta maniobra; pero como dentro del monte el que ataca tiene cien probabilidades contra una de ser detenido por una bala en mitad de la frente, el capataz se contentaba con salvas de winchester y aullidos desafiantes. Por lo demás, los tiros errados hoy habían hecho lindo blanco la noche del jueves…

El peligro había pasado. Los fugitivos se sentaron, rendidos. Podeley se envolvió en el poncho, y recostado en la espalda de su compañero, sufrió en dos terribles horas de chucho, el contragolpe de aquel esfuerzo.

Luego prosiguieron la fuga, siempre a la vista de la picada, y cuando la noche llegó, por fin, acamparon. Cayé había llevado chipas, y Podeley encendió fuego, no obstante los mil inconvenientes en un país donde, fuera de los pavones, hay otros seres que tienen debilidad por la luz, sin contar los hombres.

El sol estaba muy alto ya cuando a la mañana siguiente encontraron el riacho, primera y última esperanza de los escapados. Cayé cortó doce tacuaras sin más prolija elección, y Podeley, cuyas últimas fuerzas fueron dedicadas a cortar los isipós, tuvo apenas tiempo de hacerlo antes de arrollarse a tiritar.

Cayé, pues, construyó solo la jangada —diez tacuaras atadas longitudinalmente con lianas, llevando en cada extremo una atravesada.

A los diez segundos de concluida se embarcaron. Y la jangadilla, arrastrada a la deriva, entró en el Paraná.

Las noches son en esa época excesivamente frescas; y los dos mensú, con los pies en el agua, pasaron la noche helados, uno junto al otro. La corriente del Paraná, que llegaba cargado de inmensas lluvias, retorcía la jangada en el borbollón de sus remolinos, y aflojaba lentamente los nudos de isipó.

En todo el día siguiente comieron dos chipas, último resto de provisión, que Podeley probó apenas. Las tacuaras taladradas por los tambús se hundían. Y al caer la tarde, la jangada había descendido a una cuarta del nivel del agua.

Sobre el río salvaje, encajonado en los lúgubres murallones de bosque, desierto del más remoto ¡ay!, los dos hombres, sumergidos hasta la rodilla, derivaban girando sobre sí mismos, detenidos un momento inmóviles ante un remolino, siguiendo de nuevo, sosteniéndose apenas sobre las tacuaras casi sueltas que se escapaban de sus pies, en una noche de tinta que no alcanzaban a romper sus ojos desesperados.

El agua llegábales ya al pecho cuando tocaron tierra. ¿Dónde? No lo sabían… Un pajonal. Pero en la misma orilla quedaron inmóviles, tendidos de vientre.

Ya deslumbraba el sol cuando despertaron. El pajonal se extendía veinte metros tierra adentro, sirviendo de litoral a río y bosque. A media cuadra al sur, el riacho Paranaí, que decidieron vadear cuando hubieran recuperado las fuerzas. Pero éstas no volvían tan rápidamente como era de desear, dado que los cogollos y gusanos de tacuara son tardos fortificantes. Y durante veinte horas la lluvia cerrada transformó al Paraná en aceite blanco, y al Paranaí en furiosa avenida. Todo imposible. Podeley se incorporó de pronto chorreando agua, y apoyándose en el revólver para levantarse, apuntó a Cayé. Volaba de fiebre.

—¡Pasá, añá!…

Cayé vio que poco podía esperar de aquel delirio, y se inclinó disimuladamente para alcanzar a su compañero de un palo. Pero el otro insistió:

—¡Andá al agua! ¡Vos me trajiste! ¡Bandeá el río!

Los dedos lívidos temblaban sobre el gatillo.

Cayé obedeció; dejose llevar por la corriente y desapareció tras el pajonal, al que pudo abordar con terrible esfuerzo.

Desde allí, y de atrás, acechó a su compañero; pero Podeley yacía de nuevo de costado, con las rodillas recogidas hasta el pecho, bajo la lluvia incesante. Al aproximarse Cayé alzó la cabeza, y sin abrir el enfermo los ojos, cegados por el agua, murmuró:

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