Read Cuentos de un soñador Online
Authors: Lord Dunsany
Y ya los últimos rayos del sol llegaban casi horizontales, cuando apareció el paraje que yo había venido a ver, porque de dos montañas que alzábanse en una y otra ribera avanzaban sobre el río dos riscos de rojo mármol que flameaban a la luz del sol raso; eran bruñidos y altos como una montaña, casi se juntaban, y el Yann pasaba entre ellos estrechándose y encontraba el mar.
Era Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann, y a distancia, por la brecha de esta barrera, divisé el azul indescriptible del mar, donde relampagueaban pequeñas barcas de pesca.
Y el sol se puso, y vino el breve crepúsculo, y la apoteosis gloriosa de Bar-Wul-Yann se desvaneció; pero aún llameaban las rojas moles, el más bello mármol que han visto los ojos, y esto en un país de maravillas. Pronto el crepúsculo dio campo a las estrellas, y los colores de Bar-Wul-Yann fueron desvaneciéndose. La vista de aquellos riscos fue para mí como la cuerda musical que, desprendida del violín por la mano del genio, lleva al cielo o a las hadas los espíritus trémulos de los hombres.
Entonces anclaron a la orilla y no siguieron adelante, porque eran marineros del río, no del mar, y conocían el Yann, pero no el oleaje de fuera.
Y el momento llegó en que debíamos separarnos, el capitán y yo; él para volver a su hermosa Belzoond, frente a los picos distantes de Hian Min; yo a buscar por extraños medios mi camino de retorno a los campos brumosos que conocen todos los poetas, donde se alzan las casitas misteriosas por cuyas ventanas, mirando a Occidente, podéis ver los campos de los hombres, y mirando hacia Oriente, fulgurantes montañas de fantasmas, encapotadas de nieve, que marchan de cadena en cadena a internarse en la región del Mito, y más allá, al reino de la fantasía, que pertenece a las Tierras del Ensueño. Nos miramos largamente uno a otro, sabiendo que no habíamos de encontrarnos jamás, porque mi fantasía va decayendo al paso de los años y entro cada vez más raramente en las Tierras del Ensueño. Nos estrechamos las manos, muy poco ceremoniosamente de su parte, porque tal no es el modo de saludarse en su país, y encomendó mi alma a sus dioses, a sus pequeños dioses menores, a los humildes, a los dioses que protegen a Belzoond.
Era un frío y lento atardecer de invierno en la Edad de Piedra; el sol se había puesto, llameante, sobre los llanos de Thold; ni una nube en el cielo; sólo el gélido azul y la inminencia de las estrellas; la superficie de la dormida Tierra comenzaba a endurecerse con el frío de la noche. En aquel momento removiéronse en sus cubiles, se sacudieron y salieron furtivamente esos hijos de la Tierra para quienes es ley que salgan a vagar tan pronto como cae la sombra. Caminaban por la llanura pisando tácitamente, sus ojos relucían en la oscuridad, y cruzábanse una y otra vez en sus carreras. De pronto manifestóse en la niebla de la llanura ese espantoso portento de la presencia del hombre: un pequeño fuego vacilante. Y los hijos de la Tierra que rondan por la noche miráronle de soslayo, gruñeron y se alejaron temerosos; todos, menos los lobos, que se acercaron, porque era invierno y los lobos estaban hambrientos, y habían venido a miles de las montañas y se decían en sus corazones: «Somos fuertes».
En torno del fuego acampaba una pequeña tribu. También ellos habían venido de las montañas y de tierras aún más lejanas, pero fue en las montañas donde primero los ventearon los lobos; éstos al principio royeron los huesos que la tribu había arrojado, pero ahora rodeábanlos de cerca y por todas partes. Era Loz quien había encendido el fuego. Había matado a un animalillo de peluda piel, tirándole su hacha de piedra, y había juntado buen número de piedras de un color rojo pardo, y habíalas colocado en larga hilera, y sobre ellas trozos del animalillo. Luego prendió fuego a cada lado, se calentaron las piedras y los pedazos empezaron a asarse. Fue entonces cuando advirtió la tribu que los lobos que les habían seguido desde tan lejos no gustaban de las sobras de los campamentos abandonados. Una línea de ojos amarillos los rodeaba, que cuando se movía, era para acercarse mas. Entonces, los hombres de la tribu se apresuraron a cortar ramas, y abatieron un arbolillo con sus hachas de sílex, y todo lo amontonaron sobre la hoguera que había hecho Loz; y durante algún tiempo el monte de leña ocultó la llama; y los lobos trotando, vinieron y sentáronse de nuevo sobre sus ancas, más cerca que antes; y los fieros y valientes perros de la tribu creyeron que su fin había de llegar en la lucha, según habían profetizado mucho antes. Entonces prendió la llama el alto haz, y elevóse y corrió al derredor, y brilló altanera muy sobre su cima; y los lobos, que vieron revelarse en toda su fuerza a este aliado del hombre y nada sabían de sus frecuentes traiciones a su amo, se alejaron pausadamente como madurando otros designios. Y todo el resto de la noche ladráronles los perros del campamento, incitándolos a que volvieran. Pero la tribu se acostó en torno al fuego bajo espesas pieles y durmió. Y un gran viento se levantó y sopló en el rugiente corazón del fuego, hasta que desapareció el rojo y se puso pálido con calor. Al alba despertó la tribu.
Loz debía haber comprendido que después de tan poderosa conflagración nada podía quedar de su animalillo peludo, pero tenía hambre y poca razón cuando buscaba entre las cenizas. Lo que encontró allí le maravilló en alto grado; no había carne, ni siquiera quedaba la hilera de las piedras color rojo, sino algo más largo que la pierna de un hombre y más estrecho que su mano estaba allí tendido como un gran ofidio aplastado. Cuando Loz miró sus delgados bordes y vio que terminaba en punta, cogió piedras para partirlo y aguzarlo. Era el instinto de Loz para afilar las cosas. Cuando advirtió que no podía quebrarlo, aumentó su pasmo. Muchas horas pasaron antes de descubrir que podía afilar sus bordes frotándolos con una piedra, mas por fin la punta estuvo aguzada y todo un lado, salvo junto al extremo por el que Loz lo asía con su mano. Loz lo alzó y lo blandió, y la Edad de Piedra había pasado. Aquella tarde, cuando la tribu abandonó el pequeño campamento, pasó la Edad de Piedra, que, tal vez durante treinta o cuarenta mil años, había poco a poco elevado al hombre entre los animales y concedídole la supremacía, sin esperanza alguna de reconquista.
No pasaron muchos días sin que algún otro hombre intentase hacer por si mismo una espada de hierro, asando la misma especie de animalíllo peludo que Loz había tratado de asar. No pasaron muchos anos sin que alguno pensara en poner la carne entre las piedras, como había hecho Loz; y cuando lo hicieron otros, que no estaban ya en las llanuras de Thold, emplearon pedernales o caliza. No pasaron muchas generaciones sin que otro pedazo de mineral de hierro fuese fundido, y el secreto poco a poco adivinado. Sin embargo, uno de los muchos velos de la Tierra fue rasgado por Loz para darnos al fin la espada de acero y el arado, las máquinas y las factorías. No reprochemos a Loz si pensamos que hizo mal, porque lo hizo todo con ignorancia. La tribu prosiguió hasta que llegó al agua, allí acampó al pie de un monte y edificó sus chozas. Muy pronto hubieron de combatir con otra tribu, una tribu más fuerte que la suya; mas la espada de Loz era terrible, y su tribu mató a sus enemigos. Podríais golpear a Loz, pero entonces vendría una embestida de aquella espada de hierro, a la que no había medio de sobrevivir. Nadie podía luchar con Loz. Llegó a ser el regidor de la tribu en lugar de Iz, que hasta entonces la había regido con su afilada hacha, como hiciera su padre antes que él.
Loz engendró a Lo, y ya en su ancianidad le dio su espada, y Lo rigió a la tribu con ella. Y Lo dio a la espada el nombre de Muerte, por lo rápida y terrible que era.
Yz engendró a Ird, que no tuvo autoridad. Ird odiaba a Lo, porque no tenía autoridad por razón de la espada de hierro de Lo.
Una noche Ird se deslizó con paso tácito hacia la choza de Lo llevando su afilada hacha; pero Avisador, el perro de Lo, sintióle llegar, y gruñó suavemente en la puerta de su amo. Cuando Ird llegó a la choza, oyó a Lo que hablaba cariñosamente a su espada. Y Lo decía: «Descansa tranquila, Muerte. Reposa, reposa, vieja espada.» Y luego: «¿Qué hay, Muerte? Quieta, estáte quieta.»
Y luego dijo: «Qué, Muerte ¿tienes hambre? ¿O sed, pobre espada vieja? Pronto, Muerte, pronto. Espera un poco.»
Pero Ird huyó, porque no le gustaba el suave tono de Lo cuando hablaba a su espada.
Y Lo engendró a Lod. Y cuando murió Lo, tomó Lod la espada de hierro y rigió a la tribu.
E Ird engendró a Ith, que, como su padre, no tuvo autoridad.
Y cuando Lod había matado a un hombre o a un feroz animal, alejábase Ith por la selva para no oir las alabanzas que se dedicaban a Lod.
Estaba Ith una vez sentado en el bosque esperando que pasara el día, cuando de repente creyó ver que el tronco de un árbol le miraba como si tuviese cara. Espantóse Ith, porque los árboles no deben mirar a los hombres. Mas pronto vio Ith que era un árbol y no un hombre, aunque parecía un hombre. Ith acostumbraba hablar a este árbol y contarle cosas de Lod, porque no osaba hablar de él con nadie más. E Ith se consolaba charlando de Lod.
Un día fue Ith con su hacha de piedra al bosque y allí permaneció muchos días.
Una noche volvió, y cuando la mañana siguiente despertó la tribu, vio algo que era como un hombre y que, sin embargo, no era un hombre. Estaba sentado en el monte con los codos hacia fuera e inmóvil. Ith postrábase y apresuradamente depositaba delante de él frutos y carne, y en seguida sé apartaba de un salto con muestras de un gran terror. En aquel momento salió a verlo toda la tribu, pero no osaban acercarse por el espanto que veían en el rostro de Ith. Ith fuese a su choza, y volvió de nuevo con una punta de lanza y valiosos cuchillos de piedra; llegó al sitio y los colocó delante de la cosa que era como un hombre, y en seguida retrocedió saltando.
Y algunos de la tribu le preguntaron acerca de aquella cosa inmóvil que era como un hombre, y les dijo Ith: «Es Dios.» Entonces preguntáronle ellos: «¿Quién es Dios?» Y dijo Ith: «Dios envía las cosechas y la lluvia, y el sol y la luna son de Dios.»
Entonces, la tribu se retiró a las chozas; pero más tarde volvió alguno y dijo a Ith: «Dios es uno como nosotros, puesto que tiene manos y pies.» Y señaló Ith a la mano derecha del Dios, que no era igual que la izquierda, sino que figuraba la garra de un animal, y dijo: «Por esto podéis conocer que no es como un hombre.»
Entonces dijeron ellos: «Es verdaderamente Dios.» Pero Lod dijo: «No habla, no prueba la comida.» Y respondió Ith: «El trueno es su voz y su comida es el hambre. »
Después de esto, la tribu imitó a Ith y trajo pequeñas dádivas de carne al Dios; y las asó Ith allí mismo para que el Dios pudiera oler el asado.
Un día una gran tormenta vino retumbando de lejos y rugió entre los montes, y todos los de la tribu se escondieron en sus chozas. E Ith apareció entre las chozas sin mostrar temor alguno. Y aunque Ith apenas dijo nada, pensó la tribu que él había esperado la terrible tormenta porque la carne que habían puesto delante del Dios era dura y no de las mejores partes de la res que habían matado.
Y Dios cobró más prestigio en la tribu que Lod. Y Lod fue menospreciado.
Una noche levantóse Lod cuando todos dormían, y acallando a su perro, tomó su espada de hierro y salió al monte. Y llegó hasta el Dios que estaba sentado inmóvil a la luz de las estrellas, con sus codos hacia fuera y su garra de fiera, y en el suelo la señal del fuego en que se había guisado su alimento.
Y Lod permaneció allí un rato lleno de pavor, esperando realizar su propósito. De pronto avanzó hacia él y enarboló su espada de hierro, y el Dios ni le hirió ni se encogió. Entonces un pensamiento asaltó a Lod: «Dios no hiere. ¿Qué hace Dios, entonces?»
Abatió Lod su espada y no le acometió, y su imaginación empezó a trabajar sobre esto: «¿Qué hace Dios, entonces?»
Y cuando más pensaba Lod, mayor era su miedo al Dios.
Y Lod echó a correr y se alejó de él.
Aún mandaba Lod a la tribu en la batalla y en la caza, pero los mejores despojos del combate eran llevados al Dios, y los animales que mataban eran para el Dios. Y las cosas concernientes a la guerra o a la paz, y las cosas de leyes y querellas, eran siempre llevadas al Dios, y daba las respuestas Ith después de hablar al Dios por la noche.
Por fin dijo Ith, al día siguiente de un eclipse, que los presentes que se ofrecían al Dios no eran bastantes, que se requería un sacrificio mucho más grande, que el Dios estaba muy encolerizado aún y que no podía aplacársele con un sacrificio ordinario.
Y dijo Ith que para salvar a la tribu de la cólera del Dios, él le hablaría aquella noche y le preguntaría qué nuevo sacrificio exigía.
Estremecióse profundamente el corazón de Lod, porque decíale su instinto que lo que el Dios apetecía era el hijo único de Lod, que debía tener la espada de hierro cuando Lod muriera.
Nadie osaba tocar a Lod por miedo a su espada de hierro, pero su instinto decíale en su torpe espíritu una y otra vez: «Dios ama a Ith. Itli lo ha dicho. Ith aborrece a los que tienen espada.»
«Ith aborrece a los que tienen espada. Dios ama a Ith.»
Cayó la tarde y llegó la noche en que Ith debía hablar a Dios, y Lod cada vez estaba más cierto de la condena de su raza.
Tendióse, mas no pudo dormir.
No había pasado media noche, cuando Lod se levantó y con su espada de hierro salió de nuevo al monte.
Y allí estaba sentado el Dios. ¿Había estado ya Ith, Ith a quien Dios amaba, el que aborrecía a los que tenían espada?
Y por largo tiempo contempló Lod la vieja espada de hierro que le había venido de su abuelo en las llanuras de Thold.
¡Adiós, vieja espada! Y Lod depositóla sobre las rodillas del Dios, y se alejó.
Y cuando tomó Lod, poco antes del alba, el sacrificio había sido aceptado por el Dios.
El otro día asistía a una comida en Londres. Las señoras se habían retirado al piso de arriba, y nadie se sentaba a mi derecha; a mi izquierda tenía a un hombre a quien no conocía, pero que evidentemente sabía mi nombre, porque al cabo de un rato se volvió hacia mí y me dijo:
—He leído en una revista un cuento suyo sobre Bethmoora.
Por supuesto, recordé el cuento. Era el cuento de una hermosa ciudad oriental súbitamente abandonada un día, nadie sabe por qué. Respondí:
—¡Oh, si! —y busqué con calma en mi mente alguna fórmula de reconocimiento más adecuada al encomio que me había dedicado su memoria.