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Authors: Manuel Gutiérrez Nájera

Tags: #Cuento, Relato

Cuentos frágiles (5 page)

Mme. Bob no se jacta de sus títulos, pero sí se vanagloria de sus caballos, que descienden de «Gladiator» y «Lady Tempest». Y cuentan que cuando vuelve de algún baile, escotada, con los ebúmeos brazos descubiertos y abrochados los catorce botones de sus guantes, entra en las caballerizas, alumbradas por el gas, y allí dilata su nariz para sentir el acre olor de las repletas pesebreras y despierta los caballos, y les rodea el cuello con los brazos y los besa; y monta como una amazona y se deja caer entre las piernas de su yegua favorita; y roza con su codo lustroso la madera de los bojes y hunde sus zapatillas de raso blanco en el estiércol, y permite que el casco de sus caballos retozones le rasgue la crujiente seda del vestido, y que sus gruesas bocas frías le mojen la garganta y el cabello. Luego sube a su tocador, que huele a azaleas y violetas, y se lava allí, no en las palanganas de finísimo cristal, ni en las ánforas de plata maciza llenas de cinceladas y arabescos, sino en el burdo cubo de madera en donde empapa una grosera esponja, prefiriendo a alguna de Santa María del Novella y al mismo Chipre, cuyo olor no puede definirse, el agua clara tomada en la mañana de la fuente, y con la que salpica, al zambullir sus rizos negros, los muros tapizados de acuarelas japonesas.

¡El caballo! Yo comprendo las pasiones que inspira, aun cuando sean como la salvaje pasión de Mme, Bob. Las mujeres le aman, más aún que nosotros.

Allons, mon intrépide,

Ta cavale rapide

Frappe du pied le sol,

Et ton buffon balance,

Comme un soldat sa lance

Son joyeux parasol!

¿Te acuerdas? Ya hace mucho tiempo de esto: fue cuando me amabas. El aire estaba fresco como si dentro de cada gota de luz fuese una gota de agua. Acabábamos de tomar en sendos tarros —tú no quisiste que bebiera en el tuyo— la espumosa leche que delante de nosotros ordeñaron. ¡Cómo reímos en esa azul mañana y cómo recuerdo los bigotes blancos que dibujó la leche en tu boquita! Íbamos a partir. Tu caballo relinchaba impaciente, y tu mamá, al verle brioso, te suplicaba que no hicieras locuras. ¿Te acuerdas? No podías subir, y yo, para ayudarte, te tomé en mis brazos. No he podido olvidarlo. ¡Qué cerca estuvimos en ese instante y qué lejos estamos hoy! Después arreglé los pliegues largos de tu amazona y estreché entre mis manos tu delicado botincito. Tú, ruborizada, espoleaste tu caballo y corriste, riendo, por el llano. Te alcancé. Galopamos mucho, mucho, hacia el lugar por donde sale el sol. Parecía que corríamos a un incendio. Los demás se habían quedado atrás, y tú, medrosa, quisiste que los aguardáramos a la sombra de un árbol. Allí nos detuvimos. Yo pensaba en el breve botín que ocultaba tu amazona y en tu corazoncito que había sentido junto al mío. Y hablamos, y tu caballo color de oro se fue acercando al mío, como si fuera a contarle algún secreto, y, de repente, mi boca trémula besó los delicados bucles rubios que se erizaban en tu cuello.

¡Cómo ha corrido el tiempo! Cuando tengas hijas, ¡no dejes que ninguno las ayude a sentarse en el albardón de su caballo!

LA PASIÓN DE PASIONARIA

¡Cómo se apena el corazón y cómo se entumece el espíritu, cuando las nubes van amontonándose en el cielo, o derraman sus cataratas, como las náyades vertían sus ricas urnas! En esas tardes tristes y pluviosas se piensa en todos aquéllos que no son; en los amigos que partieron al país de las sombras, dejando en el hogar un sillón vacío y un hueco que no se llena en el espíritu. Tal parece que tiembla el corazón, pensando que el agua llovediza se filtra por las hendeduras de la tierra, y baja, como llanto, al ataúd, mojando el cuerpo frío de los cadáveres. Y es que el hombre no cree jamás en que la vida cesa; anima con la imaginación el cuerpo muerto cuyas moléculas se desagregan y entran al torbellino del eterno cosmos, y resiste a la ley ineludible de los seres. Todos, en nuestras horas de tristeza, cuando el viento sopla en el tubo angosto de la chimenea, o cuando el agua azota los cristales, o cuando el mar se agita y embravece; todos cual más, cual menos, desandamos con la imaginación este camino largo de la vida, y recordando a los ausentes, que ya nunca volverán, creemos oír sus congojosas voces en el quejido de la ráfaga que pasa, en el rumor del agua y en los tumbos del océano tumultuoso. El hijo piensa entonces en su amante padre, cuyos cabellos canos le finge la nieve prendida en los árboles; el novio, cuya gentil enamorada robó el cielo, piensa escuchar su balbuceo de niña en el ruido melancólico del agua; y el criminal, a quien atenacea el remordimiento, cierra sus oídos a la robusta sonoridad del océano, que, como Dios a Caín, le dice: ¿En dónde está tu hermano? Y nadie piensa en que esos cuerpos están ya disyectos y en que sus átomos van, errantes y dispersos, del botón encarnado de la rosa a la carne del tigre carnicero; de la llama que oscila en la bujía a los ojos de la mujer enamorada; nadie quiere creer que sólo el alma sobrevive y que la vil materia se deshace; porque de tal manera encariñados nos hallamos con la envoltura terrenal, y tan grande es la predominación de nuestros sentimientos egoístas, que, por tener derecho a imaginar que nuestros cuerpos son eternos, no consentimos en creer que la inflexible muerte ha acabado con los demás, y, calumniando a Dios, prolongamos la vida hasta pasada ya la orilla amarillenta en que comienzan los dominios de la muerte.

Este sentimiento es mayor en los pueblos que no alcanzan todavía un grado superior de civilización y de cultura. Los egipcios pensaban que sus deudos difuntos harían menester aún del alimento. Por eso pintaban en el interior de los sepulcros e hipogeos fámulos y sirvientes provistos de bandejas llenas de sabrosos manjares, cacharros henchidos de agua y grandes panes. Nuestro pueblo conserva aún esa superstición, y deposita, en el día de los difuntos, en el camposanto, lo que llama la ofrenda.

Días pasados, hablaba yo con una dama acerca de estos usos y costumbres. La lluvia no permitía que saliera de su casa, y allí, cautivos, entreteníamos la velada con cuentos de aparecidos y resucitados.

—¿No cree usted en la trasmigración de las almas? —me decía.

Solté a reír, y, oprimiendo su mano, la contesté:

—Cuando miro esos ojos y esa boca, creo en la trasmigración de los espíritus. Vive en usted el alma de Cleopatra. ¿No es así?

Mi bella interlocutora, agradecida, desarrugó el ceño, contraído poco antes por lo huraño de la plática, y me dijo:

—No sé si los muertos vuelven, ni si emigran las almas a otros cuerpos; pero voy a narrarle una historia. Juan casó en segundas nupcias con Antonia. De su primera esposa quedábale una niña de siete años, a quien llamaban Rosalía sus padres, y Pasionaria los vecinos de la aldea. La primera mujer de Juan era todo lo que se llama un ángel de Dios. Paciente, sufridísima, amorosa, se veía en los ojos de su marido y en el fresco palmito de la niña. Las comadres del pueblo, viendo su tez pálida, sus grandes ojos rodeados por círculos azules y la marcada delgadez de su enfermizo cuerpo, decían que la mamá de Pasionaria no haría huesos viejos. Ella, alegre y resignada, esperaba la muerte cantando, como aguardan las golondrinas el invierno. Cierta noche, Andrea —que tal era su nombre— se agravó mucho, tanto que hubo necesidad de llamar a don Domingo el curandero. ¡Todo inútil! La pobre madre se moría, sin que nadie pudiese remediarlo. Poco antes de entrar en agonía, llamó a su hija, que a la sazón contaba cinco años, y le dijo:

—Rosalía: ya me voy. Yo quisiera llevarte, pero el camino es muy largo y muy frío. Quédate aquí; tu padre te necesita y tú le hablarás de mí para que no me olvide. ¡Hasta mañana!"

Andrea cerró los ojos, y Rosalía besó, llorando, sus manos que parecían de nieve. ¡Hasta mañana! Es verdad: ¡mañana es el cielo!

Juan era mozo todavía y se consoló a los once meses. Al año cabal, se había casado con Antonia. Esta era mala, huraña y desconfiada. La madrastra —como en el pueblo la llamaban— hizo sufrir muchísimo a la pobre niña. La trataba con dureza, solía azotarla cuando Juan no estaba en casa, y hasta llegó a quemar un día sus manos con la plancha caliente. Rosalía lloraba; nada más. Cuando eran muchos sus padecimientos, decía en voz baja, con la cara pegada a los rincones:

—¡Madre!, ¡madrecita!

Pero la pobrecita muerta no la oía. ¡Qué pesado ha de ser el sueño de los muertos! Las niñas del cortijo, viéndola tan triste, la invitaban a jugar. Pero ella no iba porque sus zapatitos no tenían ya suelas y los guijarros de la calle se le encajaban en la planta. A fuerza de zalamerías con su marido, Antonia había logrado enajenarle el cariño de su padre. Una noche, Pasionaria habló de su mamá; pero esa noche la dejaron sin cena y le pegaron.

—¡Malhaya la madrastra! —decían las buenas almas de la vecindad—. ¡Dios quiera acordarse de la pobrecita Pasionaria!

Dios tiene buena memoria y se acordó. Cuando nadie lo esperaba, y sin visible cambio en la conducta depravada de los padres, Pasionaria se fue reanimando, como la mecha de una lámpara cuando sube el aceite. Seguía siendo muy pálida, pero sus ojos brillaban tanto como la lamparilla que arde junto al Sacramento.

—¿Vas mejor, Pasionaria?

—¡Vaya que voy, como que ya me he puesto buena!

Sin embargo, un doctor que estuvo de temporada en el cortijo, vio a la niña y su pronóstico fue fatal: «A la caída de las hojas se nos va».

Pasionaria desmentía con su cambio este vaticinio. Pasionaria cantaba, haciendo los menesteres de la casa, siempre que Antonia, perezosa y egoísta, andaba de parranda con las cortijeras. Luego que la madrastra llegaba, Pasionaria enmudecía. ¡Así callan los pájaros cuando ven la escopeta de los cazadores! Las buenas gentes del cortijo se decían, con grandes muestras de compasión, que Pasionaria estaba loca. La habían visto hablar sola en los rincones, y hasta habían escuchado estas palabras:

—¡Madre! ¡madrecita!

Pasionaria no estaba loca. Pasionaria hablaba con su madre. La santa mujer, que tenía una silla de marfil y de oro cerca de los ángeles, pidió una audiencia a Dios Nuestro Señor para decirle:

—Señor: yo estoy muy contenta y muy regocijada en tu gloria, porque te estoy mirando; pero, si no te enojas, voy a hablarte con franqueza. Tengo en la tierra un pedacito de mi alma que sufre mucho, y mejor quiero padecer con ella que gozar sola. Déjame ir a donde está, porque me llama la pobrecita y se está muriendo.

—Vete —dijo el Señor—; pero, si te vas, no puedes ya volver.

—¡Adiós, Señor!

La gloria, sin sus hijos, no es gloria para una madre.

Aquella noche, Andrea se apareció a su hija y le habló así:

—Yo te dije que volvería y aquí me tienes. De hoy en más no te abandonaré: tú me darás la mitad de los mendrugos que te den por alimento, y cuando te azoten esas malas almas, dividiremos el dolor entre las dos.

Y así fue. Por eso Pasionaria estaba alegre, aunque el doctor dijera que se moría. No hay, sin embargo, naturaleza que resista a ese maltrato. A la caída de las hojas se murió. Juan, que en el fondo no era tan malo, se enjugó una lágrima, y el señor cura se la llevó a dormir al camposanto. Como era natural, en cuanto Dios supo la muerte, dijo a sus ángeles:

—Id a traerla, que aquí le tengo preparada una sillita baja de marfil y de oro, y un cajón lleno de juguetes y de dulces.

Los ángeles cumplieron el mandato, y madre e hija se pusieron en camino. Pero Andrea tenía cerrada la puerta del cielo por desconfiada, y San Pedro, llamándola aparte, para que la niña no se enterase de nada, le dijo:

—Ya tú sabes lo que el amo dispuso: yo lo siento, viejita, pero el que fue a Sevilla perdió su silla.

—Bien sabido que lo tengo. Nada más llego a la puerta para dejar allí a la niña, y que entre sola. Ahora que va a gozar, ya no me necesita. Lo único que pido es que me den un lugarcito en el Purgatorio, con ventana para el cielo; que de ese modo podré verla desde allí.

San Pedro conferenció con el Señor, que dio su venia, y la madre se despidió de Pasionaria.

—Madrecita, si tú no entras yo me voy contigo.

—Calla, niña, que nada más voy por tu padre y vuelvo pronto.

¡Pronto, sí! Todavía la está esperando Pasionaria. La pobre madre está en el Purgatorio, muy contenta viendo con el rabo del ojo a Pasionaria, que juega con los ángeles todo el día. Dios dice que, cuando llegue el juicio final, se acabará el Purgatorio, y que entonces se salvará la buena madre. ¡Dios mío! ¿Cuándo se acaba el mundo para que no estén ausentes esas pobres almas?…

LOS AMORES DEL COMETA

De oro, así es la cauda del cometa. Viene de las inmensas profundidades del espacio y ha dejado en las púas de cristal que tienen las estrellas muchas de sus guedejas luminosas. Las coquetas quieren atraparle; pero el cometa pasó impasible, sin volver los ojos, como Ulises por entre las sirenas. Venus le provocaba con su voluptuoso parpadeo de medianoche, como si ya tuviera sueño y quisiera volver a casa acompañada. Pero el cometa vio el talón alado de Mercurio, que sonreía mefistofélicamente, y pasó muy formal a la distancia respetable de veintisiete millones de leguas. Y allí le veis. Yo creo que en uno de sus viajes halló la estrella de nieve, a donde nunca llega la mirada de Dios, y que llaman los místicos infierno. Por eso trae erizos los cabellos. Ha visto muchas tierras, muchos cielos; sus aventuras amorosas hacen que las Siete Cabrillas se desternillen de risa y cuando imprima sus memorias veréis cómo las comprarán los planetas para leerlas a escondidas, cuidando de que no caigan en poder de las estrellas doncellitas. Tiene mucha fortuna con las mujeres: ¡Es de oro!

No me había sido presentado. Yo, comúnmente, no recibo a las cuatro y treinta y dos minutos de la madrugada; y ese gran noctámbulo deja sus sábanas azules muy temprano, para espiar la alcoba de la aurora por el ojo de la llave, luego que la divina rubia salta de su lecho con los brazos desnudos y el cabello suelto. Su pupila de oro espía por la cerradura de oriente. Tal vez en ese instante la aurora baja las tres gradas de ópalo que tiene su lecho nupcial, busca para cubrir sus plantas entumecidas las pantuflas de mirtos que los ángeles forran por dentro con plumas blancas desprendidas de sus alas. Y él la mira; la circunda con el áureo fluido de sus ojos; la palpa con la vista: siente las blandas ondulaciones de su pecho; ve cómo entorna los párpados, descubriendo sus pupilas color de nomeolvides y recibe en el rostro las primeras gotas de rocío que van cayendo de las trenzas rubias, cuando la diosa moja su cabeza en la gran palangana de brillantes, y aliña con el peine de marfil su cabellera descompuesta por la almohada. El cometa está enamorado. Por eso se levanta muy temprano.

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