Read Cuentos malévolos Online

Authors: Clemente Palma

Tags: #Clásico, Cuento, Fantástico

Cuentos malévolos (10 page)

Una mañana amaneció Cordelia mejor. Yo no había descansado en cuatro noches y me retiré a mi casa a dormir. Desperté al día siguiente por la tarde. ¡Qué tarde tan horrible! Al llegar a la calle de la casa de Cordelia vi la puerta cerrada y gran gentío. Pregunté el motivo, lívido de ansiedad, loco de angustia; un imbécil me respondió:

—¡La señorita Cordelia ha muerto!

Sentí un agudo dolor en el cerebro y caí al suelo… No sé quiénes me socorrieron, ni cuánto tiempo, horas, años o siglos estuve sin sentido. Cuando volví en mí me encontré en la casa de mi maestro, situada a poca distancia de la casa de Cordelia. Volé a la ventana y la abrí de par en par: la casa de Cordelia estaba como de costumbre. Salí corriendo como un loco, y entré en la casa de mi novia…

V

La primera persona a quien encontré fue a la madre de Cordelia. La cogí la mano lleno de ansiedad:

—¿Y Cordelia, madrecita mía?

—Ve a buscarla, hijo, en el jardincillo… debe estar allí, regando sus violetas y heliotropos.

Acudí conmovido al jardín y encontré efectivamente a Cordelia, sentada en un banco de mármol, regando sus flores. La besé, delirante de amor, en la frente, y luego, rendido por la emoción, me puse a llorar como un niño con la cabeza recostada en sus rodillas. Largo rato estuve así, sintiendo que las manos de Cordelia acariciaban mis cabellos, y oyéndola murmurar a mi oído, con voz dulce y mimosa, frases de consuelo:

—Creíste que me moriría, ¿verdad?

—Sí… te he creído muerta, más aún, he creído ver tu entierro, ángel mío. ¡Oh, qué infamia tan grande hubiera sido el robarme la luz, la única luz de mi vida!

—¡Qué loco eres! ¡Morirme sin que hubiéramos sido felices! Dicen que la malaria no perdona, y ves, me ha perdonado en consideración a nuestro amor: se ha conformado con robarme un poco de sangre.

Y realmente los labios de Cordelia estaban casi blancos, y en general la piel, especialmente en las manos y en el rostro, tenía una palidez y una transparencia extremadas. Pero a pesar de que la malaria la había debilitado tanto, estaba más bella si cabe que antes.

Un mes después Cordelia y yo nos casábamos con gran boato, y, el mismo día de nuestras nupcias, fui a encerrarme con mi tesoro en la solitaria
Granja Blanca
.

VI

Con la rapidez de una estrella fugaz transcurrió el primer año de nuestra felicidad. No concibo que haya habido mortal más venturoso de lo que yo fui durante ese año con mi Cordelia en la tranquila y aislada morada que habíamos escogido. Muy de tarde algún extraviado cazador o algún aldeano curioso pasaba por delante de la
Granja
. Por toda servidumbre teníamos una anciana sorda como un ladrillo. Otro habitante que no debo olvidar era mi fiel perro
Ariel
. A fines del año fui una vez a la ciudad y conduje a la
Granja Blanca
a una comadrona. Cordelia dio a luz una hermosa niña que vino a colmar de ventura nuestro hogar novel.

Creo haber dicho que Cordelia era una hábil dibujante. En los momentos en que los cuidados de nuestra hija la permitían algún descanso, se propuso hacer un retrato mío. ¡Qué hermosas mañanas pasábamos en mi gabinete de trabajo, yo leyendo en alta voz y mi mujer reproduciendo mi efigie en el lienzo! La obra se hizo larga, porque continuamente la paralizábamos para entregarnos a las locuras y ensueños de nuestro cariño. A los tres meses estuvo concluida, pero debo confesar que si bien era irreprochable como factura, era mediocre como parecido. Lo que yo deseaba ardientemente era que Cordelia me hiciera un retrato suyo. Ella se resistió varios meses a hacerlo, pero al fin una mañana me ofreció darme gusto. Me sorprendió el acento extraño y melancólico de su voz al hacerme su ofrecimiento:
tenía la voz que debió tener la hija de Jairo
. Me suplicó que,
mientras estuviera haciendo su retrato, no penetrara en el gabinete, ni intentara ver el lienzo hasta que estuviera concluido
.

—Eso es inicuo, reina mía. ¡Dejar de verte dos o tres horas al día! Mira, renuncio a mi pretensión; prefiero quedarme sin el retrato a tener que privarme de tu presencia. Después de todo, ¿para qué necesito la imagen si poseo el original para siempre?

—Escúchame —respondió colgándose a mi cuello—, no pintaré sino un día a la semana; en cambio de lo que te robe, sabré pagarte de la privación que sufras. ¿Verdad que accedes?

—Que conste que lo hago de mala gana y sólo por interés de la recompensa.

Desde esa semana, todos los sábados por las mañanas encerrábase Cordelia en mi gabinete durante dos horas, al cabo de las cuales salía agitada, pálidas las mejillas, más de lo que ya eran, y los ojos encendidos como si hubiera llorado. Cordelia me explicaba que ello era debido al estado de atención y abstracción sumas en que se ponía para coger del espejo su imagen y reproducirla en el lienzo con la mayor fidelidad.

—¡Oh, vida mía, eso te hace daño!… Te declaro que renuncio con gusto al retrato.

—¡Es imposible! —murmuraba con voz sorda, como si hablara consigo misma—. ¡Si pudiera durar su ejecución un año más! ¡El plazo es fatal!

En seguida me hacía objeto de las manifestaciones de cariño más extremadas; en todo el día no se separaba de mí un segundo ni de nuestra hija, como si quisiera reponer con exceso de amor las horas que había estado separada de nosotros.

VII

Llegaba a su término el segundo año de nuestra permanencia en la
Granja Blanca
. Cordelia estaba concluyendo su retrato. Una mañana tuve la imprudencia de atisbar por el ojo de la cerradura de mi gabinete, y lo que vi me hizo estremecer de angustia: Cordelia lloraba amargamente; tenía las manos sobre el rostro, y su pecho se levantaba a impulsos de los sollozos ahogados… A veces oía un ligero murmullo de súplica: ¿quién? No lo sé. Me retiré lleno de ansiedad. Nuestra hijita lloraba. Consolé a la pequeña Cordelia, y esperé la salida de mi esposa. Al fin salió; tenía esa expresión de secreta, profunda tristeza, que yo había observado muchos sábados, pero reaccionando Cordelia sobre sí, estuvo cariñosa, alegre y apasionada como de costumbre. Nos colmó de caricias a la niña y a mí. La senté en mis rodillas, y cuando tuvo su rostro bien cerca del mío, la pregunté mirándola fijamente en los ojos:

—Dime, Cordelia de mi alma, ¿por qué llorabas en mi gabinete?

Cordelia se turbó y reclinó su cabeza sobre mis hombros.

—Ah, me has visto. Me habías ofrecido no mirar mi modo de trabajar. ¡Informal! Yo amanecí hoy muy nerviosa y me dio mucha pena ver que faltabas a tu palabra. Lloré en cuanto sentí que te acercabas a la puerta.

Por el acento tembloroso y turbado con que me hablaba Cordelia comprendí que mentía; pero como en realidad yo había faltado a mi compromiso, no quise insistir.

—¡Perdóname, Cordelia!…

—Ya lo creo; te perdono, te perdono, dueño mío, te perdono con todo el corazón —y cogiendo mi cabeza entre sus manos, me besó en los ojos.

El sábado siguiente se cumplían dos años de nuestro matrimonio. Apenas se levantaba Cordelia tenía la costumbre de venir a despertarme. Ese día estaba yo despierto, y cuando Cordelia se inclinó sobre mi frente la cogí de la cintura.

—¿Sabes qué día es hoy?… es el día de nuestro cumpleaños.

El cuerpo de Cordelia se estremeció, y a través de las ropas sentí en mis manos como si una corriente de sangre helada hubiera pasado por las venas de mi esposa.

A las diez de la mañana Cordelia me llamó desde mi gabinete dando voces de alegría. Acudí corriendo: Cordelia abrió las dos hojas de la puerta, y llena de un alborozo infantil, me condujo de la mano hasta el caballete, sobre el cual había un bastidor cubierto por una tela roja. Cuando quitó ésta di un grito de asombro. La semejanza era maravillosa; era imposible trasladar al lienzo con mayor fidelidad y arte la expresión de amor y melancolía que hacían a Cordelia tan adorable. Allí estaba su palidez sobrenatural, sus ojos obscuros y brillantes, como diamantes brunos, su boca admirable… Un espejo habría reproducido con igual fidelidad el rostro de Cordelia, pero no habría copiado el reflejo sugestivo de su alma, ese algo voluptuoso y trágico, esa chispa de amor y de tristeza, de pasión infinita, de misterio, de idealismo extraño, de ternura extrahumana; no habría copiado esa indefinible semejanza de almas entre Cordelia y la hija de Jairo, que yo percibía, sin que pudiera indagar cuál rasgo fisonómico preciso, cuál expresión determinada eran las que provocaban en mi alma el recuerdo, o mejor, la idea de la resucitada de la leyenda evangélica.

Y ese día nuestro amor fue una locura, un desvanecimiento absoluto; Cordelia parecía querer absorber toda mi alma y mi cuerpo. Y ese día nuestro amor fue una desesperación voluptuosa y amarga: fue algo así como el deseo de derrochar en un día el caudal de amor de una eternidad. Fue como la acción de un ácido que nos corroyera las entrañas. Fue una demencia, una sed insaciable, que crecía en progresión alarmante y extraña. Fue un delirio divino y satánico, fue un vampirismo ideal y carnal, que tenía de la amable y pródiga piedad de una diosa y de los diabólicos ardores de una alquimia infernal…

VIII

Sería la una de la mañana cuando desperté sobresaltado; en sueños había tenido la impresión fría de una boca de mármol que me hubiera besado en los labios, de una mano helada que hubiera arrancado el anillo de mi dedo anular, de una voz apagada y triste que hubiera murmurado a mi oído esta desoladora palabra: ¡Adiós! Unos segundos después oí el estallido de un beso y un grito agudo de la pequeña Cordelia, que en su lenguaje incipiente llamaba a su madre.

—¡Cordelia! —llamé con voz débil procurando ver a través de la obscuridad el lecho de mi esposa, y escuchar el más pequeño ruido. Nada.

—¡Cordelia! —repetí en voz alta e incorporándome. El mismo silencio. Un sudor frío bañó mis sienes, y un escalofrío de terror sacudió mi cuerpo. Encendí luz y miré el lecho de mi esposa. Estaba vacío. Loco de terror y de sorpresa salté de mi cama.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!…

Abrí las puertas y salí llamando a mi esposa, ronco de dolor.

¡Cordelia!

Recorrí todas las habitaciones, todos los rincones de la
Granja Blanca
. En el corredor,
Ariel
, con el rabo entre las patas y erizados los pelos, aullaba, y los lobos del bosque respondían lúgubremente.

—¡Cordelia!

Conduje a
Ariel
a la alcoba, le hice callar y le encomendé el cuidado de la pequeña Cordelia. En seguida cogí en la cuadra el primer caballo que encontré, un potro negro; de un salto le monté y le sumergí al galope en la espesa tiniebla del bosque.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!

Me respondían los furiosos aullidos de los lobos, cuyos ojos veía brillar a ambos lados de la vereda como salpicaduras hechas sobre el césped con aceite fosfórico. Cegado, enloquecido por el dolor, no reflexionaba en el peligro que corría. Los lobos, envalentonados por el vertiginoso galope de mi caballo, se lanzaron en persecución nuestra aullando de un modo ensordecedor. Detrás del potro se extendía una larga mancha movediza y negra sembrada de puntos luminosos.

—¡Cordelia! ¡Cordelia!

Y me respondían el aire zumbando entre las hojas, el vuelo de las aves nocturnas asustadas, el golpe seco del casco en el césped y el aullido hambriento e hidrófobo de las bestias salvajes. No sé cuántas leguas me alejé de la
Granja Blanca
. Mi potro, guiado por el instinto, dio un inmenso rodeo, y cuando ya el alba espolvoreaba el cielo de oriente. Con sutil polvillo de nácar, me devolvió a la desolada
Granja
, rendido de angustia y vencido por la inexorable crueldad del destino. Largo rato estuve echado sobre la escalinata, mientras las avecillas saludaban la aurora con su entupida y hermosa plegaria…

IX

Volví a buscar a Cordelia en todas las habitaciones; volví a ver el lecho vacío; las almohadas conservaban aún el perfume de sus cabellos y la huella de la presión. La pequeña Cordelia dormía en la cuna vigilada por el buen
Ariel
. ¡Pobrecilla! Para no despertarla fui al estudio. Levanté el lienzo que cubría el retrato de Cordelia y mis cabellos se erizaron de espanto. ¡El lienzo estaba en blanco! ¡En el lugar que ocupaban los ojos en el retrato que yo había visto, había dos manchas, dos imperceptibles manchas que simulaban dos lágrimas! Sentí que mi cerebro vacilaba, me parecía que mi inteligencia se ponía a caminar como un funámbulo sobre la arista de un camino hecho al borde del abismo: la menor impulsión la habría precipitado. La Muerte y la Locura tiraban de mí. Necesitaba llorar para que no triunfara alguna de ellas; oí llorar en este momento a mi hija y me salvé: lloré también…

Después se verificó en mí un fenómeno extraño: una invasión de indiferencia, de estoicismo, de olvido, que subía como una marca de atonía. Me parecía que surgía dentro de mí un nuevo individuo, que se había roto la identidad de mi yo con la superposición o intromisión de una nueva personalidad. Estaba convencido, con seguridad inamovible, de que no vería más a Cordelia; hacía pocas horas que se había realizado una tragedia misteriosa y sobrenatural y no me asombraba ya de ello, como si una larga serie de siglos se hubieran interpuesto entre el pasado y el presente. Me parecía que entre el momento actual y la terrible noche hubiera un inmenso cristal deslustrado que apenas me dejara percibir vagamente los contornos de los sucesos y de mis emociones. Sobre mi escritorio estaba el retrato que me hiciera Cordelia; en la otra habitación estaba nuestra hija y el lecho de mi esposa, y en todas partes había objetos que ella había usado, flores que había ella arrancado, todo lo que había rodeado nuestra vida: sólo ella, mi Cordelia, no estaba. Y, sin embargo, la situación psíquica en que me encontraba me hacía sentir la impresión de que
nada había cambiado y de que nada había existido nunca
.

A poco sentí el galope de un caballo; me asomé y reconocí a mi viejo maestro que, vestido de negro, se dirigía a la
Granja Blanca
.

X

Venía trayéndome una carta de la madre de Cordelia:

«Se han cumplido dos años desde que murió la que era luz de mi vida, la adorada hija mía, mi Cordelia, tu prometida, a la que tanto amabas. Pocos minutos antes de expirar encargó que el día en que se cumplieran dos años de la fecha que tú y ella habíais determinado para vuestra unión, te enviara el anillo de los esponsales, la cruz de marfil que se había de poner sobre su ataúd y la miniatura que le pintó Stein. Cumplo el encargo de la pobre hija mía. Sé que tu dolor ha sido inmenso, y que has vivido hasta hoy, solitario y huraño, en tu retiro de la
Granja Blanca
, acompañado del recuerdo de tu novia. Llórala, hijo mío, porque Cordelia era digna de tu amor. Recibe un beso maternal de esta pobre vieja, que no tiene más consuelo que la esperanza de reunirse pronto con su hija».

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