Cuentos para gente impaciente

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Authors: Javier de Ríos Briz

 

¿Oculta algún secreto ese hijo tan perfecto? ¿Puede haber una momia en un pueblo castellano? ¿Qué clase de erotismo destila el fracaso? Lo quiero saber y lo quiero saber ya. Cuentos breves para gente impaciente.

Estos cuentos tienen ya unos añitos a sus espaldas; la mayor parte de ellos son de 1998 y 1999, y algunos resultaron
premiados o finalistas en concursos literarios
como el Certamen de Cuentos Ayuntamiento de Muskiz, el Concurso de Cuentos Ortzadar del periódido DEIA, o el Concurso de Cuentos Valle de Gordexola.

Tal vez no están excesivamente pulidos, pero creo sinceramente que son relatos que merecen la pena, que tienen la frescura que proporciona escribir lo que realmente te da la gana, y cierta calidad literaria refrendada, como he dicho, en pequeños concursos. Por otro lado, me niego a corregirlos o mejorarlos porque perderían parte de esa frescura y porque el tiempo para hacerlo ya pasó.

Autopublicándolos sin depender de ninguna
editorial convencional
pretendo cerrar un ciclo. Espero también terminar con un largo período en el que apenas he escrito una docena de microrrelatos, y comenzar una etapa creativa.

Cualquier lector con cierta curiosidad y que disponga de conexión a Internet me puede encontrar mi blog personal,
La viga en mi ojo
, con artículos de opinión sobre cultura, literatura e Internet.

Javier de Ríos Briz

Cuentos para gente impaciente

ePUB v1.1

Polifemo7
14.07.11

Abril 2008. Revisado en Marzo 2011.

ISBN de la edición en papel (ya no disponible): 978-84-925-0089-5

Licencia
Creative Commons
:

Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

Más información:
http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/es/

(Básicamente puedes compartirlo con quien quieras pero no modificarlo ni, por supuesto, venderlo)

Para Ana y los trillizos:

Iban, Irene y Sergio.

LA MOMIA

¿La mayor aventura de mi vida? La mayor aventura de mi vida la viví cuando tan sólo tenía ocho años, aunque recuerdo lo que sucedió como si lo estuviera viendo ahora. Y ya que tengo un auditorio tan atento no me importa contarlo una vez más, porque nunca me cansaré de hacerlo.

Como ya he dicho tenía ocho años, y en aquella época mi familia y yo pasábamos los veranos en el pueblo que vio nacer a mi padre. Los días transcurrían tranquilos, sin sobresaltos, y toda la chavalería, tanto nativos, como los hijos de los veraneantes nos dedicábamos a actividades típicas de la estación veraniega y el lugar en el que nos encontrábamos, como por ejemplo bajar todos juntos a bañarnos en el río, y después, todavía mojados, jugar un partidillo de fútbol sobre la hierba.

Pero las noches, las noches eran totalmente diferentes, porque por las noches había cine. A las diez de la noche, después de cenar, todo el pueblo se congregaba en la plaza. Los hombres se encargaban de montar la gigantesca pantalla blanca, las mujeres de ordenar las sillas en hileras, con más voluntad que acierto, y los niños, los niños nos dedicábamos a molestar a unos y a otros con el mismo empeño, emocionados ante el acontecimiento, que no por repetirse cada noche, nos dejaba de parecer lo más emocionante del verano.

Las sillas eran plegables, un préstamo que nos hacía don Mariano, el párroco, con la condición de que todas las noches, tras la proyección de la película volvieran a su emplazamiento cotidiano, apiladas en una pared de la enorme sacristía. Al principio no las quería ceder, aduciendo que estaban destinadas a otro tipo de actividades, pero en el pueblo de mi padre son muy brutos, y convencieron a don Mariano asegurando que si no permitía el uso de las sillas, entrarían en la iglesia y desclavarían los bancos del suelo, así que no tuvo más remedio que claudicar.

El alcalde del pueblo en persona era el encargado de dirigir la proyección, lo que incluía poner y quitar los enormes rollos que contenían la película en la imponente máquina cinematográfica, a la que supongo hoy en día durmiendo su vetustez en algún museo del ramo.

La mayoría de las películas eran de miedo, de las que estaban de moda aquellos días. En el más rancio blanco y negro buceaban con comodidad personajes como Frankenstein, Drácula, algún que otro hombre—lobo, y el que a mí más me impresionó: la momia.

En aquellas maravillosas veladas nocturnas fue donde conocí a mi amigo Carlos. Apareció ese verano por primera vez, y no tardó en unirse a mi pandilla de inseparables, que cada noche nos poníamos en primera fila, sentados en el suelo delante las sillas, desatendiendo los sabios consejos de nuestros mayores. Si hubiéramos sabido algo de ellos, todos habríamos asegurado que las personas más influyentes en nuestras vidas eran, sin lugar a dudas, los hermanos Lumière y su ingenioso invento.

En las escenas más terroríficas la plaza del pueblo se veía invadida por los gritos. Nosotros éramos los que más gritábamos, con la excusa de que nos burlábamos de las chicas jóvenes, cuando en realidad era una fabulosa válvula de escape para nuestro miedo. Y si bien éramos los más predispuestos al pánico, también éramos los únicos que realmente nos creíamos todo lo que la pantalla reflejaba, y aquella credulidad era la raíz de nuestro terror.

La noche que una horrenda momia nos hizo chillar a todos como posesos, Carlos se acercó a mí al acabar la película, y me susurró al oído:

—Si quieres ver una momia, yo te puedo enseñar una.

—¡Anda, de qué vas! ¡Tú te crees que soy tonto! —respondí.

—Tu verás. Si quieres verla, tienes que estar mañana aquí mismo a las cinco de la tarde.

—¿Y por qué no por la mañana?

—Por la mañana tengo cosas que hacer. Me voy, que me llama mi madre.

Y dicho esto desapareció entre el grupo de gente que ayudaba a guardar las sillas en la sacristía, bajo la supervisión de don Mariano, que con esa excusa veía todas las noches la película, aunque por las mañanas renegaba contra las historias, según él diabólicas, que le habían hecho disfrutar horas antes.

Aquella noche casi no pude dormir, pensando en las momias, en la de la película, y en la de verdad, que Carlos había prometido enseñarme. Pasé la mañana incordiando por la casa, hasta que mi madre, enfadada, me mandó a ayudar a la abuela con las gallinas. Después de comer estuve preguntando por la hora a cada instante, hasta que dieron las cinco menos diez, y me fui de casa corriendo, sin decir a nadie a donde iba.

Carlos me estaba esperando en la plaza, apoyado en la fuente, que un verano más estaba casi seca.

—Vamos —me dijo.

—¿A dónde?

—A ver a la momia, ¿a dónde va a ser?, ¿no te rajarás ahora, no?

—Yo nunca me rajo —dije, disimulando un aplomo que estaba muy lejos de sentir.

Me deje guiar hasta las afueras del pueblo, donde únicamente había una casa, en la que nunca había estado. A unos doscientos metros del pequeño edificio de piedra, Carlos me hizo parar, y me puso una mano en el hombro.

—No te acerques demasiado, puede ser peligroso, ya viste la película de anoche — dijo en voz baja, mirándome con mucha seriedad.

Llegamos hasta la puerta de la casa. A mí me temblaban las piernas, sublevándose alocadas a mi control. Carlos levantó la cortina, único obstáculo para franquear la entrada, y me dijo:

—Pasa, yo te espero aquí.

Así lo hice, dominando a duras penas los nervios que me atenazaban. Me encontré en un pasillo fresco y obscuro, y durante unos instantes no pude ver nada, debido al fuerte contraste con la claridad exterior.

Y de repente la vi. VI A LA MOMIA. Vi su rostro pequeño y arrugado perfilándose en la penumbra.

Juro que nunca he gritado tanto como aquel día. Me llevé las manos a la cabeza, y escapé de allí, chillando aterrorizado. Ni siquiera me paré a decirle nada a Carlos, con el que tropecé al salir.

¿Qué pasó? ¿Queréis saber que pasó? Pues que el castigo fue de campeonato. Una semana sin salir de casa, por haber arrancado a gritos de su siesta a la abuela de Carlos, que aquel bendito verano acababa de cumplir ciento tres años. Muchísimos, en verdad, pero no tantos como para ser una momia. Pudo haberle dado un ataque al corazón por mi culpa aquel a tarde. Días después me levantaron el castigo porque fui a verla a su casa, con unas pastas como regalo, y le pedí perdón por el susto que se había llevado, o mejor dicho, por el susto que nos habíamos llevado los dos, y os puedo asegurar que me pareció una viejecita encantadora, nada que ver con la malévola y vengativa momia de la película.

Por supuesto que me vengué de Carlos ese mismo verano, pero eso ya es otra historia, y la quiero dejar para otro día.

EL BUEN HIJO

—Buenos días, mamá, ¿quieres que te bañe hoy, o lo dejamos para mañana? —Pablo realizó esta pregunta mientras subía la persiana con estruendo, dejando que la claridad entrara a raudales en el cuarto de su madre.

—Báñame hoy, hijo.

Pablo abrió la ventana de par en par, para que se ventilara el cargado ambiente de la habitación. Después se situó en un lateral de la cama, destapó por completo a su madre, y cogió en brazos, con delicadeza, el frágil cuerpecillo de su progenitora.

Una vez en el baño manipuló simultáneamente los dos mandos del grifo de la bañera, el del agua fría y el del agua caliente, sabiendo que la mezcla iba a alcanzar la temperatura deseada, con esa seguridad que nos regala la costumbre.

—¿Quieres mear primero, mamá?

—Sí.

Todas las mañanas, precisamente en el momento en que le quitaba a su madre el pañal, y le remangaba uno de sus camisones de flores hasta la cintura, Pablo veía como su cabeza se obturaba por culpa de los recuerdos.

—Agárrate con fuerza a las barras, mamá; ya te lo tenías que saber de memoria a estas alturas.

Pablo no podría olvidar nunca aquel día en el que dos asistentes sociales se presentaron en su colegio, interrumpiendo una soporífera clase de latín, para comunicarle que sus padres habían tenido un accidente de tráfico. “Alea iacta est”. Lo irónico es reconocer que durante unos instantes sólo pudo pensar en lo agradecido que se sentía porque lo habían liberado de la tortura latina que infligía a diario el padre Andrés.

En un primer momento no le explicaron nada más; lo recluyeron en una residencia para niños con problemas, y le iban dando las noticias con cuentagotas. Entre noticia y noticia sesión de una hora de terapia con el psiquiatra. Primero la muerte de su padre, después la larga convalecencia de su madre, y por último, las consecuencias: “Tu madre se ha quedado parapléjica, no va a andar nunca más, de hecho no va a poder mover su cuerpo de cintura para abajo. Los médicos han hecho lo que han podido para evitar lo inevitable, en fin...”

Y después, otra horita de psiquiatra. Ni siquiera se molestaron en explicarle mejor lo que iba a significar para ambos, madre e hijo, aquella dolencia de extraña denominación, y mucho menos el psiquiatra, cuya terapia consistía en escuchar con cara de sota lo que Pablo tuviera que decirle, sin abrir la boca durante los cincuenta y cinco minutos exactos que duraba la sesión. Aunque la verdad es que Pablo no tardó demasiado en comprobar por sí mismo lo que escondía detrás el misterioso nombre de paraplejía.

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