Cuernos (35 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Fantástica

Mientras hablaba sujetaba la boca de él contra su pecho.

Lee empezó a notar su erección bajo los pantalones y entonces reparó en la postura de Merrin, con una pierna metida entre su dos muslos. Se preguntó si ver el cadáver también la habría excitado. Había una teoría en psicología según la cual algunas personas encuentran afrodisiaca la presencia de un muerto. Un cadáver era como la tarjeta de «Quedas libre de la cárcel» del Monopoly, una licencia para cometer cualquier locura. Después de follársela, ella podría aplacar su sentimiento de culpa —si es que lo tenía, Lee no creía exactamente en la culpa, más bien en la necesidad de arreglar las cosas para adecuarlas a las normas sociales— diciéndose a sí misma que ambos se habían dejado llevar por la pena, por lo desesperado de sus necesidades. La besó de nuevo en el pecho, y otra vez, y ella no hizo ademán alguno de escapar.

—Te quiero, Merrin —susurró, porque era lo que había que decir en ese momento y lo sabía. Lo haría todo más sencillo, para él y para ella. Mientras lo decía tenía una mano en la cadera de ella y se mecía, obligándola a balancearse sobre sus talones, de manera que tenía el culo apoyado contra la encimera central de la cocina. Le había levantado la falda hasta media altura del muslo, tenía una pierna entre sus muslos y notaba el calor de su pubis apretado contra él.

—Yo también te quiero —dijo, pero su tono ya no era el mismo—. Los dos te queremos, Lee. Ig y yo.

Considerando la postura en que estaban resultó raro que dijera algo así, que sacara a Ig a colación. Merrin bajó las manos de detrás de su cabeza y las posó suavemente en sus caderas. Lee hizo ademán de agarrarle la blusa con la intención de abrírsela —lástima si para ello tenía que arrancar un par de botones— pero se le enganchó una mano en la pequeña cruz que Merrin llevaba al cuello al tiempo que dejaba escapar un sollozo convulso. Tiró de la cruz, se escuchó un leve tintineo metálico y ésta se soltó y se deslizó por la parte delantera de la blusa de Merrin.

—Lee —dijo ésta apartándole—, mi cruz.

La cruz cayó al suelo con suavidad y ambos se quedaron mirándola. Lee se agachó y se la tendió. El sol se reflejó en ella e iluminó la cara de Merrin con un resplandor dorado.

—Te la puedo arreglar.

—Como la otra vez, ¿no? —dijo ella sonriendo, con las mejillas ruborizadas y los ojos llorosos. Jugueteó con la blusa. Un botón se le había desabrochado y Lee le había mojado el inicio de los pechos. Se inclinó hacia delante, puso sus manos sobre las de él y cerró los dedos alrededor de la cruz—. Quédatela y me la das cuando esté arreglada. Esta vez no hace falta que recurras a Ig como intermediario.

Lee se estremeció a su pesar; por un momento se preguntó si Merrin se refería a lo que él pensaba que quería decir con esas palabras. Pero estaba claro que sí, estaba claro que sabía cómo la interpretaría exactamente. Muchas de las cosas que Merrin decía tenían doble significado, uno para consumo público y otro destinado sólo a él. Llevaba años enviándole mensajes.

Merrin le miró con expresión comprensiva y le preguntó:

—¿Hace cuánto que no te cambias de ropa?

—No sé. Dos días.

—Muy bien. Quiero que quites esa ropa y que te metas en la ducha.

Notó los muslos tensos y la polla caliente contra su muslo. Dirigió una mirada hacia la puerta principal. No le daba tiempo a lavarse antes de hacer el amor.

—Va a venir gente.

—Pero todavía no ha llegado nadie. Hay tiempo. Vamos, te llevo la copa.

Caminó delante de ella por el pasillo, más excitado de lo que había estado en toda su vida y agradecido a sus calzoncillos, que mantenían la polla en su sitio. Pensó que Merrin le seguiría hasta el cuarto de baño y le ayudaría a desabrocharse los pantalones, pero se limitó a cerrar la puerta suavemente detrás de él.

Se desnudó, se metió en la ducha y la esperó bajo el fuerte chorro de agua caliente. Había vapor por todas partes, tenía el pulso acelerado y su erección empezaba a decaer. Cuando Merrin metió una mano entre las cortinas y le alargó una copa, otro ron con coca-cola, pensó que a continuación entraría ella desnuda, pero en cuanto cogió el vaso la mano desapareció.

—Ha llegado Ig —dijo con voz suave y llena de decepción.

—He llegado en tiempo récord —dijo Ig desde algún lugar detrás de Merrin—. ¿Cómo estás, tío?

—Hola, Ig —dijo Lee. La voz de su amigo le sorprendió tan desagradablemente como si de repente se hubiera cortado el agua caliente—. Estoy bien, dadas las circunstancias. Gracias por venir.

El «gracias» no le salió del todo bien, pero supuso que Ig interpretaría la irritación de su voz como una señal de tensión emocional.

—Te traeré algo para que te vistas —dijo Merrin; después los dos se marcharon y escuchó cerrarse la puerta.

Se quedó de pie bajo el chorro de agua caliente, medio furioso porque Ig estuviera ya allí, preguntándose si sospecharía algo —no—, si había imaginado que tal vez... No, no. Ig había venido corriendo porque un amigo le necesitaba. Así era él.

No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba allí hasta que le empezó a doler la mano derecha. Se la miró y vio que sujetaba la cruz, con la cadena de oro rodeándole la mano y cortándole la piel. Merrin le había mirado a los ojos con la camisa desabotonada y le había ofrecido la cruz. No podía haberlo dicho más claro, cuando él tenía una pierna entre sus muslos y ella se dejaba hacer. Había cosas que no se atrevía a decir directamente, pero él comprendía bien el mensaje que le estaba enviando. Colgó la cadena con la cruz del cabezal de la ducha y la miró balancearse, destellando en la última luz de la mañana, transmitiendo:
Sin moros en la costa.
Pronto Ig estaría en Inglaterra y ya no habría necesidad de ser cautos, nada que les impidiera hacer lo que estaban deseando.

Capítulo 32

D
esde que su madre había muerto, Merrin le llamaba y le enviaba correos electrónicos con mayor frecuencia con la excusa de saber cómo estaba. O tal vez no era una excusa y de verdad pensaba que lo hacía por eso, Lee nunca subestimaba la capacidad de las personas corrientes de engañarse a sí mismas respecto a sus verdaderos deseos. Merrin había internalizado muchos de los principios morales de Ig y Lee pensaba que sólo se aventuraría hasta cierto punto, le daría determinadas pistas pero después sería él quien tendría que tomar la iniciativa. Además, ni siquiera con Ig en Inglaterra tendrían vía libre desde el primer momento. Merrin había decidido que existían una serie de reglas relativas a cómo se comportan las personas de alto estatus social. Habría que convencerla de que, si iba a follar con otra persona, sería siempre en interés de Ig. Esto Lee lo comprendía. Podría ayudarla en ese sentido.

Merrin le dejaba mensajes en casa, en la oficina del congresista. Quería saber cómo estaba, a qué se dedicaba, si estaba viendo a alguien. Le decía que necesitaba una chica, echar un polvo. Le decía que se acordaba mucho de él. No hacía falta darle muchas vueltas para adivinar sus intenciones. Lee creía que a menudo le llamaba tras haberse tomado un par de copas y detectaba en su voz una suerte de sensual pereza.

Entonces Ig se marchó a Nueva York para su curso de orientación con Amnistía Internacional y unos pocos días después Merrin empezó a insistir a Lee para que fuera a visitarla. Su compañera de piso se marchaba, Merrin se iba a quedar con su dormitorio y dispondría del doble de espacio. Había una mesa de tocador que se había dejado en casa de sus padres, en Gideon, y que necesitaba, así que le envió un correo electrónico pidiéndole que se la llevara la siguiente vez que fuera a Boston. Le dijo que sus cosas de Victoria's Secret estaban en el cajón inferior para que no tuviera que molestarse en buscarlas, que le autorizaba a probarse su ropa interior sexy, pero sólo si se hacía fotos y después se las mandaba. Le envió un mensaje de texto diciendo que si le llevaba la mesa le organizaría una cita con una chica rubia como él, una reina de los hielos. Le escribió diciendo que acostarse con ella sería genial, como hacerse una paja delante del espejo sólo que mejor, porque esta vez el reflejo tendría tetas. Le recordó que, ahora que su compañera de apartamento se había marchado, quedaba una habitación libre en su casa, por si llegaba a necesitarla. En suma, le hacía saber que estaría sola.

Para entonces Lee ya había aprendido a interpretar casi a la perfección sus mensajes cifrados. Cuando hablaba de esta otra chica, en realidad se refería a sí misma, a lo que les esperaba juntos. Aun así decidió no llevar la mesa de tocador, no estaba seguro de querer verla mientras Ig seguía en Estados Unidos, incluso si se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Tal vez no fueran capaces de contener sus impulsos, y las cosas serían más fáciles cuando Ig se hubiera marchado.

Lee siempre había supuesto que sería Ig quien dejaría a Merrin. No se le había pasado por la cabeza que fuera ella la que quisiera poner fin a la relación, que pudiera estar aburrida y por fin preparada para ponerle fin, ni que el hecho de que Ig fuera a estar seis meses fuera era su oportunidad de romper con él de una vez por todas. Ig provenía de una familia rica, tenía un apellido con pedigrí, bien relacionado, así que es lógico que fuera él quien tomara la iniciativa de romper. Lee siempre había supuesto que lo haría cuando terminaran el instituto y que entonces le llegaría a él el turno de disfrutar de Merrin. Ésta iba a Harvard y en cambio Ig iba a Dartmouth. La distancia hace el olvido, había supuesto Lee, pero Ig no lo veía igual y cada fin de semana se lo pasaba en Boston follándose a Merrin, como un perro marcando territorio.

Como explicación, a Lee sólo se le ocurría que Ig era presa de un deseo perverso de restregarle a Merrin por las narices. Ig se alegraba de tener a Lee como amigo —devolverle al buen camino había sido su pasatiempo en los años de instituto—, pero quería dejarle claro que su amistad tenía unos límites. No quería que Lee se olvidara de que era él quien se había ganado a Merrin. Como si Lee no lo recordara cada vez que cerraba el ojo derecho y el mundo se convertía en una tenue tierra de sombras, en un lugar donde los fantasmas acechaban en la oscuridad y el sol era una luna fría y distante...

Una parte de él sentía respeto por cómo Ig se la había quitado años atrás, cuando ambos tenían las mismas oportunidades. Simplemente Ig había deseado más que él ese coño pelirrojo y, llevado por su deseo, se había convertido en alguien diferente, alguien astuto y taimado. Con su asma, sus greñas y su cabeza llena de tonterías sacadas de la Biblia, nadie habría supuesto que podía ser tan despiadado y ladino. Lee había permanecido al lado de Ig durante la mayor parte de los diez años transcurridos desde entonces, siguiéndole de cerca. El acto de observarle equivalía para él a tomar lecciones sobre disimulo, sobre cómo parecer inocuo, inofensivo. Enfrentado a un dilema moral, Lee había aprendido que el mejor sistema era preguntarse qué haría Ig en esa situación. La respuesta por lo común era pedir perdón, rebajarse y después entregarse a un acto compensatorio del todo innecesario. De Ig, Lee había aprendido a admitir que estaba equivocado incluso cuando no lo estaba, a pedir perdón cuando no lo necesitaba y a simular que no era merecedor de las cosas buenas que le ocurrían.

Durante un breve espacio de tiempo, cuando tenía dieciséis años, Merrin había sido suya por derecho. Durante unos pocos días había llevado su cruz alrededor del cuello y cuando se la acercaba a los labios se imaginaba besándola con ella puesta; no llevaba nada más, sólo la cruz. Pero después dejó que la cruz y su oportunidad con ella se le escaparan de los dedos porque, aunque ardía en deseos de verla pálida y desnuda en la oscuridad, deseaba más todavía ver algo hacerse añicos, escuchar una explosión lo suficientemente fuerte para ensordecerle; quería ver un coche estallar en llamas. El Cadillac de su madre, tal vez, con ella dentro. Sólo de pensarlo se le aceleraba el pulso y su cabeza se llenaba de fantasías que ni siquiera Merrin podía superar. Así que renunció a ella, la devolvió. Hizo aquel estúpido pacto con Ig que en realidad era un pacto con el diablo. No sólo le había costado la chica, también un ojo. Pensaba que este hecho tenía un significado. Lee había hecho un milagro en una ocasión, había tocado el cielo y atrapado la luna antes de que pudiera caerse y desde entonces Dios le había señalado otras cosas que hacía falta arreglar: coches y cruces, campañas políticas y viejas seniles. Aquello que arreglaba le pertenecía ya para siempre para hacer con ello lo que quisiera. Sólo en una ocasión había renunciado a lo que Dios había puesto en sus manos, y éste le había cegado para asegurarse de que no lo volviera hacer. Y ahora la cruz era suya una vez más, la prueba, si es que la necesitaba, de que estaba siendo guiado hacia algo, de que él y Merrin se habían conocido por una razón. Sentía que era su destino arreglar la cruz y después arreglar de alguna manera a Merrin, tal vez simplemente liberándola de Ig.

Mantuvo las distancias con Merrin durante todo el verano, pero después Ig le puso las cosas fáciles al enviarle un correo electrónico desde Nueva York:

Merrin quiere su tocador pero no tiene coche y su padre tiene que trabajar. Le prometí que te pediría que se lo llevaras tú y me dijo que no eras su esclavo, pero los dos sabemos que lo eres, así que acércaselo la próxima vez que vayas a Boston con el congresista. Además, por lo visto te ha buscado una rubia disponible. Imagina los niños que podríais tener, pequeños vikingos con ojos del color del océano Ártico. Acude, pues, a la llamada de Merrin y no te resistas. Déjala que te invite a cenar. Ahora que yo me marcho tienes que hacerte cargo tú del trabajo suyo.

¿Qué tal lo llevas?

Ig

Tardó horas en entender la última parte del correo; la pregunta
¿Qué tal lo llevas?
le tuvo desconcertado toda la mañana, hasta que recordó que su madre había muerto; de hecho llevaba muerta dos semanas. Le interesó más la línea que aludía a hacer el trabajo sucio para Merrin, un mensaje en sí mismo. Aquella noche tuvo sueños sexuales calenturientos; soñó que Merrin estaba desnuda en su cama y él se sentaba sobre sus brazos y la sujetaba mientras le metía a la fuerza un embudo en la boca, un embudo rojo de plástico, y después vertía gasolina dentro de él y ella empezaba a retorcerse como si tuviera un orgasmo. Entonces él encendía una cerilla sujetando la caja de fósforos con los dientes para tener a punto la tira de lija, y la dejaba caer en el embudo. Entonces había un
fluosss
y un ciclón de llamas rojas salía de la boca del embudo y los ojos sorprendidos de Merrin ardían. Cuando se despertó, comprobó que las sábanas estaban empapadas; nunca antes había tenido un sueño erótico tan intenso, ni siquiera de adolescente.

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