Danza de espejos (6 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

—Gracias. Pasa la voz… habrá un informe del capitán y del jefe cuando volvamos. ¿Qué hora es en Beauchene?

Hereld miró a un lado.

—0906, en un día de 2607 horas.

—Es por la mañana. Qué suerte. ¿Y el tiempo?

—Hermoso. Para mangas de camisa.

—Bien. Así no tengo que cambiarme. Aviso cuando estemos listos para salir de Puerto Beauchene. Quinn fuera.

Miles estaba sentado sobre el equipo, mirando sus sandalias, sacudido por recuerdos desagradables. Había sido una de las aventuras más difíciles de los Mercenarios Dendarii: el ofrecimiento de consejeros y material militar a Marilac para apoyar la continua resistencia contra la invasión cetagandana. El Transbordador de Combate A-4 del
Triumph
había recibido fuego enemigo en el último viaje, cuando llevaba a bordo a todo el Escuadrón Rojo y a varios Maricalanos importantes. El piloto, teniente Durham, aunque mortalmente herido y conmocionado, había traído su transbordador maltrecho y quemado a una unión con los ganchos del muelle del
Triumph
a velocidad suficientemente baja como para que el equipo de rescate pudiera sellar un tubo flex de emergencia, deslizarse por él y recuperar a todos a bordo. Se las habían arreglado para expulsar el transbordador dañado justo antes de que explotara, y el
Triumph
mismo salió de la órbita justo antes de que los Cetagandanos llevaran a cabo su venganza. Y así, una misión que había empezado como algo suave, simple y encubierto, terminó otra vez en el tipo de caos heroico que Miles había llegado a despreciar con toda su alma. El caos, no el heroísmo.

La cuenta de bajas: doce seriamente heridos, siete más allá de los recursos del
Triumph
para resucitación, criogénicamente congelados con la esperanza de poder resucitarlos más tarde; tres muertos, permanentemente. Para siempre. Ahora Miles descubriría cuántos de la segunda categoría habría que pasar a la tercera. Las caras, nombres, cientos de hechos que no quería saber sobre ellos cayeron en cascada en su mente. Originariamente había pensado ir a bordo del último transbordador, pero en lugar de eso había tomado un vuelo anterior para ocuparse de otros problemas menores.

—Tal vez no estén tan mal —dijo Quinn leyéndole la cara. Sacó la mano y él se levantó del equipo y levantó la bolsa de vuelo.

—Pasé tanto tiempo en los hospitales que no puedo evitar identificarme con ellos —se excusó él en una abstracción oscura. Una misión perfecta. Qué daría él por una misión perfecta, donde nada, absolutamente nada, saliera mal. Tal vez la próxima sería así.

El olor del hospital lo golpeó inmediatamente, apenas él y Quinn atravesaron las puertas de entrada al Centro de Vida de Beauchene, la clínica especializada en crioterapia con la que trataban los Dendarii en Escobar. No era un olor desagradable, ningún hedor ni nada parecido, sólo un punto extraño en la atmósfera de aire acondicionado. Pero estaba tan profundamente asociado con el dolor en su experiencia personal que se le aceleró el corazón.
Pelea o huye
. No, ésa no era la frase apropiada. Respiró con fuerza, tratando de ahuyentar un estremecimiento visceral, y miró a su alrededor. El vestíbulo era del estilo común de los palacios-tecno de cualquier lugar en Escobar, limpio pero de muebles baratos. El dinero se invertía arriba, en el equipo de crioterapia, en los laboratorios de regeneración, en las salas de operaciones.

Uno de los socios más antiguos de la clínica, el doctor Aragones, bajó a saludarlos y los condujo arriba, a su oficina. A Miles le gustaba la oficina del doctor Aragones, con ese característico amontonamiento de discos de información, mapas y microfilmes de diarios y revistas del tecnócrata que piensa mucho, profundamente, en lo que hace. Le gustaba Aragones, un tipo grandote, regordete, con la piel bronceada, una nariz noble y cabello gris, un hombre amistoso y franco.

El doctor lamentaba no poder informar de mejores resultados. Miles imaginó que esto le hería en su amor propio.

—Me traen desastres y esperan milagros… —se quejó con amabilidad, moviéndose en su silla cuando vio que Quinn y Miles ya se habían acomodado en sus asientos—. Si quieren milagros, deberían empezar por el principio, cuando preparan a mis pobres pacientes para el tratamiento.

Aragones nunca los llamaba cadasímiles ni utilizaba cualquiera de los otros sobrenombres acuñados por los soldados. Siempre decía
mis pacientes
. Otra razón para que a Miles le cayera bien en escobariano.

—Por desgracia, nuestras bajas no suelen llegarnos en una lista ordenada, a tiempo —se disculpó a su vez—. En este caso tuvimos veintiocho personas en enfermería, con todo tipo de heridas: trauma extremo, quemaduras, contaminación química, todo al mismo tiempo. Las cosas se pusieron dificilísimas hasta que se ordenó todo. Mi gente hizo lo que pudo. —Dudó—. ¿Usted cree que valdría la pena volver a pedir a nuestros tecnomédicos que hagan un curso en tecnología? Y si es así ¿aceptaría usted impartirlo?

Aragones abrió las manos, y pareció pensativo.

—Algo podemos hacer, sí… hablemos primero con la Administradora Margara, antes de que se vaya.

Quinn observó el gesto de Miles y tomó una nota en el panel de informes.

Aragones buscó diagramas en su comuconsola.

—Lo peor primero. No pudimos hacer nada por el señor Kee ni por la señora Zelaski.

—Vi… vi la herida de la cabeza de Kee. No me sorprende. —
Partida como un melón
—. Pero teníamos la crío-cámara disponible y lo intentamos.

Aragones asintió, comprensivo.

—La señora Zelaski tenía un problema similar, aunque menos obvio externamente. Se había roto una parte tan importante de la circulación interna que no pudimos sacarle bien la sangre del cerebro ni infundir correctamente los crío-fluidos. Entre los hematomas y la congelación, la destrucción neurológica fue completa. Lo lamento. Tenemos los cuerpos guardados en la morgue, esperando sus instrucciones.

—Kee quería que su cuerpo volviera a su familia, a su planeta. Haga que su departamento mortuorio lo prepare, y envíelo por los canales usuales. Le daremos la dirección. —Miles hizo un gesto a Quinn, quien tomó nota de nuevo—. Zelaski no dio información sobre su familia. Algunos Dendarii no pueden hacerlo o no quieren, y nosotros no insistimos. Pero dijo a algunos de sus compañeros de escuadrón lo que quería que se hiciera con sus cenizas. Por favor, haga que incineren sus restos y devuélvalos al
Triumph
, a nuestro departamento médico.

—Muy bien. —Aragones sacó los diagramas de su vídeo; desaparecieron como espíritus que se desvanecen. Cuando tuvo la pantalla libre, buscó otros.

—El señor Durham y la señora Vifian están parcialmente curados de sus heridas. Los dos sufren lo que yo llamaría crioamnesia normal neurotraumática. La pérdida de memoria del señor Durham es más profunda, en parte por las complicaciones debidas a los implantes neurológicos del piloto, que por desgracia tuvimos que sacar.

—¿Podrá recibir otro equipo craneal?

—Aún no lo sé, aunque me atrevería a decir que la prognosis es buena, a largo plazo, en los dos casos quiero decir, pero ninguno podrá volver a sus tareas militares por lo menos durante un año. Y después de eso van a necesitar re-entrenamiento profundo y extenso. En los dos casos, recomiendo que vuelvan a su hogar, al entorno familiar, si es posible. Lo familiar ayuda a restablecer el acceso a lo que queda de sus memorias, con el tiempo.

—El teniente Durham tiene familia en la Tierra. Ya nos ocuparemos de que llegue allí. La técnica Vifian es de la estación Kline. Veremos qué podemos hacer.

Quinn asintió con firmeza y tomó más notas.

—Entonces puedo dárselos hoy mismo. Ya hicimos todo lo que pudimos, y cualquier institución de convalecencia puede hacer el resto. Bueno… me falta informar sobre el señor Aziz.

—Mi hombre, Aziz —dijo Miles. Hacía ya tres años que Aziz estaba en los Dendarii, había pedido entrenamiento para oficial y lo habían aceptado. Veintiún años.

—El señor Aziz está… vivo otra vez. Quiero decir que su cuerpo se mantiene sin ayuda artificial, excepto un leve problema con la regulación de temperatura que parece ir mejorando.

—Pero no tenía heridas en la cabeza. ¿Qué fue lo que salió mal? —preguntó Miles—. ¿Me está diciendo que va a ser un vegetal?

—Lamento decir que el señor Aziz fue víctima de una mala preparación. Al parecer le sacaron la sangre con demasiada rapidez y no completaron la extracción. Hubo hemocitos que se congelaron y le hirieron el tejido cerebral con puntos necróticos. Se los sacamos y empezamos el nuevo crecimiento, que afortunadamente implantamos con éxito. Pero su personalidad está perdida. Para siempre.

—¿Del todo?

—Tal vez tenga algunos fragmentos de recuerdos, frustrantes por cierto. Sueños. Pero no puede volver a sus caminos neurológicos a través de rutas o subrutinas nuevas porque el tejido ya no está allí. El nuevo hombre empezará como cuasi-infante. Entre otras cosas ha perdido el lenguaje.

—¿Y la inteligencia? ¿La va a recuperar con el tiempo?

Aragones dudó demasiado antes de responder.

—Dentro de unos años tal vez pueda hacer tareas sencillas, ser autosuficiente.

—Ya veo —suspiró Miles.

—¿Qué quiere que haga con él?

—Es otro de los que no tienen parientes. —Miles soltó un suspiro—. Transfiéralo a una institución de cuidados prolongados, en Escobar. Una con un buen departamento de terapia de recuperación. Le voy a pedir que me recomiende una. Voy a establecer un pequeño fondo de fideicomiso que cubra los costos hasta que pueda arreglarse solo. Y no me importa el tiempo que sea necesario.

Aragones asintió, y él y Quinn tomaron notas.

Después de fijar detalles administrativos y financieros, la reunión terminó. Miles insistió en ver a Aziz antes de retirar a los otros dos convalecientes.

—No lo va a reconocer —advirtió el doctor Aragones cuando entraban en la habitación.

—Me hago cargo.

A primera vista, Aziz no tenía el aspecto de muerto viviente que Miles había esperado, a pesar de la bata de hospital, siempre tan poco favorecedora. Había color y tibieza en esa cara, y el nivel de melanina lo salvaba de la palidez de los enfermos. Pero estaba tendido, sin movimiento, flaco, retorcido entre las sábanas. Los costados de la cama, subidos, recordaban una cuna o sarcófago. Era triste. Quinn se apoyó contra la pared y cruzó los brazos. Ella también tenía asociaciones desagradables con respecto a clínicas y hospitales.

—Azzie —dijo Miles con suavidad, inclinándose sobre el muchacho—. Azzie, ¿me oyes?

Los ojos de Aziz rastrearon un segundo, pero luego se desviaron de nuevo.

—Sé que no me conoces pero tal vez más adelante te acuerdes de esto. Fuiste un buen soldado, inteligente, fuerte. Y apoyaste a tus camaradas en el accidente. Tenías esa autodisciplina que salva vidas. —Otras, no la tuya—. Mañana vas a ir a otro hospital, donde te ayudarán a curarte. —
Entre desconocidos. Más desconocidos
—. No te preocupes por el dinero. Yo me ocuparé de que tengas lo suficiente hasta que puedas arreglarte solo. —
No sabe lo que es el dinero
—. Y vendré a verte de vez en cuando, en cuanto pueda —prometió Miles. ¿A quién se lo prometía? ¿A Aziz? Aziz ya no existía. ¿A sí mismo? Su voz se suavizó hasta hacerse inaudible.

La estimulación oral hizo que Aziz se agitara y emitiera gemidos fuertes e informes; no tenía control del volumen todavía. Incluso a través de un filtro de esperanza desesperada, Miles se daba cuenta de que no eran un intento de comunicación. Sólo reflejos animales.

—Cuídate —le susurró, y salió al pasillo, temblando.

—¿Por qué te haces eso? —preguntó Quinn, enojada. Los brazos cruzados, como abrazándose, agregaban:
¿Por qué me lo haces a mí?

—Primero, porque murió por mí, literalmente y segundo —intentó que su voz sonara suave —porque hay una cierta fascinación obsesiva en mirar a la cara a lo que más temes.

—¿Es la muerte lo que más temes? —preguntó ella con curiosidad.

—No, la muerte no. —Él se frotó la frente, dudando—. La pérdida de la mente. Mi plan de toda la vida ha sido aceptar
esto
—un gesto vago a la longitud, a la parquedad de su cuerpo —porque fui un hijo de puta pequeñito e inteligente que podía dar un buen rodeo alrededor del problema y probar que era alguien, una y otra y otra vez. Sin la inteligencia… —
Sin la inteligencia, no soy nada
. Se enderezó para dominar la tensión y el dolor del estómago, se encogió de hombros y le sonrió con la boca torcida—. Vamos, Quinn.

Después de Aziz, Durham y Vifian no fueron tan difíciles. Hablaban y caminaban, aunque fuera sin habilidad, y Vifian hasta reconoció a Quinn. Los llevaron al puerto de transbordadores en el auto terrestre alquilado, y Quinn moderó su forma de conducir tipo vete-al-infierno, en un gesto de consideración para con las heridas a medio curar. Cuando llegaron al transbordador, Miles envió a Durham a sentarse con el piloto, que lo conocía y para cuando llegaron al
Triumph
, Durham recordaba no sólo el nombre del conductor sino incluso algunos de los procedimientos de transbordador. Miles envió a los dos convalecientes al tecnomed, que los escoltó a la enfermería para meterlos en la cama después de ese viaje agotador. Miles los vio partir y se sintió un poco mejor.

—Costoso —observó Quinn, reflexivamente.

—Sí —suspiró Miles—. La rehabilitación está empezando a llevarse gran parte del presupuesto médico. Tal vez tenga que hacer que Contabilidad de la Flota lo divida en dos para que el dinero médico no soporte toda la carga. Pero, ¡qué remedio! Mis tropas me son extraordinariamente leales. No puedo traicionarlas. Además —sonrió—, el que paga es el Imperio de Barrayar.

—Me dio la impresión de que tu jefe de SegImp estuvo revisando las cuentas cuando le informaste.

—Illyan tiene que explicar la razón por la que todos los años desaparece suficiente dinero como para crear un ejército privado en su departamento, y tiene que explicarlo sin admitir la existencia de ese ejército. Ciertos contables imperiales tienden a acusarlo de ineficiencia, y eso le molesta mucho…

El piloto Dendarii del transbordador había cerrado la nave y ahora se agachó en el corredor y cerró la compuerta. Hizo un gesto a Miles.

—Mientras lo esperaba en Puerto Beauchene, señor, oí en la red local una información sin importancia que tal vez le interese. Bueno, lo de información sin importancia es porque estamos en Escobar. —El hombre saltaba un poco sobre los talones.

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