De la Tierra a la Luna (7 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Clásico, #Aventuras

—¡Bravo! —exclamó J. T. Maston—. Ya tenemos nuestro cañón.

—¡Todavía no! —respondió Barbicane, calmando con la mano a su impaciente amigo.

—¿Por qué?

—Porque hasta ahora no hemos discutido aún su forma. ¿Será un cañón, un obús o un mortero?

—Un cañón —respondió Morgan.

—Un lanzaobuses —replicó el mayor.

—Un mortero —exclamó J. T. Maston.

Iba a empeñarse una nueva discusión que prometía ser bastante acalorada, y cada cual preconizaba su arma favorita, cuando intervino el presidente.

—Amigos míos —dijo—, voy a poneros a todos de acuerdo. Nuestro columbiad participará a la vez de las tres bocas de fuego. Será un cañón, porque la recámara y el ánima tendrán igual diámetro. Será un lanzaobuses, porque disparará una granada. Será un mortero, porque se apuntará formando con el horizonte un ángulo de noventa grados, y, además le será imposible retroceder, estará fijo en tierra, y así comunicará al proyectil toda la fuerza de impulsión acumulada en sus entrañas.

—Adoptado, adoptado —respondieron los miembros de la comisión.

—Permitidme una sencilla reflexión —dijo Elphiston—. ¿Este cañón-lanzaobuses-mortero será rayado?

—No —respondió Barbicane—, no; necesitamos una velocidad inicial enorme, y ya sabéis que la bala sale con menos rapidez de los cañones rayados que de los lisos. Justamente.

—¡En fin, ya es nuestro! —repitió J. T. Maston.

—Aún falta algo —replicó el presidente.

—¿Qué falta?

—Aún no sabemos de qué metal se ha de componer.

—Decidámoslo sin demora.

—Iba a proponéroslo.

Los cuatro miembros de la Comisión se zamparon una docena de emparedados por barba, seguidos de una buena taza de té, y reanudaron la discusión.

—Dignísimos colegas —dijo Barbicane——, nuestro cañón debe tener mucha tenacidad y dureza, ser infusible al calor, ser inoxidable e indisoluble a la acción corrosiva de los ácidos.

—Acerca del particular, no cabe la menor duda —respondió el mayor—. Y como será preciso emplear una cantidad considerable de metal, la elección no puede ser dudosa.

—Entonces —dijo Morgan—, propongo para la fabricación del columbiad la mejor aleación que se conoce, es decir, cien partes de cobre, doce de estaño y seis de latón.

—Amigos míos —respondió el presidente—, convengo en que la composición que se acaba de proponer ha dado resultados excelentes, pero costaría mucho y se maneja difícilmente. Creo, pues, que se debe adoptar una materia que es excelente y al mismo tiempo barata, cual es el hierro fundido. ¿No sois de mi opinión, mayor?

—Estamos de acuerdo —respondió Elphiston.

—En efecto —respondió Barbicane—, el hierro fundido cuesta diez veces menos que el bronce; es fácil de fundir y de amoldar, y se deja trabajar dócilmente. Su adopción economiza dinero y tiempo. Recuerdo, además, que durante la guerra, en el sitio de Atlanta, hubo piezas de hierro que de veinte en veinte minutos dispararon más de mil tiros sin experimentar deterioro alguno.

—Pero el hierro fundido es quebradizo —respondió Morgan.

—Sí, pero también muy resistente. Además, no reventará, respondo de ello.

—Un cañón puede reventar y ser bueno —replicó sentenciosamente J. T. Maston, abogando
pro domu sua
como si se sintiese aludido.

—Es evidente —respondió Barbicans—. Me permito, pues, suplicar a nuestro digno secretario que calcule el peso de un cañón de hierro fundido de 900 pies de longitud y de un diámetro interior o calibre de 9 pies, con un grueso de 6 pies en sus paredes.

—Al momento —respondió J. T. Maston.

Y como lo había hecho en la sesión anterior, hizo sus cálculos con una maravillosa facilidad, y dijo al cabo de un minuto:

—El cañón pesará 68.040 toneladas.

—¿Y a dos céntimos la libra, costará…?

—Dos millones quinientos diez mil setecientos un dólares.

J. T. Maston, el mayor y el general, miraron con inquietud a Barbicane.

—Señores —dijo éste—, repito lo que dije ayer: estad tranquilos, los millones no nos faltarán.

Dadas estas seguridades por el presidente, la comisión se separó, quedando citados todos sus individuos para el día siguiente, en que celebrarían la tercera sesión.

Capitulo IX. La cuestión de las pólvoras

Aún había que tratar la cuestión de las pólvoras.

Esta última decisión era esperada con ansiedad por el público. Dadas la magnitud del proyectil y la longitud del cañón, ¿cuál sería la cantidad de pólvora necesaria para producir la impulsión? Este agente terrible, cuyos efectos, sin embargo, ha dominado el hombre, iba a ser llamado para desempeñar su papel en proporciones insólitas.

En general, se cree, y se repite sin cesar, que la pólvora fue inventada en el siglo XIV por el fraile Schwartz, cuyo descubrimiento le costó la vida. Pero en la actualidad está casi probado que esta historia se debe colocar entre las leyendas de la Edad Media.

La pólvora no ha sido inventada por nadie; resulta directamente del fuego griego, compuesto como ella de azufre y salitre, si bien estas mezclas, que en el fuego griego no eran más que mezclas de dilatación, en la pólvora, tal como se conoce actualmente, al inflamarse producen un estrépito.

Pero si bien los eruditos conocen perfectamente la falsa historia de la pólvora, pocos son los que saben darse cuenta de su poder mecánico, sin cuyo conocimiento no es posible comprender la importancia del asunto sometido a la comisión.

Un litro de pólvora pesa aproximadamente 2 libras (900 gramos), y produce, al inflamarse, 400 libras de gases, que haciéndose libres, y bajo la acción de una temperatura elevada a 2.400°, ocupan el espacio de 4.000 litros. El volumen de la pólvora es, pues, a los volúmenes de los gases producidos por su combustión o deflagración lo que 1 es a 4.000. Júzguese cuál debe ser el ímpetu de estos gases cuando se hallan comprimidos en un espacio reducido cuatro mil veces para contenerlos.

He aquí lo que sabían perfectamente los miembros de la comisión cuando se citaron para la tercera sesión. Barbicane concedió la palabra al mayor. Elphiston había sido durante la guerra director de las fábricas de pólvora.

—Mis buenos camaradas —dijo el distinguido químico—, vamos a enumerar unos guarismos irrecusables que nos servirán de base. La bala de veinticuatro de que hablaba ayer el respetable J. T. Maston en términos tan poéticos, sale de la boca de fuego empujada por dieciséis libras de pólvora.

—¿Estáis seguro de la cifra? —preguntó el presidente.

—Absolutamente seguro —respondió el mayor—. El cañón Armstrong no se carga más que con setenta y cinco libras de pólvora para arrojar un proyectil de ochocientas libras, y el columbiad Rodman, no gasta más que ciento setenta libras de pólvora para enviar a seis millas de distancia su bala de media tonelada. Éstos son hechos acerca de los cuales no cabe la menor duda, pues los he comprobado yo mismo en las actas de la Junta de artillería.

—Perfectamente —respondió el general.

—De estos guarismos —repuso el mayor— se deduce que la cantidad de pólvora no aumenta con el peso de la bala. En efecto, si bien se necesitan dieciséis libras de pólvora para una bala de veinticuatro, o, en otros términos, si bien en los cañones ordinarios se emplea una cantidad de pólvora cuyo peso es dos terceras partes el del proyectil, esta proporción no es constante. Calculad y veréis que para una bala de media tonelada, en lugar de trescientas treinta y tres libras de pólvora, se reduce esta cantidad a ciento sesenta libras solamente.

—¿Y qué pretendéis deducir de eso? —preguntó el presidente.

—Si lleváis vuestra teoría al último extremo, mi querido mayor —dijo J. T. Maston—, resultará que cuando una bala tenga un peso suficiente, no se necesitará pólvora alguna.

—Mi amigo Maston se chancea hasta en las ocasiones más solemnes —replicó el mayor—; pero tranquilizaos. No tardaré en proponerle cantidades de pólvora que dejarán satisfecho su amor propio de artillero. Pero tenía interés en dejar consignado que durante la guerra, la experiencia demostró que para cargar piezas de mayor calibre, el peso de la pólvora podía reducirse perfectamente a una décima parte del que tiene la bala.

—No hay nada más exacto —dijo Morgan—. Pero antes de determinar la cantidad de pólvora necesaria para dar el impulso, opino que convendría ponernos de acuerdo sobre su naturaleza.

—Emplearemos la pólvora de grano grueso —respondió el mayor—, porque su deflagración es más rápida que la de la pólvora fina.

—Sin duda —replicó Morgan—. Pero se desmenuza más fácilmente y altera el ánima de las piezas.

—Lo que sería un inconveniente para un cañón destinado a un largo servicio pero no para nuestro columbiad. No corremos riesgo alguno de explosión, y necesitamos que la pólvora se inflame instantáneamente para que su efecto mecánico sea completo.

—Podríamos —dijo J. T. Maston— abrir varios agujeros para aplicar el fuego a un mismo tiempo a distintos puntos.

—Sin duda —respondió Elphiston—. Pero complicaríamos la operación. Me atengo, pues, a mi pólvora de grano grueso que allana todas las dificultades.

—Sea —respondió el general.

—Para cargar su columbiad —añadió el mayor— Rodman empleaba una pólvora de granos gruesos como castañas, hecha con carbón de sauce, tostado sencillamente en calderas de hierro fundido. Era una pólvora dura y brillante, que no manchaba la mano; contenía una gran proporción de hidrógeno y de oxígeno, se inflamaba instantáneamente y, aunque muy desmenuzable, no deterioraba sensiblemente las bocas de fuego.

—Me parece, pues —respondió J. T. Maston—, que no debemos vacilar y que la elección está hecha.

—A no ser que prefiráis la pólvora de oro —replicó el mayor riendo, lo que le valió un ademán amenazador con que le contestó la mano postiza de su susceptible amigo.

Hasta entonces, Barbicane se había abstenido de tomar parte en la discusión. Dejaba hablar y escuchaba. Evidentemente meditaba algo. Se contentó con preguntar sencillamente:

—¿Y ahora, amigos, qué cantidad de pólvora proponéis?

Los tres miembros del Gun-Club se miraron mutuamente por un instante.

—Doscientas mil libras —dijo, por fin, Morgan.

—Quinientas mil —replicó el mayor.

—Ochocientas mil —exclamó J. T. Maston.

Esta vez, Elphiston no se atrevió a calificar a su colega de exagerado. En efecto, se trataba de enviar a la Luna un proyectil de veinte mil libras, dándole una fuerza inicial de doce mil yardas por segundo. Siguió a la triple proposición hecha por los tres colegas un momento de silencio.

El presidente Barbicane lo rompió.

—Mis bravos camaradas —dijo con voz tranquila—, yo parto del principio de que la resistencia de nuestro cañón, construido en las condiciones requeridas, es ilimitada. Voy, pues, a sorprender al distinguido J. T. Maston diciéndole que ha sido tímido en sus cálculos, y propongo doblar sus ochocientas mil libras de pólvora.

—¿Un millón seiscientas mil libras? —exclamó J. T. Maston saltando de su asiento.

—Como lo digo.

—Pero entonces fuerza será recurrir a mi cañón de media milla de longitud.

—Es evidente —dijo el mayor.

—Un millón seiscientas mil libras de pólvora —repuso el secretario de la comisión— ocuparán aproximadamente un espacio de 22.000 pies cúbicos
[5]
, y como vuestro cañón no tiene más que una capacidad de 54.000 pies cúbicos
[6]
, quedará cargado de pólvora hasta la mitad y el ánima no será bastante larga para que la detención de los gases dé al proyectil un impulso suficiente.

La objeción no tenía réplica. J. T. Maston estaba en lo justo. Todos miraron a Barbicane.

—Sin embargo —continuó el presidente—, se necesita la cantidad de pólvora que he dicho. Pensadlo bien, un millón seiscientas mil libras de pólvora producirán seis mil millones de litros de gas. ¡Seis mil millones! ¿Lo entendéis?

—Pero, entonces, ¿cómo hacerlo? —preguntó el general.

—Muy sencillamente. Es preciso reducir esta enorme cantidad de pólvora conservándola con este poder mecánico.

—¡Bueno! Pero ¿cómo?

—Voy a decíroslo —respondió tranquilamente Barbicane.

Sus interlocutores le miraban ávidamente.

—Nada, en efecto, es más fácil —dijo— que reducir esta masa de pólvora a un volumen cuatro veces menos considerable. Todos conocéis esa curiosa materia que constituyen los tejidos elementales de los vegetales, llamada celulosa.

—Os comprendo, querido Barbicane —dijo el mayor.

—Esta materia —prosiguió el presidente— se saca perfectamente pura de varios cuerpos, especialmente del algodón, y no es más que la pelusa de los granos del algodonero. El algodón, combinado con el ácido nítrico en frío, se transforma en una sustancia eminentemente explosiva. En 1832, Braconnot, químico francés, descubrió esta sustancia, a la cual dio el nombre de xiloidina. En 1838, Pelouze, otro francés, estudió sus diversas propiedades, y, por último, en 1846, Shonbein, profesor de química en Basilea, la propuso como pólvora de guerra. Esta pólvora es el algodón azótico o nítrico…

—O piróxilo —respondió Elphiston.

—O fulmicotón —replicó Morgan.

—¿No hay un solo nombre americano que pueda ponerse al pie de este descubrimiento? —exclamó J. T. Maston a impulsos de su amor propio nacional.

—Ni uno, desgraciadamente —respondió el mayor.

—Sin embargo —repuso el presidente—, debo decir, para halagar el patriotismo de Maston, que los trabajos de un conciudadano nuestro se refieren al estudio de la celulosa, pues el colidón, uno de los principales agentes de la fotografía, no es más que piróxilo disuelto en el éter con adición de alcohol, y ha sido descubierto por Maynard, que estudiaba entonces medicina en Boston.

—¡Pues hurra por Maynard y por el fulmicotón! —exclamó el entusiasta secretario del Gun-Club.

—Volvamos al piróxilo —repuso Barbicane—. Conocéis sus propiedades, por las cuales va a ser para nosotros tan precioso. Se prepara con la mayor facilidad, sumergiendo algodón en ácido nítrico humeante, por espacio de quince minutos, lavándolo después en mucha agua y dejándolo secar.

—Nada, en efecto, más sencillo —dijo Morgan.

—Además, el piróxilo es inalterable a la humedad, cualidad preciosa para nosotros, que necesitaremos muchos días para cargar el cañón; se inflama a los 170° en lugar de 240°, y su deflagración es tan súbita que se inflama sobre la pólvora ordinaria sin que tenga tiempo de inflamarse ésta.

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