De la Tierra a la Luna (16 page)

Read De la Tierra a la Luna Online

Authors: Julio Verne

Tags: #Clásico, #Aventuras

—¿Nada más? —exclamó una voz imperiosa—. Pues unamos nuestros esfuerzos, inventemos máquinas y enderecemos el eje de la Tierra.

Una salva de aplausos sucedió a esta proposición, cuyo autor era y no podía ser más que J. T. Maston. Es probable que el fogoso secretario hubiese sido arrastrado a tan atrevida proposición por sus instintos de ingeniero. Pero, a decir verdad, muchos le aplaudieron de buena fe, y si hubieran tenido el punto de apoyo reclamado por Arquímedes, los americanos hubieran construido una palanca capaz de levantar el mundo y enderezar su eje. ¡El punto de apoyo! He aquí lo único que faltaba a aquellos temerarios mecánicos.

Con todo, una idea tan eminentemente práctica alcanzó un éxito extraordinario. Se suspendió la discusión por espacio de un cuarto de hora, y durante mucho, muchísimo tiempo, se habló en los Estados Unidos de América de la proposición tan enérgicamente formulada por el secretario perpetuo del Gun-Club.

Capitulo XX. Ataque y respuesta

Todos supusieron que de esta manera concluía la discusión. Eran las mejores palabras que se podían utilizar para dar por terminado el entredicho. Pero, cuando todo se fue aquietando, se oyeron estas palabras pronunciadas con voz fuerte y sonora:

—Ahora que el orador ha pagado a la fantasía el debido tributo, ¿querrá entrar en materia y, sin teorizar tanto, discutir la parte práctica de su expedición?

Todas las miradas se dirigieron hacia el personaje que de este modo hablaba. Era un hombre flaco, enjuto de carnes, de semblante enérgico, con una enorme perilla a la americana que subrayaba todos los movimientos de su boca. Aprovechando hábilmente la agitación que de cuando en cuando se había producido en la asamblea, consiguió poco a poco colocarse en primera fila. Con los brazos cruzados y los ojos brillantes y atrevidos, miraba imperturbablemente al héroe del mitin. Después de haber formulado su pregunta, calló, sin hacer ningún caso de millares de miradas que convergían en él ni de los murmullos de desaprobación que provocaron sus palabras. Haciéndose aguardar la respuesta, sentó de nuevo la cuestión con el mismo acento claro y preciso, y luego añadió:

—Estamos aquí para ocuparnos de la Luna y no de la Tierra.

—Tenéis razón, caballero —respondió Michel—. La discusión se ha extraviado. Volvamos a la Luna.

—Caballero —repuso el desconocido—, estáis empeñado en que se halla habitado nuestro satélite. De acuerdo. Pero si existen selenitas, es seguro que éstos viven sin respirar, porque, por vuestro interés os lo digo, no hay en la superficie de la Luna la menor molécula de aire.

Al oír esta afirmación, levantó Ardan su melenuda cabeza, comprendiendo que con aquel hombre se iba a empeñar una lucha sobre lo más capital de la cuestión.

—¿Conque no hay aire en la Luna? ¿Y quién lo dice? —preguntó, mirándolo fijamente.

—Los sabios.

—¿De veras?

—De veras.

—Caballero —replicó Michel—, lo digo seriamente: profeso la mayor estimación a los sabios que saben, pero los sabios que no saben me inspiran un desdén profundo.

—¿Conocéis a alguno que pertenezca a esta última categoría?

—Alguno conozco. En Francia hay uno de ellos que sostiene que matemáticamente el pájaro no puede volar, y otro cuyas teorías demuestran que el pez no está organizado para vivir en el agua.

—No se trata de esos sabios, y los nombres que yo podría citar en apoyo de mi proposición no serían rehusados por vos, caballero.

—Entonces pondríais en grave apuro a un pobre ignorante como yo, que, por otra parte, no desea más que instruirse.

—¿Por qué, pues, os ocupáis de cuestiones científicas si no las habéis estudiado? —preguntó el desconocido bastante brutalmente.

—¿Por qué? —respondió Ardan—. Por la misma razón que es siempre intrépido el que no sospecha el peligro. Yo no sé nada, es verdad, pero precisamente es mi debilidad la que forma mi fuerza.

—Vuestra debilidad va hasta la locura —exclamó el desconocido, con un tono bastante agrio.

—¡Tanto mejor —respondió el francés—, si mi locura me lleva a la Luna!

Barbicane y sus colegas devoraban con la mirada a aquel intruso que acababa tan audazmente de colocarse como un obstáculo delante de la empresa. Nadie lo conocía, y el presidente, que no las tenía todas consigo respecto a las consecuencias de una discusión tan francamente empleada, miraba con cierto recelo a su nuevo amigo. La asamblea estaba atenta y algo inquieta, porque aquella polémica daba por resultado llamar la atención sobre los peligros o imposibilidades de la expedición.

—Las razones que prueban la falta de toda atmósfera alrededor de la Luna son numerosas y concluyentes —respondió el adversario de Michel Ardan—. Me atrevo a decir a priori que, en el caso de haber existido alguna vez esta atmósfera, la Tierra la habría arrebatado a su satélite. Pero prefiero oponer hechos irrecusables.

—Oponed cuantos hechos queráis —respondió Michel Ardan con perfecta galantería.

—Ya sabéis —dijo el desconocido— que cuando los rayos luminosos atraviesan un medio tal como el aire, se desvían de la línea recta, o, lo que es lo mismo, experimentan una refracción. Pues bien, los rayos de las estrellas que la Luna oculta, al pasar rasando el borde del disco lunar, no experimentan desviación alguna, ni dan el menor indicio de refracción. Es, pues, evidente que no se halla la Luna envuelta en una atmósfera.

Todos miraron a Ardan con cierta ansiedad y hasta con cierta lástima, como si previesen su derrota, pues, en realidad, siendo cierto el hecho que la observación revelaba, la consecuencia que de él deducía el desconocido era rigurosamente lógica.

—He aquí —respondió Michel Ardan— vuestro mejor, por no decir vuestro único, argumento valedero, con el cual hubierais puesto en un brete al sabio obligado a contestaros; pero yo me limitaré a deciros que vuestro argumento no tiene un valor absoluto, porque supone que el diámetro angular de la Luna está perfectamente determinado, lo que no es exacto. Pero dejando a un lado vuestro argumento, decidme si admitís la existencia de volcanes en la superficie de la Luna.

—De volcanes apagados, sí; de volcanes encendidos, no.

—Dejadme, no obstante, creer, sin traspasar los límites de la lógica, que los tales volcanes estuvieron en actividad durante algún tiempo.

—Es cierto, pero como podían suministrar ellos mismos el oxígeno necesario para la combustión, el hecho de su erupción no prueba en manera alguna la presencia de una atmósfera lunar.

—Adelante —respondió Michel Ardan—, y dejemos a un lado esta clase de argumentos para llegar a observaciones directas. Pero os prevengo que voy a citar nombres propios.

—Citadlos.

—En 1815, los astrónomos Louville y Halley, observando el eclipse del 3 de mayo, notaron en la Luna ciertos fulgores de una naturaleza extraña, frecuentemente repetidos. Los atribuyeron a tempestades que se desencadenan en la atmósfera que envuelve a veces la Luna.

—En 1815 —replicó el desconocido—, los astrónomos Louville y Halley tomaron por fenómenos lunares fenómenos puramente terrestres, tales como bólidos, aerolitos a otros, que se producían en nuestra atmósfera. He aquí lo que respondieron los sabios al anuncio del citado fenómeno, y lo mismo respondo yo, ni más ni menos.

—Quiero suponer que tenéis razón —respondió Ardan, sin que la contestación de su adversario le hiciese la menor mella—. ¿No observó Herschel, en 1787, un gran número de puntos luminosos en la superficie de la Luna?

—Es verdad, pero sin explicarse su origen. Él mismo no dedujo de su aparición la necesidad de una atmósfera lunar.

—Bien respondido —dijo Michel Ardan, cumplimentando a su antagonista—; veo que estáis muy fuerte en selenografía.

—Muy fuerte, caballero, y añadiré que los señores Beer y Moedler, que son los más hábiles observadores, los que mejor han estudiado el astro de la noche, están de acuerdo sobre la falta absoluta de aire en su superficie.

Se produjo cierta sensación en el auditorio, al cual empezaban a convencer los argumentos del personaje desconocido.

—Adelante —respondió Michel Ardan con la mayor calma—, y llegamos ahora a un hecho importante. El señor Laussedat, hábil astrónomo francés, observando el eclipse del 18 de junio de 1860, comprobó que los extremos del creciente solar estaban redondeados y truncados. Este fenómeno no pudo ser producido más que por una desviación de los rayos del Sol al atravesar la atmósfera de la Luna, sin que haya otra explicación posible.

—¿Pero el hecho es cierto? —preguntó con viveza el desconocido.

—Absolutamente cierto.

Un movimiento inverso al que había experimentado la asamblea poco antes se tradujo en rumores de aprobación a su héroe favorito, cuyo adversario guardó silencio. Ardan repitió la frase, y, sin envanecerse por la ventaja que acababa de obtener, dijo sencillamente:

—Ya veis, pues, mi querido caballero, que no conviene pronunciarse de una manera absoluta contra la existencia de una atmósfera en la superficie de la Luna. Esta atmósfera es probablemente muy poco densa, bastante sutil, pero la ciencia en la actualidad admite generalmente su existencia.

—No en las montañas, por más que lo sintáis —respondió el desconocido, que no quería dar su brazo a torcer.

—Pero sí en el fondo de los valles, y no elevándose más allá de algunos centenares de pies.

—Aunque así fuese, haríais bien en tomar vuestras precauciones, porque el tal aire estará terriblemente enrarecido.

—¡Oh! Caballero, siempre habrá el suficiente para un hombre solo, y además, una vez allí, procuraré economizarlo todo lo que pueda y no respirar sino en las grandes ocasiones.

Una estrepitosa carcajada retumbó en los oídos del misterioso interlocutor, el cual paseó sus miradas por la asamblea desafiándola con orgullo.

—Ahora bien —repuso Michel Ardan con cierta indiferencia—, puesto que estamos de acuerdo sobre la existencia de una atmósfera lunar, tenemos también que admitir la presencia de cierta cantidad de agua. Ésta es una consecuencia que me alegro de poder sacar por la cuenta que me tiene. Permitidme, además, mi amable contradictor, someter una observación a vuestro ilustrado criterio. Nosotros no conocemos más que una cara de la Luna, y aunque haya poco aire en el lado que nos mira, es posible que haya mucho en el opuesto.

—¿Por qué razón?

—Porque la Luna, bajo la acción de la atracción terrestre, ha tomado la forma de un huevo, que vemos por su extremo más pequeño. De aquí ha deducido Hansteen, cuyos cálculos son siempre de trascendencia, que el centro de gravedad de la Luna está situado en el otro hemisferio, y, por consiguiente, todas las masas de aire y agua han debido de ser arrastradas al otro extremo de nuestro satélite desde los primeros días de su creación.

—¡Paradojas! —exclamó el desconocido.

—¡No! Teorías que se apoyan en las leyes de la mecánica; y que me parecen difíciles de refutar. Apelo al buen juicio de esta asamblea, y pido que ella diga si la vida, tal como existe en la Tierra, es o no posible en la superficie de la Luna. Deseo que se vote esta proposición.

La proposición obtuvo los aplausos unánimes de trescientos mil oyentes.

El adversario de Michel Ardan quería replicar, pero no pudo hacerse oír. Caía sobre él una granizada de gritos y amenazas.

—¡Basta! ¡Basta! —decían unos.

—¡Fuera el intruso! —repetían otros.

—¡Fuera! ¡Fuera! —exclamaba la irritada muchedumbre. Pero él, firme, agarrado al estrado, dejaba pasar sin moverse la tempestad, la cual hubiese tomado proporciones formidables, si Michel Ardan no la hubiese apaciguado con un ademán. Era de un carácter demasiado caballeroso para abandonar a su contradictor en el apuro en que le veía.

—¿Deseáis añadir algunas palabras? —le preguntó con la mayor cortesía.

—¡Sí! ¡Ciento! ¡Mil! —respondió el desconocido, con arrebato—. Pero, no, me basta una sola. Para perseverar en vuestro proyecto, es preciso que seáis…

—¿Imprudente? ¿Cómo podéis tratarme así, sabiendo que he pedido una bala cilíndrico-cónica a mi amigo Barbicane, para no dar por el camino vueltas y revueltas como una ardilla?

—¡Desgraciado! ¡Al salir del cañón, la repercusión os hará pedazos!

—Mi querido colega, acabáis de poner el dedo en la llaga, en la verdadera y única dificultad por ahora; pero la buena opinión que tengo formada del genio industrial de los americanos me permite creer que llegará a resolverse…

—¿Y el calor desarrollado por la velocidad del proyectil al atravesar las capas del aire?

—¡Oh! Sus paredes son gruesas, ¡y cruzará con tanta rapidez la atmósfera!

—¿Y víveres? ¿Y agua?

—He calculado que podría llevar víveres y agua para un año —respondió Ardan—, y la travesía durará cuatro días.

—¿Y aire para respirar durante el viaje?

—Lo haré artificialmente por procedimientos químicos bien conocidos.

—Pero ¿y vuestra caída en la Luna, suponiendo que lleguéis a ella?

—Será seis veces menos rápida que una caída en la Tierra, porque el peso es seis veces menor en la superficie de la Luna.

—¡Pero aun así, será suficiente para romperos como un pedazo de vidrio!

—¿Y quién me impedirá retardar mi caída por medio de cohetes convenientemente dispuestos y disparados en ocasión oportuna?

—Por último, aun suponiendo que se hayan resuelto todas las dificultades, que se hayan allanado todos los obstáculos, que se hayan reunido a favor vuestro todas las probabilidades, aun admitiendo que lleguéis sano y salvo a la Luna, ¿cómo volveréis?

—¡No volveré!

A esta respuesta, sublime por su sencillez, la asamblea quedó muda. Pero su silencio fue más elocuente que todos los gritos de entusiasmo. El desconocido se aprovechó de él para protestar por última vez.

—Os mataréis infaliblemente —exclamó—, y vuestra muerte, que no será más que la muerte de un insensato, ¡ni siquiera servirá de algo a la ciencia!

—¡Proseguid, mi generoso desconocido, porque, la verdad, vuestros pronósticos son muy agradables!

—¡Ah! ¡Eso es demasiado! —exclamó el adversario de Michel Ardan—. ¡Y no sé por qué pierdo el tiempo en una discusión tan poco formal! ¡No desistáis de vuestra loca empresa! ¡No es vuestra la culpa!

—¡Oh! ¡No salgáis de vuestras casillas!

—¡No! Sobre otro pesará la responsabilidad de vuestros actos.

—¿Sobre quién? —preguntó Michel Ardan con voz imperiosa—. ¿Sobre quién? Decidlo.

Other books

The Courtesy of Death by Geoffrey Household
Macbeth by William Shakespeare
What He Craves by Tawny Taylor
The Man at Mulera by Kathryn Blair
At Risk by Judith E French